Por Raoul Vaneigem
Francia ha ocupado y sigue ocupando un lugar especial en el imaginario colectivo de las revoluciones. Es el país donde por primera vez en la historia una revolución ha roto el inmovilismo y el oscurantismo que imponía el predominio de una economía basada esencialmente en la agricultura. Su victoria no significó el triunfo de la libertad, sólo marcó la victoria de una economía de libre comercio que, muy pronto, sofocó las aspiraciones a una verdadera libertad.
La verdadera libertad es la libertad vivida. Los filósofos de la Ilustración se habían dado cuenta de ello. Los Diderot, d’Holbach, Rousseau, Voltaire habían grabado esa evidencia en la memoria universal, y antes de ellos los principales pensadores del Renacimiento, Montaigne, La Boétie, Rabelais, Castellion (a quien se debe la frase «matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre»).
Aunque está presente en muchos países de Europa, la lucha por la libertad reviste en Francia una agudeza singular. Desde los siglos XI y XII las insurrecciones comunalistas se multiplican y se intensifican. Su objetivo es liberar a las ciudades de la tiranía de la clase aristocrática, cuyos ingresos provienen principalmente de los campesinos, de los siervos que trabajan sus tierras. Los nobles no tienen la intención de dejar escapar a su dominio a estos «municipios» que generan nuevas fuentes de ingresos. Artesanos, comerciantes, tejedores, pequeños productores son el fermento de un capitalismo naciente. Se enfrentan a la nobleza y al régimen feudal que obstaculizan su expansión.
Un rumor esparce su rastro de pólvora: «El aire de las ciudades nos hace libres. » Contribuirá a identificar a esta burguesía, cuyo nombre está tomado de burgo (ciudad), con un ideal de libertad, que es de hecho su ideología. Porque rápidamente resulta que esta burguesía ejerce a su vez una opresión sobre la clase de los trabajadores que explota despiadadamente, como atestigua el Lamento de las tejedoras de seda de Chrétien de Troyes (1135-1190).
Aunque la burguesía sigue creciendo en poder y oprimiendo a las clases trabajadoras, su lucha contra la arrogancia aristocrática mantiene — de buen grado o no — un espíritu de subversión y de reivindicación que perfora con temibles golpes el caparazón y las murallas del régimen de derecho divino, haciendo vacilar la ciudadela del poder aristocrático. Esto explica el carácter contradictorio de la revolución francesa de 1789: por una parte, el formidable auge de una libertad que se revela como el verdadero devenir de la humanidad; por otra parte, la terrible mistificación que consiste en reducir la libertad a la libre circulación de mercancías y personas, tratadas indistintamente como mercancías.
Después de decapitar a la monarquía de derecho divino, el libre comercio instaura una monarquía del lucro, aún más inhumana que el despotismo feudal. Girondines y jacobinos abren el camino a una forma de monarquismo desacralizado, a un bonapartismo en el que el progreso de la industrialización exige la esclavitud de la mayoría. En su línea se inscriben los dos regímenes que mejor ilustran la barbarie de nuestra historia: el nazismo, donde el hombre se convierte en puro objeto; el bolchevismo, donde, en nombre de la emancipación del hombre, el sueño comunista se convierte en pesadilla.
Entre la fascinación de estos dos extremos, el ideal político occidental perpetuó una forma edulcorada de jacobinismo que las conquistas de Napoleón habían implantado en toda Europa. Es una mezcla de burocracia tentacular y de teatro ciudadano donde progresismo y conservadurismo son objeto de una puesta en escena refinada al gusto del día. El pueblo insurgente ha de saber que si interrumpe el espectáculo entrando en él, sólo tendrá sitio como cadáver.
Ni dictadura absoluta ni expresión de la voluntad del pueblo, la rapacidad financiera ha engendrado un totalitarismo democrático.
Con la excepción de un gobierno efímero del pueblo por el pueblo, que la Comuna de París había intentado promover, el capitalismo nunca aflojó su control, sólo modernizó su dominio. Las luchas sociales han sido lo suficientemente eficaces para que los administradores de las ganancias arrojen algunas limosnas a los rebeldes pero insuficientes para que la amenaza de una erradicación total los haga temblar.
