jueves, 27 de agosto de 2015

“LOS ORÍGENES DE LA INTERVENCIÓN ESTATAL EN LOS PROBLEMAS SOCIALES”. Manuel Herrera Gómez - 1999

        Este libro investiga los diversos proyectos y realizaciones parciales de los autores e instituciones de la Ilustración, en el siglo XVIII, que son definitivamente ejecutados en la centuria siguiente por el liberalismo, en el marco de la Constitución de 1812 y sus continuadoras, hasta hoy.

         Sobre la pobreza los ilustrados preconizan la sustitución de la caridad, eclesiástica y privada, por la beneficencia, o asistencia estatal a los menesterosos. Herrera compendia lo que formulan Bernardo Ward, José Campillo, Campomanes, Jovellanos y alguna de las Sociedades Económicas de Amigos del País. A continuación explora el enfoque programático de las Cortes de Cádiz, que culminaría en la Ley de Beneficencia de 1822, promulgada en el sangriento Trienio Liberal, o Constitucional, (1821-1823).

         En la educación, considerando la enseñanza primaria, secundaria y universitaria, el libro escruta el pensamiento de los ilustrados españoles, Feijoo, Sarmiento, Isla, Hervás, Saavedra Fajardo (aunque éste difícilmente puede ser considerado integrante de la Ilustración), Mayans, Jovellanos y otros. Examina también la intervención estatal en materia educativa durante el siglo XVIII y escudriña lo realizado por las Cortes de Cádiz, que califica con la frase “el Estado como motor de la reforma de la Enseñanza”. Destina un subcapítulo a la “educación de la Mujer”, lo que muestra el interés que el ente estatal ha tenido y tiene por lograr el dominio ideológico de las féminas.

         Se adentra luego en la investigación de la sanidad, exponiendo cuál fue la legislación sanitaria estatal promulgada en Cádiz sobre salud, medicina y cirugía, primando el análisis de las Bases para el Proyecto de Reglamento General sobre la Salud Pública. Constata que en nombre de la salud se realiza por el liberalismo una “política restrictiva de las libertades individuales”, deteniéndose en el cotejo del Proyecto de Código Sanitario de 1822, entre otros textos normativos de la época.

         La conclusión es que el libro de Herrera confirma lo ya conocido, que la revolución liberal fue, ante todo, un descomunal incremento del aparato estatal[1]. Aquélla se marca como meta primera dominar, someter y sobreoprimir de la forma más completa a las clases populares. Éstas son forzadas a abandonar los sistemas autogestionados para trabajar y producir, evitar la pobreza, autoeducarse, conservar la salud, etc., a fin de dejar sitio a los nuevos procedimientos, dirigistas, paternalistas y autoritarios, esto es, estatales, caros e ineficientes además. En efecto, en el siglo XIX hubo mucha más pobreza, epidemias y analfabetismo que en el precedente, por causa del intervencionismo estatal y del ascenso del capitalismo, propiciado por aquél.

         Hasta el momento no hay apenas estudios sistemáticos sobre la vida de las gentes del común con anterioridad a la revolución liberal y constitucional que investiguen sus sistemas concretos de satisfacción de las necesidades básicas a través de la ayuda mutua, asistencia vecinal, apoyo de unos a otros, solidaridad de oficios, trabajo en común, cooperación horizontal, intercambio equitativo de servicios, reciprocidad interpersonal, abnegación universal, respaldo intergeneracional, desautorización moral del egotismo, voluntad personal de servir y otros equivalentes. Los textos institucionales ocultan esta parte, decisiva, de la realidad social del pasado para promover torticeramente su monomanía, que el pueblo no ha sido ni es ni será nunca capaz de autogobernarse, por lo que ha de ser gobernado por el ente estatal.

         El libro no entra en el examen de los otros componentes de la revolución liberal, de los que se citarán los siete más importantes: crecimiento en flecha del aparato militar, expansión patológica de los cuerpos policiales, aumento de los tributos a satisfacer por las clases modestas, inflación de altos funcionarios, auge de los mecanismos destinados al adoctrinamiento, instauración de instituciones políticas para la negación de facto de la soberanía popular (el parlamento y los partidos políticos en primer lugar) y desarrollo a la sombra del Estado del capitalismo, en tanto que propiedad privada concentrada y absoluta. Tal es el marco en que tiene lugar lo que Herrera investiga.

         La consecuencia última es un colosal retroceso de las capacidades populares para regir sus propias vidas, una nulificación de la soberanía popular real (el liberalismo utiliza demagógicamente tal expresión para referirse a la soberanía del Estado, en tanto que gran tirano colectivo), un no-ser de las libertades reales practicadas por las clases modestas, una aculturación y pérdida de saberes aterradoras.

