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Un nacionalismo internacional para una geopolítica multipolar
por Camilla Scarpa
– Resumen: Este artículo tiene como objetivo analizar los elementos que
favorecen el ascenso de una gran potencia y las relaciones de ésta con
los cambios que tienen lugar en el escenario internacional, cambios que
favorecen el programa político y económico de la potencia hegemónica
para los otros estados. Por otra parte,
también tiene como objetivo comprender si el grupo de estados definido
como los BRICS, y especialmente Brasil, tiene la oportunidad de cambiar,
aunque sea parcialmente, el núcleo dinámico del sistema político y de
la economía, teniendo en cuenta la crisis internacional que ha golpeado a
los estados industrializados. En conclusión, admitiendo la existencia
de esta posibilidad, el ensayo tiene como objetivo comprender qué
herramientas pueden contribuir a la transformación sistémica, y a
contrarrestar la supremacía tradicional del hemisferio norte.
Introducción: teoría y práctica de la nueva geopolítica multipolar
Aunque la posibilidad concreta,
racional, de un equilibrio geopolítico diferente del unipolar
(resultante de la victoria del bloque occidental sobre el oriental, o
viceversa), y del bipolar (basado en el equilibrio entre el bloque
oriental y el occidental, que luego se fue concretando de alguna manera
durante la guerra fría), ya haya sido apuntada por Carl Schmitt en “El
nuevo nomos de la tierra” [1], e incluso señalada por Kant al final del setecientos [2]
en clave cosmopolita, sólo en los últimos años, tras el colapso del
muro de Berlín y el final de la fase “bipolar”, asistimos a la primera
manifestación embrionaria de la geopolítica multipolar.
Un paréntesis económico: el liberalismo como motor de una nueva geopolítica
De manera significativa, pero también
un poco paradójicamente, uno de los factores que ha estimulado y
acelerado el surgimiento de bloques geopolíticos autónomos ha sido el
liberalismo económico de matriz occidental y especialmente
norteamericano: de hecho, dando por sentado aquellos bloques cuya
homogeneidad histórica, filosófica, cultural y política es secular, si
no milenaria, como Europa, Norteamérica y el bloque soviético, cuya
homogeneidad, sin embargo, tiene historias y vicisitudes diferentes (la
homogeneidad cultural de Estados Unidos, por ejemplo, es “inducida” e
históricamente reciente, la europea es culturalmente antigua pero
políticamente cada vez más frágil, la soviética es a la vez histórica y
reforzada por la federación política que era la URSS, después sujeta a
un deslizamiento momentáneo, y ahora en pleno “renacimiento”), los
“nuevos bloques” con frecuencia coinciden con los denominados “países en
desarrollo”, en crecimiento económico casi vertical: América
centro-meridional (reunidos en 2008 en la UNASUR y comercialmente en el
MERCOSUR), el bloque que gravita en torno a la India, Japón, el africano
(reunido en la Unión Africana desde 2002, que entre otras cosas se ha
expresado hace poco de modo justificadamente negativo respecto al
sistema de justicia penal internacional sustancialmente pro-occidental),
y el polo chino si, como parece razonable, se lo considera autónomo
respecto a Rusia como resultado de las divergencias del período
pos-estalinista, y a pesar del proceso de normalización de los años 80 y
de nuestros días.
Schmitt y D’Ors: grandes espacios, geopolítica y geodierética
Los requisitos que Carl Schmitt
identificó para los “grandes espacios independientes” eran – y siguen
siendo, en la experiencia práctica – su delimitación racional y su
homogeneidad interna.
El aspecto del pensamiento de Schmitt
centrado en la teoría de los “grandes espacios” (por otra parte
considerada por algunos la base de la teoría nazi del Lebensraum),
será luego desarrollado, con una cierta creatividad e incluso con una
fundamental dicotomía interpretativa relativa al papel que ha de
atribuirse al Estado, por uno de sus discípulos, Alvaro d’Ors, en una
obra titulada significativamente “Derecho y sentido común” [3].
