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36 años del inicio de la Guerra Irán-Irak: Cuando Sadam Hussein era amigo de EE.UU.
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La
de Irán e Irak fue una guerra larga y cruenta que contó con el apoyo
explícito de las potencias occidentales al régimen de Sadam Hussein,
pues consideraban que la amenaza islamista del ayatolá Jomeini era más preocupante que la del dictador iraquí.
En 1980, Irán, convertido en una república islámica bajo la égida del ayatolá Jomeini, constituía para las potencias occidentales el mayor factor desestabilizador de Oriente Medio. El miedo a que la revolución islámica proclamada por el carismático anciano se extendiese por toda la zona llevó a la administración del presidente norteamericano Jimmy Carter a echarse a los brazos del presidente de Irak, Sadam Hussein, pese a que en sus pocos meses en el poder había demostrado una crueldad extraordinaria. Como resumiría después el jefe de Estado Mayor francés, Maurice Schmidt, “en aquel momento preferíamos un tirano antes que un poder religioso”.
Irán e Irak tenían sus propios motivos para la guerra. Además de sus seculares problemas fronterizos, Sadam Hussein desconfiaba de la revolución islámica tanto como occidente, habida cuenta de que la suya era una república laica y de que contaba con una mayoría de población chiíta propensa a escuchar los cantos de sirena de la revolución del ayatolá. Por su parte, Jomeini, había proclamado en 1978 que sus principales enemigos eran “primero el sha, luego el satán norteamericano y después Sadam Hussein y su infiel partido Baas”.
Aquella mutua desconfianza y un cálculo equivocado de Sadam Hussein, que pensó que Irán se había debilitado con la revolución y la guerra sería poco menos que un paseo militar, condujeron al inicio de las hostilidades el 22 de septiembre de 1980, cuando el ejército iraquí traspasó la frontera y atacó la provincia de Juzestán, conocida por su producción petrolífera. El avance iraquí fue más lento de lo esperado, lo que dio tiempo a Irán a proclamar la guerra santa contra el invasor prooccidental. Decenas de miles de voluntarios milicianos fueron enviados al martirio logrando equilibrar la contienda y convirtiéndola en una guerra de trincheras.
Irán, que perdería en la guerra el doble de civiles que su rival, contaba con el triple de población – que además acudía al combate enardecida por la revolución –, lo que suponía una ventaja en una guerra lenta y posicional. El comandante iraní, Hashemi Rafsanjani, demostró ser un líder imaginativo y pragmático, como muestra la avanzadilla de hombres rana que envió para atacar la ciudad de Basra. Sadam Hussein había ordenado construir un lago artificial para defender esta ciudad y los iraníes le sorprendieron con continuos ataques desde el agua, lo que dificultaba las comunicaciones de esta ciudad con la retaguardia iraquí.
Sadam Hussein, por su parte, había asumido el mando militar iraquí y además de su poca experiencia en combate se destapó como un pésimo estratega, carencias que afloraban en una guerra tan posicional. Para colmo, el dictador iraquí ordenaba fusilar a sus oficiales cuando le comunicaban que habían retrocedido, aunque él mismo ordenó una retirada general en 1982 buscando el final de la guerra. Jomeini, creyendo que podía ganar, rechazó el armisticio y perpetuó una contienda larga y cruenta. Si Sadam Hussein había comenzado la guerra, Jomeini sería culpable de prolongarla, demostrando ambos su poco interés por la vida de sus respectivos compatriotas.
Occidente, con el amigo Sadam
Aunque oficialmente Washington se declaró neutral, informes posteriores han revelado que la CIA entregaba secretamente armas a Sadam, incluidas bombas de fragmentación, y le pasaba información a través de sus satélites sobre los avances iraníes. El propio presidente Carter dio luz verde al inicio de la guerra, según figura en el informe que el secretario de Estado Alexander Haig realizó para el presidente Ronald Reagan, desclasificado en 1992. El 26 de febrero de 1982, Estados Unidos y sus aliados occidentales eliminaban a Irak de los países involucrados en terrorismo internacional y en 1984 reanudaban las relaciones diplomáticas con este país.
Unos meses antes, en diciembre de 1983, se producía la visita secreta del emisario especial de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a Irak, en la que se establecerían las bases de su alianza. Es curioso que Donald Rumsfeld, por entonces el hombre de oriente medio de Ronald Reagan, sería secretario de Defensa con George Bush durante la segunda Guerra del Golfo, la que terminaría para siempre con el régimen de Sadam Hussein en 2003.