         Al reducir a la persona a simple cosa manejada desde arriba, desde las instituciones, se la degrada, disminuye, embrutece y encanalla. Cuando ya no es actora y responsable de su propia vida, cuando no se autogobierna, su calidad media, intelectual, convivencial, moral, volitiva y física, disminuye de manera calamitosa, lo que se observa en el presente.

         Una tarea estratégica ahora es revertir lo realizado por la revolución liberal, hacer que las formas y modos dirigistas y autoritarios, sustentados en los cuerpos de funcionarios, en la tiranía de la ley positiva y en la apropiación por el ente estatal de una porción cada día mayor del producto económico total, sean sustituidos por procedimientos participativos, métodos igualitarios y sistemas de ayuda mutua, autogestionados y democráticos, sin funcionarios y sin empresarios. Eso significa en sí misma un enorme avance, revolucionario, un vivir radicalmente de otro modo para ser de otro modo, una transformación cualitativa que supere y rechace el mero cambio cuantitativo (mantener lo que hay pero con más riqueza y más consumo “para todos”).

         Quienes proponen el desarrollo del Estado, y del capitalismo de Estado, como supuesto remedio a los males sociales se sitúan en la estela de la Ilustración, al servicio de la monarquía “absoluta”, y de la revolución liberal, por más que en su maquiavelismo verbal abominen de “las políticas neoliberales”. Son parte estructural de las fuerzas de la reacción y fuerza de reserva de la burguesía.

         El desenvolvimiento del así llamado movimiento obrero bajo la tutela del Estado (que en España tuvo un hito con la fundación del PSOE en 1879) otorgó un nuevo impulso al programa liberticida y antipopular de la revolución liberal, por tanto, al desarrollo del capital y al bienestar de la burguesía, al preconizar un estatismo creciente y omnipresente. Desde sus orígenes, los “partidos obreros” han sido parte del orden constituido, al ser instituciones auxiliares del Estado, destinadas a facilitar la ampliación de éste, como procedimiento para evitar procesos revolucionarios proletarios y populares.

         La culminación de la estatización de las condiciones de existencia de las clases populares ha sido la instauración del Estado de bienestar. Éste, la expresión mayor de la sociedad-granja, impone llevar una vida de cerdos, irresponsable, no participativa y exenta de libertad, sin grandeza, rastrera y dudosamente humana, solitaria, insociable y sin afectos, abocada a la tristeza y la depresión, volcada en producir y consumir, simplemente zoológica, ajena a los bienes del espíritu.

         Se suele presentar el Estado de bienestar como una “conquista” cuando es una imposición de los poderes constituidos. En Alemania lo inicia Bismarck, el gran militarista, lo desarrollan los nazis y culminan los democristianos de la postguerra. En Italia es Mussolini quien sienta las primeras bases y los partidos de la derecha posteriores a 1945, vinculados al Vaticano, las fuerzas que le otorgan el impulso definitivo. En España es Franco el que crea el Estado de bienestar, con la legislación de 1963. En otros países ha sido la socialdemocracia, en cooperación con los partidos de derechas, quien lo ha constituido.

         Por tanto, resulta abusivo decir que es la izquierda quien lo defiende mientras la derecha lo privatiza. En realidad, la izquierda, allí donde gobierna, comunidades autónomas o ayuntamientos, ha privatizado tanto o más que la derecha[2]. Ambas coinciden en lo esencial, mantener el Estado de bienestar en tanto que necesidad estratégica de la patronal y el ente estatal. En este asunto, como en todos los importantes, izquierda y derecha son iguales.




[1]Esto, negado contra toda evidencia por la historiografía progresista, que sacrifica la verdad a sus intereses políticos, es reconocido por Simone Weil en “Algunas reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo”, obra de 1939 contenida en “Escritos históricos y políticos”. Arguye que la revolución francesa y Napoleón tienen al “Estado como fuente única de autoridad y objeto exclusivo de devoción”. Frente a esto hay que situar al pueblo/pueblos, libre y soberano, emancipado de la tutela estatal, autogobernado y autoorganizado, en tanto que gran y decisivo valor político.
[2]Una ardorosa defensa del Estado de bienestar lo realizó Mariano Rajoy el 1-3-2011, afirmando que su origen está en “los democristianos y conservadores”, lo que es bastante cierto. Tal declaración de principios la ha mantenido posteriormente con actos, desde el gobierno. En lo que miente es en calificar de “gratuitas”la prestaciones, pensiones y servicios de aquél. No, no son gratuitas sino carísimas. Y las pagan íntegramente los trabajadores. Gracias a ellas medra el gran capital privado, la industria farmacéutica por ejemplo.  Y con todo ello la banca.

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