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Obreros eligiendo gobiernos ultras
La política supremacista entraña un ataque frontal a
los derechos humanos. Se pasa de una tutela universal para garantizar
derechos y libertades fundamentales de cualquier persona por el hecho de
serlo, sin importar más atributos, a restringirlos solo para los
titulares de un determinado Estado, siendo así que estos nacieron
precisamente para poner límites al despotismo estatal.
<<Es sorprendente el número de tonterías que se pueden creer temporalmente
si se aísla uno demasiado tiempo del pensamiento de los demás>>
(Keynes. Teoría general).
Esta nota no pretende tanto descifrar porqué ganan las elecciones sujetos como Trump, Putin, Salvini, Bolsonaro o Viktor Orbán, sino porqué llegan al poder gracias al voto mayoritario de los trabajadores, teóricos representantes de la izquierda en el clásico reparto del mapa ideológico. También y en última instancia, intenta dilucidar cómo funcionan las responsabilidades compartidas por el alunizaje. Es decir, a quién es imputable semejante desaguisado.
Hasta ahora la izquierda se ha limitado a poner el grito en el cielo, habida cuenta de su incapacidad para asaltarlo. Ha bufado contra la llegada al gobierno de formaciones ultranacionalistas. Sin más argumentario ni reflexión. Solo blandiendo el toque a rebato “que vienen los fachas”. Salvo los recalcitrantes del socialismo científico, que han desempolvado el viejo dogma victimista sobre el fascismo como último recurso del capitalismo para justificar lo que no comprenden. Relato desmentido por los hechos y la ciencia política ad calendas graecas. Al menos desde que el neomarxista Friedrick Pollock, fundador de la Escuela de Franckfurt, arrumbara esa tesis. En su ensayo Is National Socialism a New Order revelaba al respecto que “casi todas las características esenciales de la propiedad privada habían sido destruidas por los nazis” (Martin Hay. La imaginación dialéctica. Pág. 255). Ya Marx, en carta a César de Paepe de 18 de diciembre de 1870, había advertido sobre este tipo de avatar: “Es necesario que los acontecimientos pongan fin de una vez por todas a ese culto reaccionario del pasado”.
Quizás por esa falsa percepción de la realidad la posición de clase es ambivalente en su respuesta al fenómeno. Se mueve, ora entre la radical denostación, ora en un temerario respaldo. El primer caso vendría ejemplificado por la emergencia en España del partido Vox, de firmes resonancias ultras, en Andalucía, una de las circunscripciones con mayor paro de Europa. El segundo tiene que ver con la entrada en el gobierno italiano de la coalición representada por el Movimiento 5 Estrellas de Luigi di Maio y la Liga de Mateo Salvini, uno y otra formaciones populistas bipolares. Aquí, la novedad ha sido que algunos de los prohombres de la órbita comunista hayan saludado las medidas sociales del ultra Salvini (Decreto Dignidad) como un triunfo de la clase trabajadora, dicho sin mayores reparos.
Parecida hibridación se observa en la perspectiva histórica. El paradigma que catapultó al fascismo y al nazismo de entreguerras no es el que surge ahora en occidente con el encumbramiento de partidos de corte xenófobo. Es cierto que el doble crac económico (1929 y 2008) ha funcionado como fermento en los dos supuestos. No lo es sin embargo que exista un mimetismo ideológico entre lo que supusieron aquellos movimientos totalitarios y los experimentos ultranacionalistas actuales. Tampoco la secuencia en que se produjo la deflagración social consiguiente. Entonces las poblaciones afectadas venían de una era de vacas flacas y de la Gran Guerra, y ahora por el contrario claman por la prosperidad perdida tras más de medio siglo de paz social. Por otra parte, el patrón involucionista de los países del antiguo bloque soviético (Hungría y Polonia sobre todo), los que iniciaron la saga-fuga, responde a circunstancias específicas. Su código fuente es diferente.
