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Líbano: los entretelones de la crisis bancaria del siglo, por Thierry Meyssan
- Los “tres presidentes” del Líbano: al centro, el general Michel Aoun, presidente de la República (cristiano); a la derecha, el presidente del gobierno interino, Saad Hariri (sunnita); a la izquierda, el presidente del parlamento, Nabih Berri (chiita). El Líbano no es una democracia basada en el equilibrio entre el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial sino un sistema de carácter confesional basado en 17 comunidades religiosas. La extrema complejidad de ese sistema garantiza la supervivencia de señores de la guerra y la preservación de la influencia extranjera sobre el país. Durante la terrible guerra civil libanesa, Michel Aoun fue el principal jefe cristiano, Nabih Berri era el jefe del grupo chiita Amal y Saad Hariri es el sucesor de su padre, Rafic Hariri, quien reinó sobre el Líbano después de la guerra civil, en nombre de Arabia Saudita y de Francia.
A la luz del derecho, este control del cambio es ilegal ya que no ha sido avalado por el parlamento. Varias grandes empresas ya están llevando el asunto ante los tribunales. Las importaciones de productos como el trigo, el petróleo y los medicamentos están paralizadas mientras que numerosos sectores están en recesión.
La deuda pública libanesa se eleva al 154% del PIB. En solo 3 meses, la libra libanesa se desplomó a la mitad de su valor anterior arrastrando en su caída la libra siria, ya afectada durante la guerra por las falsificaciones provenientes de Arabia Saudita y de Qatar.
Las causas de la crisis
A causa de esta crisis financiera, el parlamento libanés adoptó una nueva tasa, que provocó las manifestaciones que han venido paralizando el país desde el 17 de octubre de 2019. Todo parece indicar que esa crisis se origina en una estafa de proporciones colosales orquestada por los dirigentes políticos del país a través del banco central.
En este punto se hace necesario recurrir a la historia del Líbano.
La realidad es que, desde su fundación, durante la Segunda Guerra Mundial, el Líbano no ha sido nunca un Estado independiente. Francia instauró en Líbano un sistema confesional que le permitió a París conservar su influencia después de la descolonización, privando a los libaneses de una vida política propiamente nacional. El intento del secretario de Estado Henry Kissinger de arreglar el problema israelí convirtiendo el Líbano en patria de los árabes palestinos fracasó y condujo a una guerra civil que duró de 1975 a 1989. La paz saudita impuesta por los acuerdos de Taif, en 1989, restauró el régimen confesional y extendió las cuotas de representación de cada comunidad a todos los empleos públicos. La comunidad internacional validó la presencia militar siria en Líbano, desde 1989 hasta 2005, pero los problemas del país no fueron resueltos.
El ex primer ministro Rafic Hariri dirigió el gobierno en dos ocasiones –desde 1992 hasta 1998 y desde el año 2000 hasta 2004–, saqueó el país espoliando a 55 000 familias y utilizó el tesoro nacional como su fortuna personal –al final de su vida, Rafic Hariri se había echado en el bolsillo 16 000 millones de dólares. En virtud de los acuerdos de Taif, Rafic Hariri, como representante de la familia real de Arabia Saudita, estaba bajo la protección de la fuerza de paz siria, desplegada en Líbano para poner fin a la guerra civil. Cuando fue asesinado, se descubrió que Hariri había comprado a las dos personalidades sirias encargadas de supervisar el mantenimiento de la paz en Líbano: el jefe de los servicios de inteligencia Ghazi Kanaan y el vicepresidente sirio Abdel Halim Khaddam. Ghazi Kanaan se suicidó y el vicepresidente Abdel Halim Khaddam huyó a Francia, donde se alió a la Hermandad Musulmana y se dedicó a preparar el derrocamiento del presidente sirio Bachar al-Assad.
En 2005, la fuerza de paz siria se retiró bruscamente a pedido de la población, que la veía como un recuerdo de los crímenes que los propios libaneses habían cometido durante la guerra civil y le achacaban erróneamente el asesinato del ex primer ministro Rafic Hariri. De 2006 a 2014, o sea durante el periodo de vacío del poder y la posterior presidencia de Michel Sleimane –protegido principalmente por Qatar y en segundo lugar por Francia–, los dirigentes políticos libaneses no establecieron ningún registro contable. Líbano y Arabia Saudita fueron los dos únicos países del mundo que no contaban con un presupuesto oficial. Hoy en día es materialmente imposible determinar qué impuestos se cobraron, qué ayudas internacionales llegaron al Líbano ni cuánto gastó el país.
Durante todo este tiempo, el director del banco central, Riad Salamé, instauró un Esquema Ponzy (un sistema piramidal) comparable al de Bernard Madoff, pero en beneficio personal de los dirigentes políticos. Los depósitos en dólares percibían intereses dos veces más elevados que en otros países, pero esos intereses se pagaban con el dinero de los depósitos que hacían los nuevos clientes. Con el visto bueno de Estados Unidos, los bancos privados aceptaron “lavar” el dinero sucio de los cárteles sudamericanos de la droga mientras que un banco estadounidense compraba un tercio del capital de los principales bancos libaneses. Cuando un gran cliente retiró su dinero todo el sistema se tambaleó. Pero los dirigentes políticos tuvieron tiempo de transferir su botín al extranjero antes del derrumbe total. Por ejemplo, en octubre de este año 2019, el ex primer ministro Fouad Siniora rompió todos los records al sustraer entre 6 000 y 8 000 millones de dólares indebidamente adquiridos.
