El puente sobre el río Kwai que nunca existió | Cultura
Jacinto Antón
9-12 minutes
Si el puente de Remagen
ya no existe, el no menos célebre y legendario sobre el río Kwai que
todos tenemos en la cabeza —aderezado con los marciales silbidos de la Marcha del coronel Bogey— no existió nunca. Eso no quiere decir que no se lo pueda visitar. Ya sé que suena raro, pero así es.
El puente sobre el río Kwai, de la película de 1957 de David Lean del
mismo nombre, premiada con siete Oscar es, en realidad, una ficción
imaginada por el autor de la novela en que está basado el filme, el
francés Pierre Boulle. Nunca hubo tal puente en concreto, objeto de la
pugna entre el coronel japonés Saito y el testarudo teniente coronel
británico Nicholson. Pero el deseo de los muchos admiradores de esa
película, una de las mejores del cine bélico de todos los tiempos,
consiguió materializar el puente. Sobre el río Kwai (Khwae en tailandés)
no se conservaba ninguno que pudiera identificarse plenamente con el
cinematográfico, en cuya búsqueda iban los viajeros, lo que indicaba que
ahí había negocio, así que en un notable ejercicio de empirismo
turístico, el Gobierno tailandés decidió, en 1960, que dado que sí
existía un bonito puente de la Segunda Guerra Mundial en Tamarkán, sobre
el Mae Klong, pues se cambiaba el nombre del río por el de Kwai, y
todos tan contentos. Espero no estar dando pistas a Arran para que ahora
en una acción turistófila nos monte un comando como el de William
Holden y Jack Hawkins de la película y nos vuele el puente.
Ese puente de 346 metros que el viajero puede ver en cómodas
excursiones desde Bangkok sobre el rebautizado Kwai, en las cercanías de
Kanchanaburi, es uno metálico que los japoneses se trajeron de Java.
Durante la guerra coexistió con otro de madera construido a mano por los
sufridos prisioneros del cruel Ejército nipón, que estaba a unos
quinientos metros de distancia y se parecía más al de la película y al
de nuestra imaginación. Ambos fueron bombardeados y hundidos por la
aviación británica en 1945, pero solo el metálico (numerado 227) volvió a
reconstruirse.
Pierre Boulle, nacido en 1912 en Aviñón, lo que quizá le predispuso a los puentes, fue un reconocido autor de novelas (incluida El planeta de los simios, en la que se basó la película). Tuvo su primer gran éxito con Le pont de la rivière Kwai (1952), convertido en best seller
internacional, sobre todo a partir de la traducción al inglés que le
hizo el ex mayor de comandos británico Xan Fielding, gran amigo de
Patrick Leigh Fermor, a su vez también excomando y amigo mío: lo que me
da otro nexo con el puente del Kwai, aparte de haber sido el feliz
poseedor de niño de la inolvidable maqueta a escala de Jecsan y las
figuritas de plástico a juego de prisioneros en harapos. Fielding y Paddy no podían sino identificarse con Shears y Warden, los comandos enviados a destruir el puente.
El propio Boulle había sido agente secreto de la Francia libre en
Singapur e Indochina antes de ser atrapado por la policía de Vichy y
condenado a trabajos forzados en el Mekong, experiencia que utilizó para
su novela, trasladándola a la construcción de un puente sobre el Kwai
(para acabarla de liar, resulta que hay dos ríos Kwai, que confluyen, el
Kwai Yai y el Kwai Noi). Dado que no había estado en la zona y viendo
en el mapa que la vía férrea transcurría junto al río, pues puso su
puente en él y tan tranquilo. Aunque luego hubiera que mover el Kwai
para que todo coincidiera.
Alec Guiness (izquierda) y Sessue Hayakawa, en el rodaje de 'El puente sobre el río Kwai', de David Lean.Corbis
Boulle no molestó solo a los geógrafos puntillosos, sino al Ejército
británico, algunos de cuyos mandos consideraron que el retrato del
ficticio Nicholson era ofensivo para sus tradiciones y valores. Es
verdad que primero el tipo parece admirable en su valor y tesón, pero
luego se le va la olla al decidir que va a construir el puente del
ferrocarril para demostrar la superioridad técnica y moral (y racial) de
sus hombres. El verdadero teniente coronel al mando de los prisioneros
que construyeron los puentes de Tamarkán, Philip Toosey, se cabreó y
dijo que ni él ni ningún soldado británico colaboraron jamás con los
japoneses en la línea férrea, sino que muy al contrario hicieron todo lo
posible siempre para retrasar las obras, incluso poniendo termitas en
el puente (el de madera, imagino).
Los japoneses tampoco quedaron contentos y recalcaron que sus
ingenieros eran muy buenos y no habían necesitado de ningún europeo que
les diera lecciones. Cómo los japoneses, que se comportaron atrozmente
en la vía en una verdadera orgía de brutalidad y bushido y todavía ni se
han disculpado, se ven capaces de reivindicar a sus ingenieros es para
mí un misterio.