Al mismo tiempo que Robespierre hacía decapitar a Olympes de Gouges, que luchaba por los derechos de la mujer, la Revolución Francesa había promulgado en su famosa Declaración una versión formal de los Derechos humanos. El hecho de que estos derechos hayan sido y sigan siendo violados por la mayoría de los gobiernos les ha dado un espíritu de subversión que el Estado se ha apresurado en edulcorar e institucionalizar.
En la guerrilla llevada a cabo en Francia contra la ocupación nazi y sus numerosos colaboradores se constituye el Consejo de la Resistencia. Es el organismo encargado de dirigir y coordinar los diferentes movimientos insurgentes, incluidas todas las tendencias políticas. El Consejo está integrado por representantes de la prensa, los sindicatos y los partidos hostiles al gobierno de Vichy desde mediados de 1943. Su programa, adoptado en marzo de 1944, prevé un «plan de acción inmediato» (es decir, acciones de resistencia), pero incluye también una lista de reformas sociales y económicas que deben aplicarse tras la liberación del territorio.
No hay que engañarse. Estas reformas tienen por objeto evitar una conflagración revolucionaria, que es posible gracias al armamento de las facciones sediciosas. El Partido Comunista Francés se esforzó en romper las veleidades revolucionarias del pueblo armado y le entregará, para apaciguarlo, un conjunto de ventajas que se inscriben en la línea de la res publica surgida de la Primera República francesa. Esto constituyó para los franceses un «bien público» destinado a mejorar la existencia del mayor número posible de personas.
Estas medidas en materia de salud, de ayuda a la familia, de subsidios de desempleo, de protección de los trabajadores, de alimentación de calidad, de enseñanza para todas y todos, fueron adoptadas muy rápidamente por la mayoría de los países europeos. No existen ni en Chile ni en la mayor parte del mundo. Lo absurdo es que el Gobierno francés actual ve en esa ausencia, en ese vacío humanitario, un modelo a imitar, un objetivo a alcanzar, obedeciendo a las leyes mundiales del lucro.
Liquida los bienes sociales para revenderlos a los intereses privados, arruina los hospitales públicos, suprime los trenes, las escuelas, apoya la industria agroalimentaria que envenena los alimentos, desprecia a los ciudadanos imponiéndoles sus nocividades energéticas y burocráticas, incita a consumir más y más mientras aumenta el empobrecimiento. Sobre todo, aniquila las ganas y la alegría de vivir bajo el manto de una triste desesperación. El lucro marca en todas partes el ritmo macabro de una muerte rentabilizada.
Una respuesta inesperada vino espontáneamente tanto de Chile como de Francia. Es ahora un mismo pueblo que, más allá de las particularidades de la evolución histórica, se enfrenta a los mismos problemas, a las mismas cuestiones. Por lo demás, estos interrogantes que plantean la resistencia y la autoorganización insurreccionales, ¿acaso no se oyen propagarse por el mundo e interesar a los países más diversos?
En todas partes el pueblo toma conciencia de la vida que lleva en sí y de la muerte a la que lo condena el Estado, «el más frío de los monstruos fríos».
Mi percepción del movimiento de los Chalecos amarillos en Francia es una opinión personal. Es sólo un testimonio del que mi entusiasmo personal se ha apoderado. ¿Por qué? Porque no hay un día en el que, desde mi adolescencia, no haya aspirado a un cambio tan radical en el orden de las cosas. Cada una y cada uno es libre de buscar ente mis ideas para aprovechar lo que consideren pertinente y rechazar lo que no les conviene.
La aparición del movimiento informal y espontáneo de los Chalecos amarillos marcó el despertar de una conciencia a la vez social y existencial que no había salido de su letargo desde los acontecimientos de Mayo de 1968.
A pesar de haber fracasado en la ejecución del proyecto de autogestión de la vida cotidiana, la tendencia más radical del Movimiento de Ocupaciones de Mayo de 1968 podía sin embargo orgullecerse de haber contribuido a un auténtico cambio en las mentalidades y en los comportamientos. Una toma de conciencia, cuyos efectos apenas comienzan a concretarse hoy, ha marcado en la historia de la humanidad un punto de no retorno. Ha creado una situación que, a pesar de regresiones episódicas, no volverá nunca atrás; los hombres todavía no lo aceptan del todo, pero no hay una sola mujer que no esté convencida de ello.