Ese puzle comprende, no obstante, un mismo marco de referencia que enlaza ambos acontecimientos. Es la “rebelión de las masas” que identifica el proyecto común antiliberal de principios del siglo XX y al del primer tercio del XXI. Los mismos contingentes que han celebrado y disfrutado de la sociedad de consumo y del Estado de Bienestar son los que ahora, en época de precariedad, buscan respuestas a sus demandas fuera de sus tradicionales inclinaciones políticas. Agua y aceite, en principio, que las agravadas mutaciones económico-sociales aproximan. Como si la categorización marxista de estructura y superestructura operara también sobre la clase trabajadora, sacrificando convicciones ideológicas por la base material de su existencia. Albarda sobre albarda, el asalariado (homo económicus) ha devorado al trabajador (homo faber), dejándole sin atributos. Nada que ver con aquel internacionalismo obrero originario orgulloso de su autonomía (“emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mimos”) y consciente de su responsabilidad histórica (“no más deberes sin derechos, ni más derechos sin deberes”). Un corrimiento de opciones, pues, que comunica a los votantes de izquierda con los planteamientos de las formaciones populistas. La gravedad de esta abducción está en su carácter estructural no contingente. El sincretismo en marcha exige dar la espalda al internacionalismo solidario como seña de identidad de la izquierda y abrazar la formulación “los nacionales primero” que define a los grupos xenófobos.
La política supremacista entraña un ataque frontal a los derechos humanos. Se pasa de una tutela universal para garantizar derechos y libertades fundamentales de cualquier persona por el hecho de serlo, sin importar más atributos, a restringirlos solo para los titulares de un determinado Estado, siendo así que estos nacieron precisamente para poner límites al despotismo estatal. Es lo que la politóloga Hannah Arendt calificó como “aporía de los derechos”. Lo vemos en lo que actualmente está sucediendo respecto a la acogida de migrantes y refugiados. En un lado, y a favor de su protección, pugnaría el clásico internacionalismo solidario de la izquierda, y en el otro la tentación reaccionaria de rechazo a unas personas que se las presenta como competidoras en cuanto a la utilización de los recursos disponibles, deshumanizándolas en su tipificación (ocurrió en el pasado con los judíos como chivos expiatorios). El euroescepticismo del gobierno Salvini en lo económico implica una negación de la protección de los Derechos Humanos que la Unión Europea garantiza en sus tratados y tribunales superiores de justicia.
Por tanto hay dos puntos iniciales de encuentro entre esos actores en principio antagónicos (unidad de los contrarios). La prevalencia de lo económico-material sobre lo ideológico-cultural, y el relanzamiento del espacio Estado-nación como “democracia de proximidad”. Ambas variables albergan una traza que permea el eje izquierda-derecha como fuerzas paralelas que se tocan en el infinito. El materialismo descarnado como principio fundante atraviesa al marxismo (versión histórico y/o dialéctico), y al capitalismo (modalidad utilitarista). Una realidad intelectual que adquiere dimensión pragmática cuando la multitud asalariada de la sociedad neoliberal toma conciencia de que los males que le aquejan proceden de las organizaciones supranacionales que han impuesto las políticas austericidas. Este es el “kairós” que favorece a los grupos extraparlamentarios (y por tanto no contaminados por las instituciones) para ofrecer su mercancía: mano dura contra el sistema y empoderamiento del Estado-nación como herramienta para la acción legal.
Otros dos factores intervienen también en el derrapaje de esa izquierda para cebar el nacionalismo xenófobo. Uno es la desafección unidimensional de la globalización, sin matices, confundiendo lo que es solo una etapa más del imperialismo capitalista con formas de humanismo integral. En ese tirar el niño con el agua sucia se han contaminado peldaños que jalonan el proceso civilizatorio. Las “globalizaciones positivas” institucionalizadas, sobre todo después de los actos de barbarie estatal perpetrados durante la Segunda Guerra Mundial, para que “nunca más” reinara el horror como arma política en el concierto mundial. Hablo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre adoptada por la ONU en 1948 y sus secuelas el Pactos Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; de la Convención Europea de Derechos Humanos adoptada por el Consejo de Europa en 1950; del Tribunal de Justicia Europeo de Derechos Humanos de 1959, entre otras. Algunas de estas prerrogativas de protección urbi et orbi se ven amenazadas, si no directamente conculcadas, por las consignas populistas de los “nuestros primero”. Tal es el día a día de los gobiernos ante la tragedia de la emigración forzosa, al anteponer el nacionalismo gregario al internacionalismo solidario por las urgencias del cortoplacismo electoral. Una conducta que sigue la práctica de los gobiernos en sus relaciones exteriores. Igual que hubo una confesionalidad extrema que obligaba a los vasallos en la fe de sus señores, la convención pide expurgar la ética de la agenda diplomática. Business manda. Lo acabamos de ver en el caso del viaje a Cuba de Sánchez esquivando a la disidencia y a Marruecos para fijar tarifa con Mohamed VI por enjaular a los sin papeles que devuelve Moncloa; el besamanos del Rey Emérito Juan Carlos I al príncipe saudí que ordenó asesinar y descuartizar al periodista Khashoggi; o la humillante genuflexión de las autoridades españolas durante la recepción al presidente chino Xi Jimping, El envés está en las “injerencias humanitarias” que se hacen en defensa de los derechos humanos en países de segundo o tercer orden, un régimen que ha hecho de la represión indiscriminada su baluarte.
