Cuando Matt Damon hizo su imitación de Brett Kavanaugh en Saturday Night Live,
pudimos ver que logró capturar su esencia antes de que dijera una sola
palabra. Se trata de la cara —esa mueca de desprecio, llena de rabia,
con el ceño fruncido—. La semana pasada, en su audiencia ante el Senado,
Kavanaugh
no sonó como un juez (ya no digamos un posible ministro de la Corte
Suprema de Estados Unidos) ni siquiera logró verse como uno.
Sin embargo, tampoco Lindsey Graham, quien pasó la audiencia con casi la misma mueca, se vio como un senador.
Se
han llevado a cabo muchos estudios sobre las fuerzas que motivan el
apoyo a Trump, en específico la ira, que es una característica tan
dominante del movimiento MAGA, “Make America Great Again” (“Hagamos a
Estados Unidos grandioso de nuevo”). Sin embargo, lo que pudimos
concluir de la audiencia del 27 de septiembre fue que esa ira de los
hombres blancos no se limita a los obreros en las cafeterías. También
está presente entre aquellos a los que les ha ido muy bien en la lotería
de la vida, a quienes uno normalmente consideraría en gran medida parte
de la élite.
En otras palabras, el odio también puede ir de la mano del ingreso elevado y, con demasiada frecuencia, así sucede.
A
estas alturas hay pruebas avasalladoras contra la hipótesis de la
“ansiedad económica” —la idea de que la gente votó por Trump debido a
que la globalización había causado estragos en sus vidas—. De hecho, las
personas cuyas finanzas iban bien fueron igual de propensas a apoyar a
Trump que aquellas a las que les iba mal.
Lo
que diferenció a los que votaron por Trump fue, más bien, el
resentimiento racial. Además, este resentimiento está motivado, antes y
ahora, no por pérdidas económicas reales ocasionadas por grupos
minoritarios, sino por el miedo a perder el estatus que tienen en un
país cambiante, uno donde el privilegio de ser un hombre blanco no es lo
que solía ser.
Este
es el meollo del asunto: es perfectamente posible para un hombre llevar
una vida cómoda y, de hecho, envidiable teniendo en cuenta cualquier
estándar objetivo, y, aun así, dejarse consumir por la amargura derivada
de la ansiedad por la pérdida de su estatus.
Uno
podría pensar que eso es imposible, que tener un buen empleo y una vida
cómoda inocularía a alguien contra la envidia y el odio. Es decir,
estaríamos inclinados a pensar eso si no supiéramos nada sobre la
naturaleza humana ni el mundo.
He
pasado toda mi vida adulta en círculos académicos exclusivos, donde
todos tienen un buen ingreso y excelentes condiciones laborales. No
obstante, he conocido a muchas personas en ese mundo que hierven de
resentimiento porque no están en Harvard o en Yale, o que de hecho están
en Harvard o Yale, pero están furiosas de cualquier modo porque no han
recibido un Premio Nobel.
Este
tipo de resentimiento de alta gama, el enojo de la gente muy
privilegiada que sin embargo siente que no es lo suficientemente
privilegiada o que sus privilegios podrían erosionarse por el cambio
social, permea el movimiento conservador moderno.
Comienza,
claro está, en la cima, con esa bola de resentimiento que camina, habla
y juega al golf que es Donald Trump. Uno pensaría que un hombre que
vive en la Casa Blanca ya no sentiría la necesidad de, por ejemplo,
afirmar cosas que no son ciertas sobre su historial universitario. Pero
Trump todavía no obtiene el respeto que tan evidentemente ansía.
De hecho, parece evidente que su yihad
contra Barack Obama se alimentaba de la envidia: Obama es un hombre
negro que además ostenta gran clase y estilo, con la gracia y elegancia
de las que carece Trump. Eso es algo que no podía soportar.
Claramente,
Kavanaugh está cortado con la misma tijera y no solo porque compite con
Trump en su propensión a mentir sobre cuestiones grandes y pequeñas.
Como
muestran muchas noticias, el rostro molesto que Kavanaugh presentó al
mundo la semana pasada no fue algo nuevo, provocado por las acusaciones
de abuso en el pasado. Los compañeros de sus días en Yale lo describen
como un bebedor que se tornaba agresivo incluso desde entonces. Su
memorando a Ken Starr mientras ayudaba a acosar a Bill Clinton —en el
que declaró: “Es nuestro trabajo hacer que su patrón de comportamiento
repugnante quede claro”— demuestra no solo ira, sino también cinismo.
Además,
Kavanaugh, al igual que Trump, todavía tiene el hábito de embellecer su
historial académico después de todos estos años, pues declara que
ingresó a Yale a pesar de no “tener conexiones”. Más bien, fue un
estudiante admitido a dicha institución debido a que su abuelo estudió
ahí.
De hecho, mi hipótesis es que sus raíces privilegiadas son justamente la causa de su gran malestar.
Durante
la época en la que estuve en Yale pasé la mayor parte del tiempo con
ratones de biblioteca, pero también me encontré con gente como Kavanaugh
—hijos del privilegio para quienes la fiesta era interminable y que
contaban con sus conexiones para aislarlos de las consecuencias de sus
actos, incluido el comportamiento abusivo hacia las mujeres—. Ese tipo
de privilegio de élite todavía prevalece.
No
obstante, se trata de un privilegio bajo asedio. Una sociedad cada vez
más diversa ya no acepta el derecho conferido por Dios a los hombres
blancos de las familias correctas para que dicten cómo deben ser las
cosas, y una sociedad con muchas mujeres empoderadas y educadas por fin
está rechazando el derecho de pernada que alguna vez se les otorgó a los
hombres poderosos.
Nada
hace enojar más a un hombre acostumbrado al privilegio que la
posibilidad de perder parte del mismo, en especial si viene acompañada
de la sugerencia de que la gente como él debe someterse a las mismas
reglas que el resto de nosotros.
Así
que lo que vimos la semana pasada fue un atisbo del alma del trumpismo.
No se trata de “populismo”, sería difícil encontrar a otro juez tan
adverso a los trabajadores como Brett Kavanaugh. Más bien, tiene que ver
con la rabia de los hombres blancos, tanto de la clase alta como de la
trabajadora, que ven amenazada su condición privilegiada. Esa rabia
puede destruir el Estados Unidos que conocemos.
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