El silencio de plomo conscientemente mantenido exige repetir incansablemente una verdad que el martillo de la mentira no rompe. La denuncia, por parte de los situacionistas, del estado de bienestar — del estado de bienestar consumista, de la felicidad vendida a temperamento — ha asestado un golpe mortal a virtudes y comportamientos impuestos desde milenios y que pasan por verdades inquebrantables : el poder jerárquico, el respeto a la autoridad, el patriarcado, el miedo y el desprecio a la mujer y a la naturaleza, la veneración al ejército, la obediencia religiosa e ideológica, la competencia, la competición, la depredación, el sacrificio, la necesidad del trabajo. Entonces surgió la idea de que la vida auténtica no podía confundirse con la supervivencia que reduce el destino de la mujer y del hombre al de una bestia de carga y una bestia de presa.
Esta radicalidad, se pensó que había desaparecido, barrida por las rivalidades internas, las luchas de poder, el sectarismo contestatario; se vio sofocada por el gobierno y por el Partido comunista, cuya última victoria fue esa, la de sofocar la rebelión. Sobre todo, la rebeldía fue devorada por la potente ola del consumismo triunfante, ese mismo consumismo que se está apagando ante la creciente pauperización.
Es necesario rendirle justicia a la colonización consumista: ha popularizado la desacralización de los valores antiguos más rápidamente que décadas de libre pensamiento. La farsa de una liberación, preconizada por el hedonismo de los supermercados, propagaba una abundancia y una diversidad de productos y de opciones que sólo tenían un inconveniente: el de pagar a la salida. De ahí nació un modelo de democracia en el que las ideologías se desvanecían en beneficio de candidatos cuya campaña promocional se llevaba a cabo con las técnicas publicitarias más eficientes. El clientelismo y el atractivo mórbido del poder terminaron por arruinar un pensamiento del que los gobiernos más recientes no temen en exhibir su aterradora decadencia.
¿En qué punto nos encontramos hoy? Francia nunca ha conocido un movimiento insurreccional tan persistente, tan innovador y tan festivo. Nunca se ha visto a tantas personas deshacerse de su individualismo, pasar por alto sus opciones religiosas, ideológicas, de carácter, rechazar a los jefes y a los dirigentes autoproclamados, rechazar el poder de los aparatos sindicales y políticos. Es un placer escuchar al Estado lamentar que los Chalecos amarillos no tengan responsables que puedan ser tomados por las orejas como conejos. El pueblo no lo ha olvidado: cada vez que una organización ha pretendido dirigir sus intereses, lo ha atrapado, lo ha engañado y lo ha aniquilado.
Las reivindicaciones corporativas han generado una ira que se ha generalizado porque, más allá de la barbarie represiva, del desprecio, de la provocación de un gobierno de estafadores, hacia lo que apuntan los Chalecos amarillos no es otra cosa que al sistema mundial que en nombre del beneficio saquea la vida y el planeta.
En la calle desfilan juntos conductores de tren, de autobús y de metro, abogados, basureros, bailarines de ópera, estudiantes, profesores, investigadores, forenses, una pequeña fracción de policías que rechazan la función de asesinos que sus jefes les asignan, los trabajadores de los sectores «gas y electricidad», los funcionarios encargados de los impuestos y las pequeñas y medianas empresas presa de la rapacidad de Hacienda, los bomberos, muy a menudo en primera línea en los enfrentamientos con los policías, los empleados de Radio France, el personal de los hospitales, donde los ahorros presupuestarios asesinan a pacientes demasiado pobres para pagar el hospital privado.
Vecinos que nunca se habían hablado se descubren redescubriendo la solidaridad. Al igual que en las operaciones de resistencia contra el nazismo, se asiste a un acoso sistemático de los «colaboradores». Los ministros, los notables y sus secuaces no abandonan sus guaridas sin correr el riesgo de sucumbir no bajo el fuego de armas mortíferas sino bajo los tomates del ridículo, de la burla y del humor corrosivo.
Se está produciendo una mutación en las insurrecciones nacionales e internacionales. A la fase de ira ciega, que se enfrenta directamente a la intransigencia del poder y de sus fuerzas armadas, debe suceder ahora una fase de ira lúcida capaz de socavar al Estado a la base. Se trata ahora de sustituir la legitimidad de la voluntad popular por la autoridad que el Estado usurpó por farsa electoral. Un Estado que hoy no es más que el instrumento de los intereses privados gestionados por las multinacionales.