A lo anterior hay que añadir el gradiente de la “razón de Estado”, un remedo de aquel hegelianismo de izquierda y hegelianismo de derecha que fecundó a muchas mentes militantes de la generación de entreguerras. La mitificación del Estado como elemento transformador está en el tuétano de las dos culturas. Esa es una de las razones que explica el curioso trasvase de voluntades de una orilla a otra. El Estado intervencionista así tomado era el deus ex machina que animaba a comunistas y fascistas de la vieja escuela, y de casta le viene al galgo. No es una anécdota, aunque tampoco conviene sacarlo de contexto, que el primer país en aplicar la teoría keynesiana de maximización del gasto público para combatir la depresión fue la Alemania de Hitler con su movilización general. Y aunque algo intuyo al final de sus días, ni en las peores pesadillas hubiera supuesto el autor de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero que andando el tiempo la China ordocapitalista-ultracomunista sería, mutatis mutandis, su alumno más aventajado (3,9% de paro, a la zaga del 3,7% de EEUU). Lo de los años treinta del siglo XX se etiquetó como nacionalsocialismo y lo que hoy despunta aparece como una socialización nacionalista. La negativa de Trump a ratificar los acuerdos de la Cumbre del Clima sería el episodio más bestial de ese proteccionismo distópico, al poner en peligro la salud y la seguridad de la población mundial (incluida la estadounidense) con la excusa de fomentar el empleo propio y hacer competitiva la economía nacional.
Hasta llegar a la actual confluencia ha habido una lenta pero eficaz labor de zapa intelectual. Términos como “liberal” y “democracia”, matriz conceptual de los derechos humanos, han sido objeto de ataque y cuestionamiento al alimón por derecha e izquierda. El mismo Marx puso en solfa a la democracia como un espantapájaros utilizado por la burguesía (alienación de la sociedad civil) en su estratagema de dominación (el consentimiento de los gobernados). Incluso en sus obras de juventud. Ya en El manifiesto comunista (1848) podía leerse: “una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa”, y “vuestro Derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase”. Es remotamente posible que esta reticencia del “socialismo real” a sancionar el “derecho a tener derecho” influyera para que el bloque soviético se abstuviera a la hora de ratificar la Declaración Universal de Derechos Humanos propuesta por la ONU. Por lo demás, la presente refutación del “neoliberalismo”, lejos de significar un rechazo de un capitalismo salvaje sin medida ni control, ha terminado contaminando expresiones como “liberal” y “libertad”, que nacieron a la vida común como atributo de la autonomía de la persona, en el segundo ejemplo, y como banderín de enganche para combatir al feudalismo. Un claro abuso de metonimia identitaria cuya onda expansiva alcanza al individuo escarnecido del sujeto. Lo democráticamente correcto hoy pivota sobre lo colectivo-comunitario. El dictum “una persona es ella misma si y mientras se experimenta como como tal” de Locke cae en tierra baldía.
La dinámica en el polo opuesto bebe en la doctrina “amigo-enemigo” de Carl Schmitt, cerrando el círculo vicioso que corteja ambas filiaciones ideológicas. El eslogan “los nuestros primero” de las formaciones ultras que atrae a tantos votantes procedentes de la izquierda, se realiza y concreta en el repudio de migrantes y refugiados vistos como invasores. Son apátridas, gentes sin Estado, y por tanto carentes de los derechos de ciudadanía que conlleva la asunción reduccionista de la normativa universal, seres superfluos. Conviene recordar que Schmiit se ha convertido para muchos pensadores neomarxistas (el ex maoísta Alain Badiou y el lacaniano Slajov Zizek, entre otros) en un filón temático con que relanzar sus tesis revolucionarias de la “hipótesis comunista”. Un atajo que recuerda a las reiteradas apelaciones de Salvini, Le Pen y otros caudillos populistas a una “democracia directa” (con un “referéndum” consumó Putin la anexión ilegal de Crimea a Rusia), tan paternalista y plebiscitaria como intuitiva, en contraposición a la “democracia representativa” (liberal y burguesa), como muestra de la legitimidad que les prestan unas masas infantilizadas.