Donald Rumsfeld publicaría en marzo de 2011 en su blog el curioso regalo que Sadam Hussein le hizo en aquella visita: un vídeo titulado ‘atrocidades sirias’, en el que se veía a mujeres y niños soldado de este país matando a una serpiente a mordiscos o apuñalando a un cachorrillo. Resulta irónico que el hombre que sometió a crueles purgas a la ejecutiva de su propio partido y que cinco años después del encuentro, ejecutaría con gas tóxico a más de 5.000 kurdos, se sintiera conmovido por las atrocidades del pueblo sirio.
En aquella época también tendría lugar el escándalo que se conocería después como Irak-Gate y que involucraba a la filial de Atlanta del italiano Banco Nazionale de Lavoro con una trama de financiación del régimen iraquí, supuestamente con la connivencia de Washington. Al parecer, la filial daba créditos blandos o a fondo perdido sin el permiso de sus oficinas centrales que eran empleados en la compra de armas de alta tecnología para la guerra con Irán, bajo el auspicio de la CIA.
No sólo Estados Unidos apoyaba a Irak, las empresas francesas y alemanas de armamento hacían su agosto con la guerra y los bancos saudíes y de los Emiratos Árabes abrían la mano con préstamos que exigirían sin demoras al final de la guerra. El apoyo explícito del gobierno de Francoise Miterrand a Irak generó fuertes divergencias en Francia, pero sus políticos cedieron a las presiones del lobby armamentístico.
Estrategia de la Doble Contención
Pese al mayor apoyo concedido a Irán, la guerra entre las dos potencias del golfo respondió a una estrategia de los Estados Unidos llamada de Doble Contención y que pretendía enfrentar a las dos principales potencias islámicas del momento para que ninguna lograse imponer su predominio en la zona. El plan obtuvo resultado porque ambos países quedaron literalmente destrozados tras una guerra larga y cruel que no contó con un ganador claro, en la que murieron 1,5 millones de civiles y cuyas pérdidas materiales ascendieron a un billón de dólares (500.000 millones de dólares cada país).
Esta estrategia se pone de manifiesto cuando dos años después de la guerra, acuciado por las deudas, Irak invade Kuwait. Sadam Hussein se cree impune por su amistad con los Estados Unidos y aunque los americanos no autorizan la invasión, algunos despachos diplomáticos – “No tomamos partido en esas disputas árabes” – pudieron inducir al error de Sadam, que de la noche a la mañana se convertía, según palabras de George Bush padre, en “un nuevo Hitler”. Atrás quedaba aquella ‘cariñosa’ referencia atribuida al asesor de Reagan, Goeffrey Kemp: “Sabíamos que era un tirano, pero era nuestro tirano”.
En 1980, Irán, convertido en una república islámica bajo la égida del ayatolá Jomeini, constituía para las potencias occidentales el mayor factor desestabilizador de Oriente Medio. El miedo a que la revolución islámica proclamada por el carismático anciano se extendiese por toda la zona llevó a la administración del presidente norteamericano Jimmy Carter a echarse a los brazos del presidente de Irak, Sadam Hussein, pese a que en sus pocos meses en el poder había demostrado una crueldad extraordinaria. Como resumiría después el jefe de Estado Mayor francés, Maurice Schmidt, “en aquel momento preferíamos un tirano antes que un poder religioso”.
Irán e Irak tenían sus propios motivos para la guerra. Además de sus seculares problemas fronterizos, Sadam Hussein desconfiaba de la revolución islámica tanto como occidente, habida cuenta de que la suya era una república laica y de que contaba con una mayoría de población chiíta propensa a escuchar los cantos de sirena de la revolución del ayatolá. Por su parte, Jomeini, había proclamado en 1978 que sus principales enemigos eran “primero el sha, luego el satán norteamericano y después Sadam Hussein y su infiel partido Baas”.
Aquella mutua desconfianza y un cálculo equivocado de Sadam Hussein, que pensó que Irán se había debilitado con la revolución y la guerra sería poco menos que un paseo militar, condujeron al inicio de las hostilidades el 22 de septiembre de 1980, cuando el ejército iraquí traspasó la frontera y atacó la provincia de Juzestán, conocida por su producción petrolífera. El avance iraquí fue más lento de lo esperado, lo que dio tiempo a Irán a proclamar la guerra santa contra el invasor prooccidental. Decenas de miles de voluntarios milicianos fueron enviados al martirio logrando equilibrar la contienda y convirtiéndola en una guerra de trincheras.
Irán, que perdería en la guerra el doble de civiles que su rival, contaba con el triple de población – que además acudía al combate enardecida por la revolución –, lo que suponía una ventaja en una guerra lenta y posicional. El comandante iraní, Hashemi Rafsanjani, demostró ser un líder imaginativo y pragmático, como muestra la avanzadilla de hombres rana que envió para atacar la ciudad de Basra. Sadam Hussein había ordenado construir un lago artificial para defender esta ciudad y los iraníes le sorprendieron con continuos ataques desde el agua, lo que dificultaba las comunicaciones de esta ciudad con la retaguardia iraquí.
