miércoles, 4 de noviembre de 2015

Europa y las comunidades islámicas El reverso del comunitarismo



Europa y las comunidades islámicas

El reverso del comunitarismo






El "comunitarismo", además de su loable visión negativa del liberalismo, tiene también una visión angelical del "multiculturalismo" que implica una concepción deseable de la sociedad como un conjunto de "comunidades" o de "minorías" yuxtapuestas, cada una viviendo según sus valores y sus propias normas, en nombre de una concepción de la tolerancia fundada sobre el relativismo cultural más radical.



Jesús J. Sebastián

4 de noviembre de 2015
 


JESÚS J. SEBASTIÁN



El pasado 30 de octubre publicaba, en estas mismas páginas, un artículo titulado “Comunitarismo vs. Liberalismo. ¿Ciudadanos o átomos?”. En este artículo me proponía presentar el anverso de la teoría comunitarista, en concreto, su crítica del liberalismo, oponiendo el “bien común” al “interés individual” desde una reinterpretación de la virtud aristotélica. Pero el comunitarismo tiene también un reverso, una cara menos amable, que es la de la política del reconocimiento de las comunidades identitarias. En otras palabras, y desde una visión práctica, el reconocimiento, por ejemplo, de las comunidades islámicas en el interior de las sociedades europeas.

Esta sería la versión “buenista” del comunitarismo. Esta versión se fundamentaría en una política en favor de las identidades de grupo, culturales o étnicas, basada en el reconocimiento del valor intrínseco y del carácter irreductiblemente múltiple de esas identidades en el seno de una misma sociedad, siendo todos igualmente dignos de respeto y, por tanto, juzgados libres de afirmarse en el espacio social, aunque no en el espacio público, que correspondería a la sociedad en general y no a los diversos grupos comunitarios. En definitiva, una visión angelical del “multiculturalismo” que, según Pierre-André Taguieff, designa las doctrinas políticas defensoras de la sociedad multiculturalista o etnopluralista, y que implica una concepción deseable de la sociedad como un conjunto de “comunidades” o de “minorías” yuxtapuestas, cada una viviendo según sus valores y sus propias normas, en nombre de una concepción de la tolerancia fundada sobre el relativismo cultural más radical.

Pero “tolerar” no significa soportar lo que es juzgado como difícilmente soportable, sino respetar las formas de ser y de pensar de un grupo, evitando desvalorizarlo o estigmatizarlo Hasta aquí todo correcto. Pero de ahí pasamos inmediatamente al recurso del lenguaje “políticamente correcto”, esto es, que la consecuencia inevitable de la política de reconocimiento sea llamar la atención sobre la imagen o la dignidad de cualquier grupo social, cultural o religioso de carácter “minoritario”. De esta forma, cualquier modelo asimilacionista es rechazado porque implica una cierta violencia implícita contra las especificidades de esas minorías. Y todo ello en nombre del más absoluto y falso antirracismo.

Entonces, se pregunta con razón Pierre Le Vigan, ¿debemos cuestionar el comunitarismo? Por supuesto, porque la cuestión no es insignificante. Sobre todo esta idea de que los hombres deben ser considerados principalmente como miembros de las comunidades. Esto un hecho que puede ser ampliamente compartido. ¿Quién puede imaginar que el hombre pueda vivir sin las comunidades que piensan como él, que comparten sus valores, sus tradiciones? Y, al mismo tiempo, ¿quién puede vivir sin sentir la necesaria curiosidad por el “otro”, por el “diferente a nosotros”?

Pero el comunitarismo ha tomado un enfoque peligroso, en particular sobre las cuestiones inmigratorias. El comunitarismo, que nació para reivindicar la esencia de la comunidad, ahora se vuelve en contra de esa comunidad, la que mejor conciliaba la apertura hacia lo universal con sus peculiares raíces culturales, étnicas, religiosas, etc., pero que las trascendía a través del concepto de “comunidad nacional”.

Los comunitaristas quieren fortalecer el tratamiento de las comunidades de migrantes. Y ello se traduce en la imposición de aceptar las comunidades de inmigrantes de buen grado o por la fuerza. El regreso a los orígenes, cultura y religión de estas comunidades alógenas sería la “esperanza de lo comunitario”, porque en estas minorías extranjeras se conserva mejor el “espíritu de la comunidad”.