Los obreros eligiendo gobiernos ultras es como los pajaritos disparando a las escopetas.
(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Febrero de Rojo y Negro).
<<Es sorprendente el número de tonterías que se pueden creer temporalmente
si se aísla uno demasiado tiempo del pensamiento de los demás>>
(Keynes. Teoría general).
Esta nota no pretende tanto descifrar porqué ganan las elecciones sujetos como Trump, Putin, Salvini, Bolsonaro o Viktor Orbán, sino porqué llegan al poder gracias al voto mayoritario de los trabajadores, teóricos representantes de la izquierda en el clásico reparto del mapa ideológico. También y en última instancia, intenta dilucidar cómo funcionan las responsabilidades compartidas por el alunizaje. Es decir, a quién es imputable semejante desaguisado.
Hasta ahora la izquierda se ha limitado a poner el grito en el cielo, habida cuenta de su incapacidad para asaltarlo. Ha bufado contra la llegada al gobierno de formaciones ultranacionalistas. Sin más argumentario ni reflexión. Solo blandiendo el toque a rebato “que vienen los fachas”. Salvo los recalcitrantes del socialismo científico, que han desempolvado el viejo dogma victimista sobre el fascismo como último recurso del capitalismo para justificar lo que no comprenden. Relato desmentido por los hechos y la ciencia política ad calendas graecas. Al menos desde que el neomarxista Friedrick Pollock, fundador de la Escuela de Franckfurt, arrumbara esa tesis. En su ensayo Is National Socialism a New Order revelaba al respecto que “casi todas las características esenciales de la propiedad privada habían sido destruidas por los nazis” (Martin Hay. La imaginación dialéctica. Pág. 255). Ya Marx, en carta a César de Paepe de 18 de diciembre de 1870, había advertido sobre este tipo de avatar: “Es necesario que los acontecimientos pongan fin de una vez por todas a ese culto reaccionario del pasado”.
Quizás por esa falsa percepción de la realidad la posición de clase es ambivalente en su respuesta al fenómeno. Se mueve, ora entre la radical denostación, ora en un temerario respaldo. El primer caso vendría ejemplificado por la emergencia en España del partido Vox, de firmes resonancias ultras, en Andalucía, una de las circunscripciones con mayor paro de Europa. El segundo tiene que ver con la entrada en el gobierno italiano de la coalición representada por el Movimiento 5 Estrellas de Luigi di Maio y la Liga de Mateo Salvini, uno y otra formaciones populistas bipolares. Aquí, la novedad ha sido que algunos de los prohombres de la órbita comunista hayan saludado las medidas sociales del ultra Salvini (Decreto Dignidad) como un triunfo de la clase trabajadora, dicho sin mayores reparos.
Parecida hibridación se observa en la perspectiva histórica. El paradigma que catapultó al fascismo y al nazismo de entreguerras no es el que surge ahora en occidente con el encumbramiento de partidos de corte xenófobo. Es cierto que el doble crac económico (1929 y 2008) ha funcionado como fermento en los dos supuestos. No lo es sin embargo que exista un mimetismo ideológico entre lo que supusieron aquellos movimientos totalitarios y los experimentos ultranacionalistas actuales. Tampoco la secuencia en que se produjo la deflagración social consiguiente. Entonces las poblaciones afectadas venían de una era de vacas flacas y de la Gran Guerra, y ahora por el contrario claman por la prosperidad perdida tras más de medio siglo de paz social. Por otra parte, el patrón involucionista de los países del antiguo bloque soviético (Hungría y Polonia sobre todo), los que iniciaron la saga-fuga, responde a circunstancias específicas. Su código fuente es diferente.
Ese puzle comprende, no obstante, un mismo marco de referencia que enlaza ambos acontecimientos. Es la “rebelión de las masas” que identifica el proyecto común antiliberal de principios del siglo XX y al del primer tercio del XXI. Los mismos contingentes que han celebrado y disfrutado de la sociedad de consumo y del Estado de Bienestar son los que ahora, en época de precariedad, buscan respuestas a sus demandas fuera de sus tradicionales inclinaciones políticas. Agua y aceite, en principio, que las agravadas mutaciones económico-sociales aproximan. Como si la categorización marxista de estructura y superestructura operara también sobre la clase trabajadora, sacrificando convicciones ideológicas por la base material de su existencia. Albarda sobre albarda, el asalariado (homo económicus) ha devorado al trabajador (homo faber), dejándole sin atributos. Nada que ver con aquel internacionalismo obrero originario orgulloso de su autonomía (“emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mimos”) y consciente de su responsabilidad histórica (“no más deberes sin derechos, ni más derechos sin deberes”). Un corrimiento de opciones, pues, que comunica a los votantes de izquierda con los planteamientos de las formaciones populistas. La gravedad de esta abducción está en su carácter estructural no contingente. El sincretismo en marcha exige dar la espalda al internacionalismo solidario como seña de identidad de la izquierda y abrazar la formulación “los nacionales primero” que define a los grupos xenófobos.