Estamos presenciando un cambio de perspectiva formidable. La libertad finalmente devuelta a su autenticidad ha decidido aniquilar la economía de libre comercio, el cual se había inspirado antiguamente de ella de forma involuntaria y formal antes de estrangularla bajo el creciente peso de su tiranía económica. Es la venganza de la libertad vivida sobre las libertades del lucro.
La tierra de la que reivindicamos el libre disfrute no es una abstracción, no es una representación mítica. Es el lugar de nuestra existencia, es el pueblo, el barrio, la ciudad, la región donde luchamos contra un sistema económico y social que nos impide vivir en ella. Puesto que no tenemos nada más que esperar de las instancias estatales que la mentira y la porra, nos corresponde ahora «hacer nuestros asuntos» deshaciéndonos del mundo de los negocios.
Nos corresponde a nosotros sentar las bases sociales y existenciales de una sociedad que rompa el yugo de la destrucción rentabilizada. Tenemos la responsabilidad de invertir nuestra rabia y nuestra creatividad en comunas donde nuestra existencia se reinventa al calor de la generosidad y la solidaridad humanas. ¡No importa si se comete algún que otro error ! Es una tarea a largo plazo federar internacionalmente a un gran número de pequeñas comunidades que tengan la ventaja incomparable de actuar directamente en el entorno en el que están implantadas.
Dejemos de abordar nuestros problemas desde arriba. De las cumbres de la abstracción, sólo se vierten cifras que nos deshumanizan, nos transforman en objetos, nos reducen a mercancía. La política de masas siempre crea un caos que apela a la Orden Negra de la Muerte. Impidamos que el cielo de las ideas sea la negación de nuestras realidades vividas.
La verdad hace oír por doquier el canto de la vida. La dimensión humana es una calidad, no una cantidad. El individuo se convierte en colectivo cuando la poesía de uno solo irradia para todos.
Nuestro bien público es la tierra. Es nuestra verdadera patria y estamos decididos a expulsar a los invasores mercantiles que la mutilan, troceándola en cuotas de mercado. Nuestra libertad es una e indivisible.
Raoul Vaneigem
30 de enero de 2020
Traducido por: José Rupérez
Fuente (original en francés): La voie du jaguar
Francia ha ocupado y sigue ocupando un lugar especial en el imaginario colectivo de las revoluciones. Es el país donde por primera vez en la historia una revolución ha roto el inmovilismo y el oscurantismo que imponía el predominio de una economía basada esencialmente en la agricultura. Su victoria no significó el triunfo de la libertad, sólo marcó la victoria de una economía de libre comercio que, muy pronto, sofocó las aspiraciones a una verdadera libertad.
La verdadera libertad es la libertad vivida. Los filósofos de la Ilustración se habían dado cuenta de ello. Los Diderot, d’Holbach, Rousseau, Voltaire habían grabado esa evidencia en la memoria universal, y antes de ellos los principales pensadores del Renacimiento, Montaigne, La Boétie, Rabelais, Castellion (a quien se debe la frase «matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre»).
Aunque está presente en muchos países de Europa, la lucha por la libertad reviste en Francia una agudeza singular. Desde los siglos XI y XII las insurrecciones comunalistas se multiplican y se intensifican. Su objetivo es liberar a las ciudades de la tiranía de la clase aristocrática, cuyos ingresos provienen principalmente de los campesinos, de los siervos que trabajan sus tierras. Los nobles no tienen la intención de dejar escapar a su dominio a estos «municipios» que generan nuevas fuentes de ingresos. Artesanos, comerciantes, tejedores, pequeños productores son el fermento de un capitalismo naciente. Se enfrentan a la nobleza y al régimen feudal que obstaculizan su expansión.
Un rumor esparce su rastro de pólvora: «El aire de las ciudades nos hace libres. » Contribuirá a identificar a esta burguesía, cuyo nombre está tomado de burgo (ciudad), con un ideal de libertad, que es de hecho su ideología. Porque rápidamente resulta que esta burguesía ejerce a su vez una opresión sobre la clase de los trabajadores que explota despiadadamente, como atestigua el Lamento de las tejedoras de seda de Chrétien de Troyes (1135-1190).
