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Tribuna de Periodistas
Agustín Laje
Vuelve el debate sobre los 70. En realidad, nunca se fue: sencillamente, el cambio de gobierno ahora anima a nuevas voces a discrepar respecto de la “historia oficial” que construyó el kirchnerismo como parte de su relato político. Algunos son —o fueron— miembros del partido gobernante. Lopérfido primero, Gómez Centurión después.
Muy bien no les fue: cuestionar dogmas jamás ha sido cosa simple. Y mucho menos si el cuestionamiento proviene de hombres del Estado: hete aquí la novedad del caso.
Al margen del trasfondo político y la suerte de los detractores del historietismo setentista, la sociedad parece estar interesada en re-discutir algunas cuestiones sobre los años 70 que empiezan a plasmarse con fuerza en las redes sociales y en los medios de comunicación. Una de ellas es: ¿vivimos los argentinos una guerra en la década del 70?.
Este martes se discutió tal tópico precisamente en la pantalla de Intratables. El Dr. Ricardo Gil Lavedra contestaba la pregunta con una determinante negativa, alegando que “no hubo guerra porque no se cumplieron las normas de la guerra”. Llama la atención la debilidad del argumento: de estar la guerra definida por la contemplación del derecho previsto para los conflictos armados, entonces no podríamos calificar como “guerra” ningún episodio de la historia humana.
¿En qué guerra se han respetado a rajatabla tales normativas?
Pero llama también la atención el cinismo del caso, en la medida en que Gil Lavedra integró el tribunal del histórico Juicio a las Juntas Militares en 1985, en cuya sentencia se concluyó que en la Argentina de los ’70 “el fenómeno se correspondió con el concepto de guerra revolucionaria (…) no hay entonces delincuentes políticos, sino enemigos de guerra” y que “debemos admitir que en nuestro país sí hubo una guerra interna, iniciada por las organizaciones terroristas contra las instituciones de su propio Estado”.
Negarse a enmarcar el drama de los ’70 como una guerra tiene un propósito político evidente: ocultar responsabilidades históricas. En efecto, asumir la existencia de una guerra implica reparar en múltiples partes y, por lo tanto, en diversas responsabilidades. Nos obliga a preguntarnos también por los otros muertos y, naturalmente, por sus victimarios.
Tal ejercicio colisiona con el hegemónico relato de “jóvenes idealistas” vs “genocidas”, que bien podríamos llamar “teoría del demoño único”: más reduccionista que su dual predecesora.
La historia no se juzga con los parámetros del presente. Y es por ello que interesa determinar cómo vivió la sociedad de ese momento lo que estaba ocurriendo. Nos concentremos en cuatro partes: la sociedad política, los medios de comunicación, las Fuerzas Armadas y las organizaciones terroristas.
Respecto de los primeros, en 1964 aparece por primera vez en el gobierno una referencia a la guerra: “Hay una guerra revolucionaria declarada” decía el canciller Zavala Ortiz. En 1973, el diputado Antonio Trócoli se refería al asesinato de Rucci como “parte de una guerra sorda, de una guerra subterránea”. El 26 de septiembre de 1974, el senador Leopoldo Bravo solicitaba desde su bancada “detener esto que constituye ya realmente una guerra civil”. El senador Culasso Mattei respaldaba: “la Argentina no soporta más esta guerra no declarada”.
En el número del 16 de octubre se decía “Ahora todos saben que están metidos en esta guerra”. Tras el atentado montonero contra un regimiento formoseño el 5 de octubre de 1975, el diario La Opinión de Jacobo Timerman (padre del ex canciller K) lanzaba una editorial que concluía: “Si algo faltaba para corroborarlo, el ataque de Formosa lo ha demostrado: el país está en guerra; todo el país, a lo largo y a lo ancho de su territorio”.
Vamos más adelante: Clarín del 16 de agosto de 1979 opinaba “que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social, son hechos unánimemente reconocidos”, mientras La Nación del 19 de septiembre de 1979 decía “la Argentina está en orden. Pero ese orden se ha pagado el alto, altísimo precio de una guerra”.