La política supremacista entraña un ataque frontal a los derechos humanos. Se pasa de una tutela universal para garantizar derechos y libertades fundamentales de cualquier persona por el hecho de serlo, sin importar más atributos, a restringirlos solo para los titulares de un determinado Estado, siendo así que estos nacieron precisamente para poner límites al despotismo estatal. Es lo que la politóloga Hannah Arendt calificó como “aporía de los derechos”. Lo vemos en lo que actualmente está sucediendo respecto a la acogida de migrantes y refugiados. En un lado, y a favor de su protección, pugnaría el clásico internacionalismo solidario de la izquierda, y en el otro la tentación reaccionaria de rechazo a unas personas que se las presenta como competidoras en cuanto a la utilización de los recursos disponibles, deshumanizándolas en su tipificación (ocurrió en el pasado con los judíos como chivos expiatorios). El euroescepticismo del gobierno Salvini en lo económico implica una negación de la protección de los Derechos Humanos que la Unión Europea garantiza en sus tratados y tribunales superiores de justicia.
Por tanto hay dos puntos iniciales de encuentro entre esos actores en principio antagónicos (unidad de los contrarios). La prevalencia de lo económico-material sobre lo ideológico-cultural, y el relanzamiento del espacio Estado-nación como “democracia de proximidad”. Ambas variables albergan una traza que permea el eje izquierda-derecha como fuerzas paralelas que se tocan en el infinito. El materialismo descarnado como principio fundante atraviesa al marxismo (versión histórico y/o dialéctico), y al capitalismo (modalidad utilitarista). Una realidad intelectual que adquiere dimensión pragmática cuando la multitud asalariada de la sociedad neoliberal toma conciencia de que los males que le aquejan proceden de las organizaciones supranacionales que han impuesto las políticas austericidas. Este es el “kairós” que favorece a los grupos extraparlamentarios (y por tanto no contaminados por las instituciones) para ofrecer su mercancía: mano dura contra el sistema y empoderamiento del Estado-nación como herramienta para la acción legal.
Otros dos factores intervienen también en el derrapaje de esa izquierda para cebar el nacionalismo xenófobo. Uno es la desafección unidimensional de la globalización, sin matices, confundiendo lo que es solo una etapa más del imperialismo capitalista con formas de humanismo integral. En ese tirar el niño con el agua sucia se han contaminado peldaños que jalonan el proceso civilizatorio. Las “globalizaciones positivas” institucionalizadas, sobre todo después de los actos de barbarie estatal perpetrados durante la Segunda Guerra Mundial, para que “nunca más” reinara el horror como arma política en el concierto mundial. Hablo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre adoptada por la ONU en 1948 y sus secuelas el Pactos Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; de la Convención Europea de Derechos Humanos adoptada por el Consejo de Europa en 1950; del Tribunal de Justicia Europeo de Derechos Humanos de 1959, entre otras. Algunas de estas prerrogativas de protección urbi et orbi se ven amenazadas, si no directamente conculcadas, por las consignas populistas de los “nuestros primero”. Tal es el día a día de los gobiernos ante la tragedia de la emigración forzosa, al anteponer el nacionalismo gregario al internacionalismo solidario por las urgencias del cortoplacismo electoral. Una conducta que sigue la práctica de los gobiernos en sus relaciones exteriores. Igual que hubo una confesionalidad extrema que obligaba a los vasallos en la fe de sus señores, la convención pide expurgar la ética de la agenda diplomática. Business manda. Lo acabamos de ver en el caso del viaje a Cuba de Sánchez esquivando a la disidencia y a Marruecos para fijar tarifa con Mohamed VI por enjaular a los sin papeles que devuelve Moncloa; el besamanos del Rey Emérito Juan Carlos I al príncipe saudí que ordenó asesinar y descuartizar al periodista Khashoggi; o la humillante genuflexión de las autoridades españolas durante la recepción al presidente chino Xi Jimping, El envés está en las “injerencias humanitarias” que se hacen en defensa de los derechos humanos en países de segundo o tercer orden, un régimen que ha hecho de la represión indiscriminada su baluarte.