Aunque la burguesía sigue creciendo en poder y oprimiendo a las clases trabajadoras, su lucha contra la arrogancia aristocrática mantiene — de buen grado o no — un espíritu de subversión y de reivindicación que perfora con temibles golpes el caparazón y las murallas del régimen de derecho divino, haciendo vacilar la ciudadela del poder aristocrático. Esto explica el carácter contradictorio de la revolución francesa de 1789: por una parte, el formidable auge de una libertad que se revela como el verdadero devenir de la humanidad; por otra parte, la terrible mistificación que consiste en reducir la libertad a la libre circulación de mercancías y personas, tratadas indistintamente como mercancías.
Después de decapitar a la monarquía de derecho divino, el libre comercio instaura una monarquía del lucro, aún más inhumana que el despotismo feudal. Girondines y jacobinos abren el camino a una forma de monarquismo desacralizado, a un bonapartismo en el que el progreso de la industrialización exige la esclavitud de la mayoría. En su línea se inscriben los dos regímenes que mejor ilustran la barbarie de nuestra historia: el nazismo, donde el hombre se convierte en puro objeto; el bolchevismo, donde, en nombre de la emancipación del hombre, el sueño comunista se convierte en pesadilla.
Entre la fascinación de estos dos extremos, el ideal político occidental perpetuó una forma edulcorada de jacobinismo que las conquistas de Napoleón habían implantado en toda Europa. Es una mezcla de burocracia tentacular y de teatro ciudadano donde progresismo y conservadurismo son objeto de una puesta en escena refinada al gusto del día. El pueblo insurgente ha de saber que si interrumpe el espectáculo entrando en él, sólo tendrá sitio como cadáver.
Ni dictadura absoluta ni expresión de la voluntad del pueblo, la rapacidad financiera ha engendrado un totalitarismo democrático.
Con la excepción de un gobierno efímero del pueblo por el pueblo, que la Comuna de París había intentado promover, el capitalismo nunca aflojó su control, sólo modernizó su dominio. Las luchas sociales han sido lo suficientemente eficaces para que los administradores de las ganancias arrojen algunas limosnas a los rebeldes pero insuficientes para que la amenaza de una erradicación total los haga temblar.
Al mismo tiempo que Robespierre hacía decapitar a Olympes de Gouges, que luchaba por los derechos de la mujer, la Revolución Francesa había promulgado en su famosa Declaración una versión formal de los Derechos humanos. El hecho de que estos derechos hayan sido y sigan siendo violados por la mayoría de los gobiernos les ha dado un espíritu de subversión que el Estado se ha apresurado en edulcorar e institucionalizar.
En la guerrilla llevada a cabo en Francia contra la ocupación nazi y sus numerosos colaboradores se constituye el Consejo de la Resistencia. Es el organismo encargado de dirigir y coordinar los diferentes movimientos insurgentes, incluidas todas las tendencias políticas. El Consejo está integrado por representantes de la prensa, los sindicatos y los partidos hostiles al gobierno de Vichy desde mediados de 1943. Su programa, adoptado en marzo de 1944, prevé un «plan de acción inmediato» (es decir, acciones de resistencia), pero incluye también una lista de reformas sociales y económicas que deben aplicarse tras la liberación del territorio.
No hay que engañarse. Estas reformas tienen por objeto evitar una conflagración revolucionaria, que es posible gracias al armamento de las facciones sediciosas. El Partido Comunista Francés se esforzó en romper las veleidades revolucionarias del pueblo armado y le entregará, para apaciguarlo, un conjunto de ventajas que se inscriben en la línea de la res publica surgida de la Primera República francesa. Esto constituyó para los franceses un «bien público» destinado a mejorar la existencia del mayor número posible de personas.
Estas medidas en materia de salud, de ayuda a la familia, de subsidios de desempleo, de protección de los trabajadores, de alimentación de calidad, de enseñanza para todas y todos, fueron adoptadas muy rápidamente por la mayoría de los países europeos. No existen ni en Chile ni en la mayor parte del mundo. Lo absurdo es que el Gobierno francés actual ve en esa ausencia, en ese vacío humanitario, un modelo a imitar, un objetivo a alcanzar, obedeciendo a las leyes mundiales del lucro.
Liquida los bienes sociales para revenderlos a los intereses privados, arruina los hospitales públicos, suprime los trenes, las escuelas, apoya la industria agroalimentaria que envenena los alimentos, desprecia a los ciudadanos imponiéndoles sus nocividades energéticas y burocráticas, incita a consumir más y más mientras aumenta el empobrecimiento. Sobre todo, aniquila las ganas y la alegría de vivir bajo el manto de una triste desesperación. El lucro marca en todas partes el ritmo macabro de una muerte rentabilizada.