El puente sobre el río Kwai —la novela y el filme— se basa en hechos
reales. La construcción del llamado Ferrocarril de la muerte, tramo de
415 kilómetros (entre Banpang y Thanbyuzayat), incluidos numerosos
viaductos y puentes (más de 600), para completar la vía férrea de
Bangkok a Rangún y servir de arteria terrestre (más segura que la
marítima) para el transporte de tropas y suministros al Ejército
Imperial japonés que había invadido Birmania. La línea se acabó antes de
lo previsto y funcionó muy bien: los trenes llevaron 500.000 toneladas
de material y dos divisiones enteras, y varios vagones de esclavas
sexuales para los soldados. Los japoneses emplearon mano de obra forzada
para la ímproba tarea de crear la vía, que requería abrirse paso a
través de la selva virgen, repleta de alimañas y peligros (como si no
fueran suficientes los propios guardias japoneses y sus secuaces
coreanos). Más de 60.000 prisioneros aliados y 180.00 civiles asiáticos,
especialmente tamiles malayos, padecieron lo indecible en condiciones
inhumanas, soportando hambre, enfermedades, palizas y humillaciones
continuas; 12.000 de los primeros y la mitad de los segundos murieron en
lo que está considerado uno de los crímenes de guerra del Ejército
japonés. Allí no había convención de Ginebra que valiera, ni de
tintorro, como dijo Gila.
Tras la guerra, la línea construida con tanto dolor fue abandonada, y
la selva recuperó lo que era suyo. Hoy algunos tramos se han reabierto
para el turismo. “De sueños imperiales y hombres muertos, solo la alta
hierba quedó”, escribe Richard Flanagan en la que es una de las más
poderosas evocaciones de aquel episodio, su novela El camino estrecho al norte profundo (Random House, 2013).
Entre los testimonios del Ferrocarril de la muerte es especialmente
destacable el del soldado del Leicerstershire Regiment (los famosos
Tigres) Reg Twigg, capturado tras la caída de Singapur en 1941, que
sufrió tres años de esclavitud en la construcción y mantenimiento de la
línea férrea junto al Kwai. Escéptico, poco amigo de la autoridad (dijo
que él no vio trabajar a ningún oficial, excepto a los abnegados
médicos) y un superviviente nato que era un hacha cazando lagartos para
añadir un poco de sustancia a la magra ración de un bol de arroz al día,
Twigg escribió Survivor on the River Kwai, unas apasionantes memorias publicadas en 2013, dos semanas después de su muerte, a punto de cumplir los cien años.
Su relato recoge con todos los espeluznantes detalles lo que fue
aquello del Kwai, muchísimo peor de lo que nos contaron Boulle y Lean.
Prisioneros convertidos en esqueletos humanos idénticos a los de los
campos nazis, liquidación sistemática de los demasiado débiles para
trabajar, atroces castigos corporales, disentería, cólera, malaria,
úlceras… Twigg estuvo en los peores escenarios de la línea, de Tamarkan
—allí trabajó en los dos puentes, con el agua al cuello— y Tarso (Nam
Tok) a Konyo, en el quinto ídem, y Hellfire Pass, donde los forzados
murieron como moscas. Vio cómo decapitaban a un prisionero con una
catana, a otro ahogarse en la mierda desbordante de las letrinas, vio
crecer las cruces en la jungla a lo largo de la vía del diablo, mientras
esta avanzaba, raíl a raíl, y a los japoneses comerse a su propio mono
mascota. Recibió palizas de guardias salvajes como Silver Bullet o Konyo
Kid (ejecutado tras la guerra), sufrió picaduras de escorpión, padeció
beriberi, trabajó codo con codo con elefantes, y hubo de aguantar (lo
justo) los avances de un soldado japonés que le decía que tenía "buen
cuerpo".
“No éramos héroes y algunos ni siquiera podíamos recordar que
habíamos sido soldados”, escribe Twigg, que añade: “Cuando moría un
compañero, un poco de ti moría con él cada vez”. No hubo más épica que
la de la supervivencia y el aguante aquel tiempo terrible en las orillas
fangosas del Kwai.
Voladura en Ceilán
El puente sobre el río Kwai no se rodó en el río Kwai, ni
siquiera en las cercanías de donde se desarrolla la historia, sino en
Ceilán (la actual Sri Lanka). Sobre el río Kelani, en Kitulgala, se
construyó el característico puente de madera que Shears (William Holden)
trata de volar mientras Nicholson (Alec Guinness) intenta
enajenadamente impedírselo. El puente acabó saltando por los aires tras
varias vicisitudes y lo hizo ante el primer ministro de Ceilán y otros
dignatarios que no quisieron perderse el espectáculo. La secuencia tuvo
su momento Peter Sellers, al chocar antes de entrar en el puente el tren
que debía pasar en el momento de la explosión. Hubo que repararlo y
esperar al día siguiente para la voladura. Hoy de ese puente de
mentirijillas sobre el río Kwai (pero el que todos conservamos en la
memoria), reducido a palillos, no quedan más que los cimientos
sumergidos de los pilares. Y seguramente también, bajo el agua, los
restos de la locomotora y los vagones: por si alguien muy fan se anima a
ir allá. La película tiene varias diferencias con la novela, en la que
Shears es británico y no estadounidense, el puente no se derrumba y
Nicholson no exclama, recuperando en el último momento la cordura, “¡qué
he hecho!”. Guinness trató de hacer su personaje atractivo, en contra
del guión y las órdenes explícitas de Lean. Boulle recibió el Oscar al
mejor guion adaptado (con un lacónico “merci”) aunque en realidad era obra de Carl Foreman y Michael Wilson, que no podían firmarlo al estar en la lista negra de Hollywood.
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