Respecto de las Fuerzas Armadas, sus miembros reconocieron plenamente el estado de guerra fundamentalmente a través de los decretos de aniquilamiento. El primero de ellos firmado el 5 de febrero de 1975 por el gobierno constitucional de Isabel Perón, Decreto Secreto 261, ordenaba a las Fuerzas Armadas “aniquilar” a las organizaciones terroristas que actuaban en Tucumán. El segundo, del 8 de octubre del mismo año, Decreto 2.772, ordenaba el aniquilamiento en todo el país. Es lógico que tales órdenes hayan sido interpretadas por los militares argentinos como virtuales declaraciones de guerra: aniquilar, después de todo, es sencillamente “reducir a la nada”, y adquiere un sentido bien concreto cuando se aplica como comando a las Fuerzas Armadas.
Finalmente, para las organizaciones terroristas como Montoneros y ERP tampoco cabía duda que lo que estaban llevando adelante era una verdadera guerra. En el V Congreso del PRT-ERP por ejemplo, en 1970, se concluía que “en el proceso de guerra revolucionaria iniciado en nuestro país, nuestro partido ha comenzado a combatir con el objeto de desorganizar a las Fuerzas Armadas del régimen”.
Montoneros, por su parte, en carta a Perón tras el asesinato de Aramburu, anotaban: “El único camino posible para que el pueblo tome el poder para instaurar el socialismo nacional es la guerra revolucionaria total”. Desde su revista Militancia, en el primer número de 1973, afirmaban: “Nuestra estrategia sigue siendo la guerra integral”.
En su otra revista, Evita Montonera, número correspondiente a septiembre de 1975, decían: “Esta guerra, como toda guerra, se rige por un principio básico y elemental: proteger las propias fuerzas y eliminar las del enemigo”.
Los reportajes de la revista española Cambio 16 al Jefe del Ejército Montonero, Horacio Mendizabal, son llamativos: en 1977 esgrimía que “se realizaron más de 600 operaciones militares”; a mediados de 1978 declaraba que “la Junta Militar no ha ganado la guerra. Ha comenzado a perderla”, contaba que su “ejército” contaba por entonces con “4.000 granadas de mano, 1.500 granadas de fusil, elaboró 1.500 kilogramos de explosivos de potencia media y 850 de plástico C-2 de gran potencia.
Además inventó un modelo de fusil lanzagranadas del que fabricó 250 ejemplares y posee, asimismo, un considerable arsenal de armas ligeras”. Finalmente concluía que “en sus próximas etapas de lucha y ya ahora, nuestro Ejército tiende a ir abandonando el uso de explosivos y a extender un tipo de guerra de infantería con armas ligeras, fusiles lanzagranadas y bazookas”. Estaba alardeando, en concreto, de los atentados con bazookas RPG-7 contra la Casa Rosada que hacía pocos días se habían perpetrado.
¿Hubo entonces una guerra en los años 70?
Sus protagonistas, mientras los hechos transcurrían, así lo vivieron y así lo informaron.
Los hechos, por su parte, lo confirmaron: se trató de una “guerra asimétrica” o “irregular”, caracterizada precisamente por la existencia de una parte débil que busca compensar su debilidad con arreglo a la irregularidad militar: terrorismo urbano y guerra de guerrillas, fundamentalmente.
Casualmente del peronismo fascista, es que sale el terrorismo de izquierda...
Casualidad?...
En los 70s existió una Guerra?...
_____________________________Tribuna de Periodistas
Agustín Laje
Vuelve el debate sobre los 70. En realidad, nunca se fue: sencillamente, el cambio de gobierno ahora anima a nuevas voces a discrepar respecto de la “historia oficial” que construyó el kirchnerismo como parte de su relato político. Algunos son —o fueron— miembros del partido gobernante. Lopérfido primero, Gómez Centurión después.
Muy bien no les fue: cuestionar dogmas jamás ha sido cosa simple. Y mucho menos si el cuestionamiento proviene de hombres del Estado: hete aquí la novedad del caso.
Al margen del trasfondo político y la suerte de los detractores del historietismo setentista, la sociedad parece estar interesada en re-discutir algunas cuestiones sobre los años 70 que empiezan a plasmarse con fuerza en las redes sociales y en los medios de comunicación. Una de ellas es: ¿vivimos los argentinos una guerra en la década del 70?.