D’Ors incluso acuñó el término “geodierética” para indicar el simple
reparto de la tierra entre la comunidad, contrapuesto a la geopolítica,
que presupone la existencia de la institución-estado. Para D’Ors “la
separación de los territorios es algo natural, mientras no lo es el
proyecto de un orden mundial como si toda la tierra fuese un único
territorio bajo el dominio de un solo pueblo. […] Estos “grandes
espacios”, entre los que se puede dividir el mundo, están determinados
por razones geográficas y geopolíticas, y constituyen agrupaciones que
no son comunidades propiamente dichas, ni grupos de naturaleza social,
en cuanto que no depende de una voluntad contractual, sino de
condicionamientos factuales difícilmente eludibles”.
Los grandes espacios, según el mismo
autor, pueden ponerse de acuerdo para el mantenimiento de la paz, pero
son adversarios por su propia naturaleza, porque tienen la intrínseca
tendencia a expandirse en detrimento de los otros. Por el contrario,
entre las comunidades que conforman los anchos espacios son posibles los
cambios de las relaciones sociales.
Perfiles jurídicos de las relaciones recíprocas entre los grandes espacios: la anexión
Esta tendencia natural a expandirse,
por otra parte ya propia de los estados-nación tradicionales, tiene como
consecuencia igualmente natural la anexión de territorios
pertenecientes a otros estados (en el pasado y todavía hoy en día) y a
otros bloques (¿en el futuro?).
La anexión, en el derecho
internacional, es uno de los modos de adquisición de la soberanía
territorial, que por otra parte responde al principio de efectividad “ex
facto oritur jus”, así que reafirma la prioridad cronológica y lógica
del hecho de la conquista de un territorio y de la consiguiente
expresión plena del poder de gobierno sobre el territorio conquistado
con respecto a su régimen jurídico, con el debido respeto a los juristas
que creen prescindir totalmente de la dimensión factual
político-militar. De ello es un ejemplo paradigmático el caso de
Alsacia-Lorena, territorio históricamente disputado entre Alemania y
Francia, que G.K. Chesterton [4]
erige como ejemplo de una política de anexiones indiscriminadas, del
que es preso entre el ochocientos y el novecientos, y que debería haber
sido reprimida de manera ejemplar, a fin de constituir una advertencia
para todos los actores internacionales.
Esta política, propia no sólo de
Alemania sino de todas las grandes potencias, inspirada por un “nuevo”
imperialismo no sólo político sino también cultural, es tanto más
perniciosa, según el autor, cuanto más busca justificaciones a
posteriori para sus conquistas, en este caso específico a través de la
presencia de una nutrida – y oportunamente inflada y exagerada – minoría
de habla alemana en los territorios en cuestión.
G. K. Chesterton y una nueva forma de imperialismo…
Poco importa que el augurio concreto
de Chesterton, es decir, la pronta restitución de los territorios a
Francia (reclamada con fuerza por Clemenceau), se haya realizado
después, puesto que las grandes potencias en cuestión no aprovecharon la
ocasión para aprender la lección, y otra cuestión de minorías étnicas y
lingüísticas, la de los Sudetes, encendió la mecha de la Segunda guerra
Mundial.
Este imperialismo, que era un síntoma
“nuevo”, según Chesterton, en el momento de la Primera Guerra Mundial,
para los contemporáneos es muy “viejo” y no ha hecho sino empeorar en el
último siglo, haciéndose cada vez más omnicomprensivo y total.
El objetivo de mi presentación es,
por lo tanto, el de señalar algunos elementos de reflexión un tanto
modernos en la obra de Chesterton, precediendo en casi un siglo una
cierta aproximación político-ideológica neo-nacionalista que hoy parece
revolucionaria, tanto como hace un siglo lo parecía el enfoque
internacionalista, aunque sólo sea porque está en contraste con el
enfoque de las últimas décadas.