Ante la envergadura del desastre, el jefe del gobierno interino, Saad Hariri –legalmente hijo de Rafic Hariri– solicitó a la Unión Europea que adelantara al Líbano la entrega de 1 000 millones de dólares. Después, escribió a Arabia Saudita, China, Egipto, Estados Unidos, Francia, Italia, Rusia y Turquía solicitándoles que aceptaran el papel de garantes de las sumas no pagadas para poder importar productos de primera necesidad, comprometiéndose a devolver ese dinero en cuanto se levante el control del cambio. En respuesta, los principales países comprometidos en el salvataje de la economía libanesa se reunieron el 11 de diciembre en París. En la mañana de ese día analizaron a puertas cerradas el interés político que podía tener para ellos salvar el Líbano o dejarlo hundirse. Durante la tarde recibieron una delegación libanesa y establecieron como condición previa a cualquier ayuda la formación de un nuevo gobierno prooccidental y la imposición de un control eficaz del uso de todo nuevo fondo.
En rechazo a un nuevo tutelaje extranjero sobre el país, peticiones libanesas fueron enviadas a los donantes extranjeros para convencerlos de no entregar fondos al banco central mientras no se haya determinado con precisión el origen de la crisis.
El presidente del gobierno, el sunnita Saad Hariri, se dirigió entonces al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial, pero ambas instituciones pusieron inmediatamente en duda la veracidad del balance presentado por el banco central libanés y la honestidad de su director, Riad Salamé, quien hasta ese momento había sido considerado un banquero ejemplar.
Este recuento histórico muestra que el Hezbollah no es responsable de la crisis, aunque la prensa occidental afirme lo contrario. También es importante señalar que, aunque el Hezbollah cobra el zakat (una donación musulmana) a los traficantes de droga del valle de la Bekaa y a la diáspora chiita en Latinoamérica, ese movimiento siempre ha sido contrario a los cultivos destinados a la producción de droga. Cuando llegó al gobierno, el Hezbollah propuso e instauró programas de ayuda social para que los agricultores tuviesen la posibilidad de dedicarse a otros tipos de cultivos. También hay que subrayar que la mayor parte del dinero sucio libanés no proviene de cultivos locales dedicados a la producción de droga sino del lavado de los ingresos de los cárteles sudamericanos y que ese lavado de dinero de la droga proveniente de Sudamérica fue instituido… por Estados Unidos y que quienes se enriquecían con él eran los banqueros libaneses, principalmente cristianos y sunnitas.
Este recordatorio pone de relieve la aparente estabilidad que había vivido el Líbano desde la elección del actual presidente de la República, el cristiano Michel Aoun. Anteriormente –de 2005 a 2016–, el Líbano nunca había logrado cubrir simultáneamente los tres cargos fundamentales del país: la presidencia de la República (reservada a un cristiano), la presidencia del gobierno (reservada a un musulmán sunnita) y la presidencia del parlamente unicameral y del Consejo Constitucional (reservada a un musulmán chiita).
Impacto de la crisis
Las medidas de control de cambio, destinadas a detener la fuga de capitales, han provocado el derrumbe de la economía. En los 3 últimos meses, al menos un 10% de las empresas libanesas se han declarado en quiebra y la mayoría de las demás han tenido que reducir sus horarios de trabajo para disminuir sus gastos en salarios sin tener que recurrir a los despidos. Las fundaciones caritativas están entre las instituciones más afectadas, de manera que todo el sector de ayuda a la población más desfavorecida está en crisis. Por su parte, los trabajadores extranjeros, sobre todo los domésticos provenientes de Asia –pagados en libras libaneses– han perdido la mitad del dinero que antes enviaban a sus familias en sus países, miles de ellos ya han abandonado el Líbano.
Todos han notado el alto nivel de coordinación de las manifestaciones iniciadas el 17 de octubre. Los agitadores están permanentemente en contacto telefónico con un misterioso “cuartel general”. Los eslóganes son exactamente los mismos en todo el país y en todas las comunidades, lo cual ofrece a los manifestantes una ilusoria sensación de que han acabado con el sistema confesional. El hecho que la Corriente Patriótica Libre (CPL), haya sido designada como blanco principal del movimiento hace pensar que el movimiento de protesta apunta contra el líder de ese partido, el presidente de la República, Michel Aoun.
Estados Unidos mantiene una posición ambigua. Por un lado, la USAID suspendió la entrega al ejército libanés de una subvención de 115 millones de dólares destinada a la compra de equipamiento militar, pero el secretario de Estado Mike Pompeo finalmente desbloqueó esa suma. El ex embajador de Estados Unidos en Líbano, Jeffrey Feltman, se presentó ante el Congreso para declarar verbalmente lo que había escrito, que todo «americano» tiene la obligación de luchar contra la alianza conformada por Irán, el Hezbollah y la Corriente Patriótica Libre y la Casa Blanca.