Una respuesta inesperada vino espontáneamente tanto de Chile como de Francia. Es ahora un mismo pueblo que, más allá de las particularidades de la evolución histórica, se enfrenta a los mismos problemas, a las mismas cuestiones. Por lo demás, estos interrogantes que plantean la resistencia y la autoorganización insurreccionales, ¿acaso no se oyen propagarse por el mundo e interesar a los países más diversos?
En todas partes el pueblo toma conciencia de la vida que lleva en sí y de la muerte a la que lo condena el Estado, «el más frío de los monstruos fríos».
Mi percepción del movimiento de los Chalecos amarillos en Francia es una opinión personal. Es sólo un testimonio del que mi entusiasmo personal se ha apoderado. ¿Por qué? Porque no hay un día en el que, desde mi adolescencia, no haya aspirado a un cambio tan radical en el orden de las cosas. Cada una y cada uno es libre de buscar ente mis ideas para aprovechar lo que consideren pertinente y rechazar lo que no les conviene.
La aparición del movimiento informal y espontáneo de los Chalecos amarillos marcó el despertar de una conciencia a la vez social y existencial que no había salido de su letargo desde los acontecimientos de Mayo de 1968.
A pesar de haber fracasado en la ejecución del proyecto de autogestión de la vida cotidiana, la tendencia más radical del Movimiento de Ocupaciones de Mayo de 1968 podía sin embargo orgullecerse de haber contribuido a un auténtico cambio en las mentalidades y en los comportamientos. Una toma de conciencia, cuyos efectos apenas comienzan a concretarse hoy, ha marcado en la historia de la humanidad un punto de no retorno. Ha creado una situación que, a pesar de regresiones episódicas, no volverá nunca atrás; los hombres todavía no lo aceptan del todo, pero no hay una sola mujer que no esté convencida de ello.
El silencio de plomo conscientemente mantenido exige repetir incansablemente una verdad que el martillo de la mentira no rompe. La denuncia, por parte de los situacionistas, del estado de bienestar — del estado de bienestar consumista, de la felicidad vendida a temperamento — ha asestado un golpe mortal a virtudes y comportamientos impuestos desde milenios y que pasan por verdades inquebrantables : el poder jerárquico, el respeto a la autoridad, el patriarcado, el miedo y el desprecio a la mujer y a la naturaleza, la veneración al ejército, la obediencia religiosa e ideológica, la competencia, la competición, la depredación, el sacrificio, la necesidad del trabajo. Entonces surgió la idea de que la vida auténtica no podía confundirse con la supervivencia que reduce el destino de la mujer y del hombre al de una bestia de carga y una bestia de presa.
Esta radicalidad, se pensó que había desaparecido, barrida por las rivalidades internas, las luchas de poder, el sectarismo contestatario; se vio sofocada por el gobierno y por el Partido comunista, cuya última victoria fue esa, la de sofocar la rebelión. Sobre todo, la rebeldía fue devorada por la potente ola del consumismo triunfante, ese mismo consumismo que se está apagando ante la creciente pauperización.
Es necesario rendirle justicia a la colonización consumista: ha popularizado la desacralización de los valores antiguos más rápidamente que décadas de libre pensamiento. La farsa de una liberación, preconizada por el hedonismo de los supermercados, propagaba una abundancia y una diversidad de productos y de opciones que sólo tenían un inconveniente: el de pagar a la salida. De ahí nació un modelo de democracia en el que las ideologías se desvanecían en beneficio de candidatos cuya campaña promocional se llevaba a cabo con las técnicas publicitarias más eficientes. El clientelismo y el atractivo mórbido del poder terminaron por arruinar un pensamiento del que los gobiernos más recientes no temen en exhibir su aterradora decadencia.
¿En qué punto nos encontramos hoy? Francia nunca ha conocido un movimiento insurreccional tan persistente, tan innovador y tan festivo. Nunca se ha visto a tantas personas deshacerse de su individualismo, pasar por alto sus opciones religiosas, ideológicas, de carácter, rechazar a los jefes y a los dirigentes autoproclamados, rechazar el poder de los aparatos sindicales y políticos. Es un placer escuchar al Estado lamentar que los Chalecos amarillos no tengan responsables que puedan ser tomados por las orejas como conejos. El pueblo no lo ha olvidado: cada vez que una organización ha pretendido dirigir sus intereses, lo ha atrapado, lo ha engañado y lo ha aniquilado.