Sadam Hussein, por su parte, había asumido el mando militar iraquí y además de su poca experiencia en combate se destapó como un pésimo estratega, carencias que afloraban en una guerra tan posicional. Para colmo, el dictador iraquí ordenaba fusilar a sus oficiales cuando le comunicaban que habían retrocedido, aunque él mismo ordenó una retirada general en 1982 buscando el final de la guerra. Jomeini, creyendo que podía ganar, rechazó el armisticio y perpetuó una contienda larga y cruenta. Si Sadam Hussein había comenzado la guerra, Jomeini sería culpable de prolongarla, demostrando ambos su poco interés por la vida de sus respectivos compatriotas.
Occidente, con el amigo Sadam
Aunque oficialmente Washington se declaró neutral, informes posteriores han revelado que la CIA entregaba secretamente armas a Sadam, incluidas bombas de fragmentación, y le pasaba información a través de sus satélites sobre los avances iraníes. El propio presidente Carter dio luz verde al inicio de la guerra, según figura en el informe que el secretario de Estado Alexander Haig realizó para el presidente Ronald Reagan, desclasificado en 1992. El 26 de febrero de 1982, Estados Unidos y sus aliados occidentales eliminaban a Irak de los países involucrados en terrorismo internacional y en 1984 reanudaban las relaciones diplomáticas con este país.
Unos meses antes, en diciembre de 1983, se producía la visita secreta del emisario especial de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a Irak, en la que se establecerían las bases de su alianza. Es curioso que Donald Rumsfeld, por entonces el hombre de oriente medio de Ronald Reagan, sería secretario de Defensa con George Bush durante la segunda Guerra del Golfo, la que terminaría para siempre con el régimen de Sadam Hussein en 2003.
Donald Rumsfeld publicaría en marzo de 2011 en su blog el curioso regalo que Sadam Hussein le hizo en aquella visita: un vídeo titulado ‘atrocidades sirias’, en el que se veía a mujeres y niños soldado de este país matando a una serpiente a mordiscos o apuñalando a un cachorrillo. Resulta irónico que el hombre que sometió a crueles purgas a la ejecutiva de su propio partido y que cinco años después del encuentro, ejecutaría con gas tóxico a más de 5.000 kurdos, se sintiera conmovido por las atrocidades del pueblo sirio.
En aquella época también tendría lugar el escándalo que se conocería después como Irak-Gate y que involucraba a la filial de Atlanta del italiano Banco Nazionale de Lavoro con una trama de financiación del régimen iraquí, supuestamente con la connivencia de Washington. Al parecer, la filial daba créditos blandos o a fondo perdido sin el permiso de sus oficinas centrales que eran empleados en la compra de armas de alta tecnología para la guerra con Irán, bajo el auspicio de la CIA.
No sólo Estados Unidos apoyaba a Irak, las empresas francesas y alemanas de armamento hacían su agosto con la guerra y los bancos saudíes y de los Emiratos Árabes abrían la mano con préstamos que exigirían sin demoras al final de la guerra. El apoyo explícito del gobierno de Francoise Miterrand a Irak generó fuertes divergencias en Francia, pero sus políticos cedieron a las presiones del lobby armamentístico.
Estrategia de la Doble Contención
Pese al mayor apoyo concedido a Irán, la guerra entre las dos potencias del golfo respondió a una estrategia de los Estados Unidos llamada de Doble Contención y que pretendía enfrentar a las dos principales potencias islámicas del momento para que ninguna lograse imponer su predominio en la zona. El plan obtuvo resultado porque ambos países quedaron literalmente destrozados tras una guerra larga y cruel que no contó con un ganador claro, en la que murieron 1,5 millones de civiles y cuyas pérdidas materiales ascendieron a un billón de dólares (500.000 millones de dólares cada país).
Esta estrategia se pone de manifiesto cuando dos años después de la guerra, acuciado por las deudas, Irak invade Kuwait. Sadam Hussein se cree impune por su amistad con los Estados Unidos y aunque los americanos no autorizan la invasión, algunos despachos diplomáticos – “No tomamos partido en esas disputas árabes” – pudieron inducir al error de Sadam, que de la noche a la mañana se convertía, según palabras de George Bush padre, en “un nuevo Hitler”. Atrás quedaba aquella ‘cariñosa’ referencia atribuida al asesor de Reagan, Goeffrey Kemp: “Sabíamos que era un tirano, pero era nuestro tirano”.
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