Una propuesta para nombrar presidente del gobierno al hombre de negocios Samir Khatib recibió el rechazo del gran muftí. En Líbano, el presidente de la República (cristiano) tiene que contar con el aval del patriarca de los cristianos maronitas, el presidente del gobierno (sunnita) debe obtener el apoyo del gran muftí y el presidente del parlamento (chiita) tiene que contar con el respaldo de los mollahs. Después de obtener el visto de sus respectivas comunidades religiosas, las nominaciones a esos cargos se someten a la confirmación del parlamento unicameral. Por su parte, las falanges maronitas (Kataeb) propusieron al diplomático y magistrado Nawaf Salam como nuevo presidente de la República. En todo caso, el muftí es favorable a una nueva designación del aún presidente del gobierno Saad Hariri, pero a la cabeza de un gobierno de tecnócratas que serían designados por “los tres presidentes”.
Acusada de malversación, alegación que ha desmentido, la Corriente Patriótica Libre, el partido del presidente de la República, ya anunció que no participará en el próximo gobierno, decisión que toma para evitar que le atribuyan –bajo la acusación de tratar de encubrir desvíos de fondos– los problemas que inevitablemente comenzarán a aparecer.
Los enfrentamientos registrados en Beirut el 14 de diciembre ilustran la confusión que caracteriza toda esta agitación. Ese día, al iniciarse la tarde, jóvenes chiitas de los movimientos Hezbollah y Amal agredieron varios grupos vinculados al multimillonario estadounidenses George Soros que habían instalado tiendas de campaña en el centro de la capital. Un poco después, otros jóvenes, miembros de los grupos anteriormente atacados, trataban de invadir la sede del parlamento para proclamar allí «la revolución de color», como ya ha sucedido hace años en Serbia, en Georgia y en otros países. El centenar de personas heridas –incluyendo a varios agentes de las fuerzas del orden– trae a la memoria de los libaneses el angustioso recuerdo de los años de guerra civil. El hecho que la prensa hable tanto de los heridos libaneses, sin decir nada sobre los muertos en Palestina, dice mucho sobre el verdadero nivel de violencia.
¿Cómo salir de la crisis?
Aunque las exigencias de los manifestantes sugieren lo contrario, el hecho es que no hay políticos libaneses limpios. El sistema no lo permite. Como mínimo, todo político libanés ha robado en algún momento, en el mejor de los casos para ayudar a su comunidad, en el peor en aras de su enriquecimiento personal. El Líbano es uno de los pocos países del mundo donde aparecen multimillonarios de un día para otro sin que nadie sepa de dónde vienen sus fortunas. Por consiguiente, no es posible apartar a todos los políticos y la mejor opción es apoyarse en los que robaron para ayudar a su comunidad, estimulándolos a que trabajen para toda la Nación, y meter en la cárcel a los que roban para enriquecerse.
Los problemas del Líbano son directamente imputables a los propios libaneses que han venido aceptando, desde hace 76 años, un sistema constitucional incomprensible y que han preferido luchar por sus comunidades respectivas, en vez de luchar por el país en general. Los libaneses siguen sin haber resuelto el trauma de la guerra civil y siguen viendo a los “señores de la guerra” tradicionales como únicos garantes de la seguridad de su comunidad frente a la eventual agresión de las demás comunidades.
Los problemas del Líbano sólo pueden resolverse con un cambio de Constitución y con la adopción de un sistema verdaderamente democrático, lo cual implicaría que todos los libaneses –dejando de lado las diferencias confesionales– reconocieran a la personalidad más legítima para dirigir el país… sin importar su creencia religiosa. Dado el papel determinante que ya ha sabido desempeñar dirigiendo la resistencia libanesa frente al invasor israelí, ese reconocimiento tendría que ir indudablemente al líder del Hezbollah, Hassan Nasrallah, si los libaneses son capaces de confiar en que no los traicione en beneficio de los iraníes.
Por el momento, es imposible cambiar la Constitución libanesa. Los actuales parlamentarios, que serían masivamente expulsados de la escena política, están demasiado interesados en conservar sus escaños y no se atreverán a realizar ese cambio. Un referéndum tampoco sería la solución ya que la corrupción está profundamente enraizada en la sociedad libanesa, incluyendo a los electores –un 45% de ellos confiesa haber recibido propuestas para comprar su voto. En el Líbano, los partidos políticos también son de carácter confesional y no son portadores de aspiraciones nacionales sino simples defensores de sus comunidades respectivas, en cuyo seno distribuyen prebendas.
La única posibilidad consiste en tratar de avanzar poco a poco, creando una administración fuerte y por consiguiente apartando de inmediato a los personajes más corruptos, como había propuesto el presidente del gobierno, Saad Hariri, antes de que los manifestantes acabaran negándole la posibilidad de intentarlo. Después, habría que apartar a los “señores de la guerra” surgidos de la guerra civil, si no demuestran antes que pueden ser realmente útiles al país.
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