Este martes se discutió tal tópico precisamente en la pantalla de Intratables. El Dr. Ricardo Gil Lavedra contestaba la pregunta con una determinante negativa, alegando que “no hubo guerra porque no se cumplieron las normas de la guerra”. Llama la atención la debilidad del argumento: de estar la guerra definida por la contemplación del derecho previsto para los conflictos armados, entonces no podríamos calificar como “guerra” ningún episodio de la historia humana.
¿En qué guerra se han respetado a rajatabla tales normativas?
Pero llama también la atención el cinismo del caso, en la medida en que Gil Lavedra integró el tribunal del histórico Juicio a las Juntas Militares en 1985, en cuya sentencia se concluyó que en la Argentina de los ’70 “el fenómeno se correspondió con el concepto de guerra revolucionaria (…) no hay entonces delincuentes políticos, sino enemigos de guerra” y que “debemos admitir que en nuestro país sí hubo una guerra interna, iniciada por las organizaciones terroristas contra las instituciones de su propio Estado”.
Negarse a enmarcar el drama de los ’70 como una guerra tiene un propósito político evidente: ocultar responsabilidades históricas. En efecto, asumir la existencia de una guerra implica reparar en múltiples partes y, por lo tanto, en diversas responsabilidades. Nos obliga a preguntarnos también por los otros muertos y, naturalmente, por sus victimarios.
Tal ejercicio colisiona con el hegemónico relato de “jóvenes idealistas” vs “genocidas”, que bien podríamos llamar “teoría del demoño único”: más reduccionista que su dual predecesora.
La historia no se juzga con los parámetros del presente. Y es por ello que interesa determinar cómo vivió la sociedad de ese momento lo que estaba ocurriendo. Nos concentremos en cuatro partes: la sociedad política, los medios de comunicación, las Fuerzas Armadas y las organizaciones terroristas.
Respecto de los primeros, en 1964 aparece por primera vez en el gobierno una referencia a la guerra: “Hay una guerra revolucionaria declarada” decía el canciller Zavala Ortiz. En 1973, el diputado Antonio Trócoli se refería al asesinato de Rucci como “parte de una guerra sorda, de una guerra subterránea”. El 26 de septiembre de 1974, el senador Leopoldo Bravo solicitaba desde su bancada “detener esto que constituye ya realmente una guerra civil”. El senador Culasso Mattei respaldaba: “la Argentina no soporta más esta guerra no declarada”.
La visión del propio Perón había sido idéntica, cuando tiempo antes, desde Madrid, les escribiera a Montoneros que “han de comprender los que realizan la guerra revolucionaria que en esa guerra todo es lícito”.Los medios de comunicación lo interpretaban de idéntica manera. Nada menos que el Buenas Aires Herald, el 12 de febrero de 1975, tras iniciarse el Operativo Independencia en Tucumán, informaba: “Este nuevo giro contra la guerrilla tiene apariencia inicial de una guerra abierta, algo que si dura llegar como un alivio”. Ese mismo año, la revista Cuestionario —dirigida a la sazón por Rodolfo Terragno— titulaba su tapa de diciembre “La guerra en el país”, mientras que el número del 25 de julio de ese año de la revista Gente publicaba un extenso editorial titulado “Para ganar esta guerra”.
En el número del 16 de octubre se decía “Ahora todos saben que están metidos en esta guerra”. Tras el atentado montonero contra un regimiento formoseño el 5 de octubre de 1975, el diario La Opinión de Jacobo Timerman (padre del ex canciller K) lanzaba una editorial que concluía: “Si algo faltaba para corroborarlo, el ataque de Formosa lo ha demostrado: el país está en guerra; todo el país, a lo largo y a lo ancho de su territorio”.
Vamos más adelante: Clarín del 16 de agosto de 1979 opinaba “que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social, son hechos unánimemente reconocidos”, mientras La Nación del 19 de septiembre de 1979 decía “la Argentina está en orden. Pero ese orden se ha pagado el alto, altísimo precio de una guerra”.