Las reivindicaciones corporativas han generado una ira que se ha generalizado porque, más allá de la barbarie represiva, del desprecio, de la provocación de un gobierno de estafadores, hacia lo que apuntan los Chalecos amarillos no es otra cosa que al sistema mundial que en nombre del beneficio saquea la vida y el planeta.
En la calle desfilan juntos conductores de tren, de autobús y de metro, abogados, basureros, bailarines de ópera, estudiantes, profesores, investigadores, forenses, una pequeña fracción de policías que rechazan la función de asesinos que sus jefes les asignan, los trabajadores de los sectores «gas y electricidad», los funcionarios encargados de los impuestos y las pequeñas y medianas empresas presa de la rapacidad de Hacienda, los bomberos, muy a menudo en primera línea en los enfrentamientos con los policías, los empleados de Radio France, el personal de los hospitales, donde los ahorros presupuestarios asesinan a pacientes demasiado pobres para pagar el hospital privado.
Vecinos que nunca se habían hablado se descubren redescubriendo la solidaridad. Al igual que en las operaciones de resistencia contra el nazismo, se asiste a un acoso sistemático de los «colaboradores». Los ministros, los notables y sus secuaces no abandonan sus guaridas sin correr el riesgo de sucumbir no bajo el fuego de armas mortíferas sino bajo los tomates del ridículo, de la burla y del humor corrosivo.
Se está produciendo una mutación en las insurrecciones nacionales e internacionales. A la fase de ira ciega, que se enfrenta directamente a la intransigencia del poder y de sus fuerzas armadas, debe suceder ahora una fase de ira lúcida capaz de socavar al Estado a la base. Se trata ahora de sustituir la legitimidad de la voluntad popular por la autoridad que el Estado usurpó por farsa electoral. Un Estado que hoy no es más que el instrumento de los intereses privados gestionados por las multinacionales.
Estamos presenciando un cambio de perspectiva formidable. La libertad finalmente devuelta a su autenticidad ha decidido aniquilar la economía de libre comercio, el cual se había inspirado antiguamente de ella de forma involuntaria y formal antes de estrangularla bajo el creciente peso de su tiranía económica. Es la venganza de la libertad vivida sobre las libertades del lucro.
La tierra de la que reivindicamos el libre disfrute no es una abstracción, no es una representación mítica. Es el lugar de nuestra existencia, es el pueblo, el barrio, la ciudad, la región donde luchamos contra un sistema económico y social que nos impide vivir en ella. Puesto que no tenemos nada más que esperar de las instancias estatales que la mentira y la porra, nos corresponde ahora «hacer nuestros asuntos» deshaciéndonos del mundo de los negocios.
Nos corresponde a nosotros sentar las bases sociales y existenciales de una sociedad que rompa el yugo de la destrucción rentabilizada. Tenemos la responsabilidad de invertir nuestra rabia y nuestra creatividad en comunas donde nuestra existencia se reinventa al calor de la generosidad y la solidaridad humanas. ¡No importa si se comete algún que otro error ! Es una tarea a largo plazo federar internacionalmente a un gran número de pequeñas comunidades que tengan la ventaja incomparable de actuar directamente en el entorno en el que están implantadas.
Dejemos de abordar nuestros problemas desde arriba. De las cumbres de la abstracción, sólo se vierten cifras que nos deshumanizan, nos transforman en objetos, nos reducen a mercancía. La política de masas siempre crea un caos que apela a la Orden Negra de la Muerte. Impidamos que el cielo de las ideas sea la negación de nuestras realidades vividas.
La verdad hace oír por doquier el canto de la vida. La dimensión humana es una calidad, no una cantidad. El individuo se convierte en colectivo cuando la poesía de uno solo irradia para todos.
Nuestro bien público es la tierra. Es nuestra verdadera patria y estamos decididos a expulsar a los invasores mercantiles que la mutilan, troceándola en cuotas de mercado. Nuestra libertad es una e indivisible.
Raoul Vaneigem
30 de enero de 2020
Traducido por: José Rupérez
Fuente (original en francés): La voie du jaguar
No hay comentarios.:
Publicar un comentario