El punto más significativo, en mi
opinión, tiene que ver con lo que concierne al imperialismo cultural y a
la diferencia entre multipolaridad y globalización. Chesterton, en su
primera novela, “El Napoleón de Notting Hill” [5],
hace decir al orgulloso ex primer ministro de Nicaragua, en el exilio
en Londres: “Es esto lo que denuncio de vuestro cosmopolitismo. Cuando
decís querer la unión de todas los pueblos, en realidad queréis que
todos los pueblos se unan para aprender lo que vuestro pueblo sabe
hacer”. A esta síntesis perfecta del concepto de imperialismo cultural,
el inglés adoctrinado pero no carente de inteligencia, Barker, responde
que Inglaterra se ha deshecho de las supersticiones, y que “La
superstición de la gran nacionalidad es negativa, pero la superstición
de la pequeña nacionalidad es peor. La superstición de adorar el propio
país es negativa, pero la superstición de reverenciar el país de otra
persona es peor. […] La superstición de la monarquía es negativa, pero
la superstición de la democracia es la peor de todas” [6],
reafirmando así la superioridad de su propia nación sobre las demás. Y
una parecida actitud, que probablemente se inspira en los
acontecimientos de la Guerra Anglo-Boer, no puede no recordarnos hoy la
pretensión estadounidense de “Exportar la libertad”, para usar una
fórmula de Luciano Canfora, y las posteriores empresas desastrosas en el
Medio Oriente y en Somalia en los años noventa y dos mil.
La actitud es directamente especular a
la de Barker, pero igualmente condenable: en “la irritante
Internacional” Chesterton condena enérgicamente el “buenismo” que
subyace en ciertas posiciones humanitaristas pacifistas, que tienden a
dejar pasar en silencio los “pecados” tanto de las grandes potencias
como de los que, de vez en cuando, son los “extranjeros”, antes que a
ser transparentes acerca de los errores de todos los estados. Y también
este tipo de posiciones, que parecen alabar el “mito del buen salvaje”,
no está exento de correspondencias en la política contemporánea,
especialmente de izquierda, los últimos veinte años.
La conclusión, sólo aparentemente
paradójica, es que sustancialmente el imperialismo cultural ha causado
más daño que el nacionalismo más obtuso en las relaciones
internacionales pacíficas: el extranjero, en nuestra perspectiva
distorsionada, tiene el derecho de excluirnos de su universalidad, pero
no tiene derecho a incluirnos en sus generalizaciones, no más de lo que
tiene derecho a invadirnos o conquistarnos, y de hecho, la manifestación
de pensamiento que se concreta en una invasión es aquí de veras,
paradójicamente, la que encuentra más fácilmente justificación,
ideológica y política, si no hasta jurídica.
A una determinada parte política le
resulta más fácil, de hecho, justificar “al zelote” (en el sentido
bíblico, pero también en el de Toynbee[7]),
el ultra-ortodoxo de cualquier fe o partido que muere para defender su
propio ideal, antes que al “fariseo” que media, alcanza un compromiso,
abre la mente al otro. La facción contraria, por el contrario, ensalza
completamente al que se olvida por completo de las propias raíces,
adhiriéndose de vez en cuando a las de otros sin espíritu crítico y
discernimiento.
… y la reacción al nuevo imperialismo: un nacionalismo internacional
La perspectiva sugerida por Chesterton para superar este impasse
es la de un “nacionalismo internacional”, en lugar de un
internacionalismo nacional fracasado en los años veinte del novecientos,
así como “neutralizado” en lo esencial hoy en día, a pesar de la
proliferación de ONGs y de teorías acerca de su papel en la formación de
una supuesta “sociedad civil internacional” de filósofos y juristas
(incluso prominentes y por lo demás interesantes) [8].