Respecto de las Fuerzas Armadas, sus miembros reconocieron plenamente el estado de guerra fundamentalmente a través de los decretos de aniquilamiento. El primero de ellos firmado el 5 de febrero de 1975 por el gobierno constitucional de Isabel Perón, Decreto Secreto 261, ordenaba a las Fuerzas Armadas “aniquilar” a las organizaciones terroristas que actuaban en Tucumán. El segundo, del 8 de octubre del mismo año, Decreto 2.772, ordenaba el aniquilamiento en todo el país. Es lógico que tales órdenes hayan sido interpretadas por los militares argentinos como virtuales declaraciones de guerra: aniquilar, después de todo, es sencillamente “reducir a la nada”, y adquiere un sentido bien concreto cuando se aplica como comando a las Fuerzas Armadas.
Finalmente, para las organizaciones terroristas como Montoneros y ERP tampoco cabía duda que lo que estaban llevando adelante era una verdadera guerra. En el V Congreso del PRT-ERP por ejemplo, en 1970, se concluía que “en el proceso de guerra revolucionaria iniciado en nuestro país, nuestro partido ha comenzado a combatir con el objeto de desorganizar a las Fuerzas Armadas del régimen”.
En el número de abril de 1971 de la revista Estrella Roja, del ERP, se leía: “El Ejército Revolucionario del Pueblo está combatiendo en forma organizada, asumiendo la responsabilidad militar en el proceso de guerra revolucionaria que ha comenzado a vivir nuestro pueblo”.En febrero de 1975, desde la revista El Combatiente, de la misma organización, el líder erpiano Santucho llamaba a la “generalización de una guerra civil (…) extendiendo la guerra a todo el país”.
Montoneros, por su parte, en carta a Perón tras el asesinato de Aramburu, anotaban: “El único camino posible para que el pueblo tome el poder para instaurar el socialismo nacional es la guerra revolucionaria total”. Desde su revista Militancia, en el primer número de 1973, afirmaban: “Nuestra estrategia sigue siendo la guerra integral”.
En su otra revista, Evita Montonera, número correspondiente a septiembre de 1975, decían: “Esta guerra, como toda guerra, se rige por un principio básico y elemental: proteger las propias fuerzas y eliminar las del enemigo”.
Los reportajes de la revista española Cambio 16 al Jefe del Ejército Montonero, Horacio Mendizabal, son llamativos: en 1977 esgrimía que “se realizaron más de 600 operaciones militares”; a mediados de 1978 declaraba que “la Junta Militar no ha ganado la guerra. Ha comenzado a perderla”, contaba que su “ejército” contaba por entonces con “4.000 granadas de mano, 1.500 granadas de fusil, elaboró 1.500 kilogramos de explosivos de potencia media y 850 de plástico C-2 de gran potencia.
Además inventó un modelo de fusil lanzagranadas del que fabricó 250 ejemplares y posee, asimismo, un considerable arsenal de armas ligeras”. Finalmente concluía que “en sus próximas etapas de lucha y ya ahora, nuestro Ejército tiende a ir abandonando el uso de explosivos y a extender un tipo de guerra de infantería con armas ligeras, fusiles lanzagranadas y bazookas”. Estaba alardeando, en concreto, de los atentados con bazookas RPG-7 contra la Casa Rosada que hacía pocos días se habían perpetrado.
¿Hubo entonces una guerra en los años 70?
Sus protagonistas, mientras los hechos transcurrían, así lo vivieron y así lo informaron.
Los hechos, por su parte, lo confirmaron: se trató de una “guerra asimétrica” o “irregular”, caracterizada precisamente por la existencia de una parte débil que busca compensar su debilidad con arreglo a la irregularidad militar: terrorismo urbano y guerra de guerrillas, fundamentalmente.
Y aceptar la realidad de la guerra, como dijimos, implica dejar atrás el relato de los “jóvenes idealistas” que el kirchnerismo impuso para ocultar la verdad sobre el terrorismo subversivo en la Argentina.Fuente: http://periodicotribuna.com.ar/17749-en-los-70-hubo-una-guerra.html
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AyACasualmente del peronismo fascista, es que sale el terrorismo de izquierda...
Casualidad?...
Nos toman por IDIOTAS.
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