A lo anterior hay que añadir el gradiente de la “razón de Estado”, un remedo de aquel hegelianismo de izquierda y hegelianismo de derecha que fecundó a muchas mentes militantes de la generación de entreguerras. La mitificación del Estado como elemento transformador está en el tuétano de las dos culturas. Esa es una de las razones que explica el curioso trasvase de voluntades de una orilla a otra. El Estado intervencionista así tomado era el deus ex machina que animaba a comunistas y fascistas de la vieja escuela, y de casta le viene al galgo. No es una anécdota, aunque tampoco conviene sacarlo de contexto, que el primer país en aplicar la teoría keynesiana de maximización del gasto público para combatir la depresión fue la Alemania de Hitler con su movilización general. Y aunque algo intuyo al final de sus días, ni en las peores pesadillas hubiera supuesto el autor de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero que andando el tiempo la China ordocapitalista-ultracomunista sería, mutatis mutandis, su alumno más aventajado (3,9% de paro, a la zaga del 3,7% de EEUU). Lo de los años treinta del siglo XX se etiquetó como nacionalsocialismo y lo que hoy despunta aparece como una socialización nacionalista. La negativa de Trump a ratificar los acuerdos de la Cumbre del Clima sería el episodio más bestial de ese proteccionismo distópico, al poner en peligro la salud y la seguridad de la población mundial (incluida la estadounidense) con la excusa de fomentar el empleo propio y hacer competitiva la economía nacional.
Hasta llegar a la actual confluencia ha habido una lenta pero eficaz labor de zapa intelectual. Términos como “liberal” y “democracia”, matriz conceptual de los derechos humanos, han sido objeto de ataque y cuestionamiento al alimón por derecha e izquierda. El mismo Marx puso en solfa a la democracia como un espantapájaros utilizado por la burguesía (alienación de la sociedad civil) en su estratagema de dominación (el consentimiento de los gobernados). Incluso en sus obras de juventud. Ya en El manifiesto comunista (1848) podía leerse: “una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa”, y “vuestro Derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase”. Es remotamente posible que esta reticencia del “socialismo real” a sancionar el “derecho a tener derecho” influyera para que el bloque soviético se abstuviera a la hora de ratificar la Declaración Universal de Derechos Humanos propuesta por la ONU. Por lo demás, la presente refutación del “neoliberalismo”, lejos de significar un rechazo de un capitalismo salvaje sin medida ni control, ha terminado contaminando expresiones como “liberal” y “libertad”, que nacieron a la vida común como atributo de la autonomía de la persona, en el segundo ejemplo, y como banderín de enganche para combatir al feudalismo. Un claro abuso de metonimia identitaria cuya onda expansiva alcanza al individuo escarnecido del sujeto. Lo democráticamente correcto hoy pivota sobre lo colectivo-comunitario. El dictum “una persona es ella misma si y mientras se experimenta como como tal” de Locke cae en tierra baldía.
La dinámica en el polo opuesto bebe en la doctrina “amigo-enemigo” de Carl Schmitt, cerrando el círculo vicioso que corteja ambas filiaciones ideológicas. El eslogan “los nuestros primero” de las formaciones ultras que atrae a tantos votantes procedentes de la izquierda, se realiza y concreta en el repudio de migrantes y refugiados vistos como invasores. Son apátridas, gentes sin Estado, y por tanto carentes de los derechos de ciudadanía que conlleva la asunción reduccionista de la normativa universal, seres superfluos. Conviene recordar que Schmiit se ha convertido para muchos pensadores neomarxistas (el ex maoísta Alain Badiou y el lacaniano Slajov Zizek, entre otros) en un filón temático con que relanzar sus tesis revolucionarias de la “hipótesis comunista”. Un atajo que recuerda a las reiteradas apelaciones de Salvini, Le Pen y otros caudillos populistas a una “democracia directa” (con un “referéndum” consumó Putin la anexión ilegal de Crimea a Rusia), tan paternalista y plebiscitaria como intuitiva, en contraposición a la “democracia representativa” (liberal y burguesa), como muestra de la legitimidad que les prestan unas masas infantilizadas.
Los obreros eligiendo gobiernos ultras es como los pajaritos disparando a las escopetas.
(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Febrero de Rojo y Negro).
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