Entendiéndose que una fórmula similar, antes de ser ratificada, se debe
llenar de contenido “constructivo” más que “destructivo” – en el
sentido dialéctico socrático de los términos, se entiende –, parece que
esta perspectiva puede anticipar a aquella contemporánea compartida por
un vasto movimiento de opinión que va desde la obra reciente de
Aleksandr Dugin a la de una cierta “nueva derecha” francesa, como la de
Alain de Benoist [9],
pero no debería estar en fin tampoco demasiado lejana incluso de una
cierta escuela de la izquierda (neo)gramsciana, como es re-interpretada y
popularizada en Italia por Diego Fusaro [10].
El nacionalismo internacional y su corolario, la teoría de las pequeñas patrias
Y también lo que es uno de los hilos
rojos del “Napoleón” de Chesterton, así como una especie de corolario de
la antedicha reflexión crítica sobre el internacionalismo “forzoso” (es
decir, sobre lo que ahora llamamos globalización), merece alguna
consideración, precisamente porque constituye, en los último veinte
años, un tema de estudio políticamente transversal: me refiero a la
llamada “teoría de las pequeñas patrias” cara a Hilaire Belloc, el amigo
de Chesterton al que no por casualidad está dedicado el “Napoleón”.
A este orden de ideas – que a veces
raya en el localismo más particularista, a pesar de, o por la voluntad
de los mismos autores -, se refieren en efecto expresamente tanto
autores de la escuela neomarxista (especialmente la de Bari), como
Franco Cassano [11], como intelectuales de varios ámbitos de la derecha, como Marcello Veneziani [12] y Pietrangelo Buttafuoco [13].
Este sentimiento, no muy diferente al
de la Europa medieval y sobre todo al de la Italia comunal, se ha
reavivado después de la oleada de globalización de las últimas décadas, y
encuentra su espacio también en el ordenamiento jurídico: en su
dimensión “unitaria” con el principio de subsidiariedad [14]
especialmente vertical (codificado en nuestra Constitución en el art.
118, así como en los tratados europeos), y en aquel “disgregador” con la
renovación de las pretensiones secesionistas que a menudo querrían
elevarse a derechos, no sólo en Italia, sino también en el extranjero
(por ejemplo, Cataluña, Escocia, Quebec…).
No por casualidad, cabe señalar,
Gianfranco Miglio, en el lejano 1972, se encargó de una edición de
“Categorie del politico” de Schmitt [15],
aunque llegando a conclusiones diferentes con respecto al destino del
Estado moderno: Miglio, de hecho, creyó que el Estado-nación
tradicionalmente entendido llegó a su fin, y que con el derrumbamiento
del muro de Berlín y el fin de la europaeum jus publicum habíamos
entrado en una fase de transición después de la cual se habrían
realizado equilibrios políticos diversos, centrados en diversas formas
de comunidad “neofederal”.
Prescindiendo de la estructura
definitiva de la comunidad de Miglio, similar a la medieval, y, sobre
todo prescindiendo de las interpretaciones y de las derivas banalizantes
que han dado algunas fuerzas políticas, lo que queremos destacar aquí
es, una vez más, el vínculo entre lo “infinitamente pequeño” (las
pequeñas patrias), y lo “infinitamente grande” (el nacionalismo).
Conclusión: multipolaridad contra globalización, ¿retorno al futuro?
La multipolaridad, como sea que la
declinen sus autores, debería ser por tanto en esto diferente de la
globalización que le ha precedido: no pretender que el individuo cercene
sus raíces para convertirse inmediatamente en un “ciudadano del mundo”,
sino más bien sugerir que lo sea sólo mediatamente, a través de la
ciudadanía – o mejor, de la pertenencia – a su nación o su bloque, y a
la valorización de las tradiciones culturales también regionales y
locales.
En este sentido, y sólo en este
sentido, pueden definirse “conservadoras” o, más exactamente,
“tradicionalistas”, las posiciones de autores como Dugin [16];
y no es por casualidad tampoco esta vez, que en los últimos treinta
años haya vuelto a aparecer aquí y allá, tanto como argumento de
estudios históricos [17],
como por ideal político de referencia, la fórmula sólo aparentemente
contradictoria y provocativa de la “revolución conservadora”.
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