Entonces, ¿cuál es la lógica de comunitarismo? Una especie de “apartheid”, de desarrollo separado, pero sin “supremacía europea”, insertado en la lógica de la “endogamia”: es la lógica del enclaustramiento en la comunidad de origen. Un musulmán, como miembro de la comunidad islámica, debe vivir exclusivamente bajo su propio código. Es un mundo simplificado donde uno puede relacionarse pero no puede mezclarse. Como si la alternativa a la doctrina oficial fuera el confinamiento en una identidad cerrada. El comunitarismo es un individualismo grupal.

Así que, desde esta perspectiva, los comunitaristas serían los “tontos útiles” del “inmigracionismo”, por oposición al “asimilacionismo”, que se convierte en una palabra tabú. En su lugar, hablan de una “sociedad inclusiva”, una especie de “cajón de sastre” en el que todo entra a poco que se empuje. Es la misma doctrina que la que practican los poderes públicos cuando se les llena la boca de palabras huecas como “integración” o “inserción”. Por eso el comunitarismo angloamericano ha tenido tanto éxito entre los dirigentes políticos europeos.

¿Y por qué rechazan los comunitaristas la asimilación? Al fin y al cabo, la asimilación implica la existencia de una comunidad central que representa la cultura del país de acogida. No porque sea “mejor” o “peor” que las otras, sino porque hay que partir de algo, y en Europa, si tenemos que comenzar desde ese “algo” habrá que hacerlo, primero, desde la comprensión íntima de lo que fuimos y de lo que somos los europeos. Ya habrá tiempo de comprender más allá, de lo que son los “otros”, de lo que es el “resto del mundo”.

¿Cómo superar este proceso globalizador e integrador de las identidades comunitarias? La Nueva Derecha, al menos en la versión liderada por Alain de Benoist, en su intento por superar un devaluado multiculturalismo, adopta el comunitarismo, una corriente de pensamiento –curiosamente arraigada en el ámbito angloamericano– que denuncia el ideal antropológico liberal de un individuo aislado de todo contexto histórico, social y cultural. Según las tesis comunitaristas, «no puede haber autonomía individual si no hay autonomía colectiva, ni es posible una creación de sentido individual que no se inscriba en una creación colectiva de significado». Sin embargo, la sociedad-mundo encarnada por el liberalismo, al no asignar al individuo un lugar estable en la comunidad a la que pertenece, le ha arrebatado su legítimo deseo de identidad, de tal forma que el gran descubrimiento de la modernidad ya no es la necesidad de reconocimiento de las identidades, sino la triste constatación de que esa necesidad ya no puede ser satisfecha en el Gran Supermercado Global.

Sin embargo, a pesar de que el comunitarismo promovía la creación de nuevos espacios públicos, estructurados por las diferencias, en lugar de serlo por la homogeneidad y la neutralidad (la nefasta “tolerancia”) liberales, esta corriente de pensamiento parece resueltamente “centrista”, esto es, opuesta a cualquier alteración radical o significativa de las relaciones sociales existentes. Puede que ésta haya sido el motivo de su rápida aceptación y asimilación por las oligarquías gobernantes del mundo político y financiero.

El liberalismo, no cabe duda, ha socavado las identidades religiosas y tradicionales, pero de ninguna manera el comunitarismo, en su laicidad, pretende restablecer el carácter sagrado en los lugares públicos, o reprimir el materialismo subversivo de los intereses económicos dominantes. Del mismo modo, el feminismo puede haber socavado la institución familiar y demonizado la identidad masculina pero, una vez más, el comunitarismo, en su centralidad, no pretende el restablecimiento de la familia tradicional jerárquica, ni cuestiona los publicitarios roles emergentes de las mujeres que provocan la desvirilización del mundo. Cristianos y no cristianos, feministas y no feministas, fueron simplemente relegados a sus respectivas "comunidades", sin ninguna reflexión realista sobre cómo estas comunidades antagónicas debían coexistir o cómo sus diferencias podían mejorar la cohesión social.

Y lo que todavía es más grave, el antiliberalismo comunitarista se fundamenta, de forma contradictoria, en uno de los más básicos principios liberales, porque, a pesar de su oposición formal a las políticas anticomunitarias del liberalismo, que favorecen el desarrollo de las fuerzas del mercado y la descomposición de las comunidades orgánicas, su llamamiento a la renovación de los vínculos comunitarios buscaba, en última instancia, la recuperación de la “sociedad civil”, la misma sociedad civil cuyos valores burgueses y mercantiles son los principios operativos básicos que inspiraron originalmente al liberalismo.

Alain de Benoist es aquí un pensador polémico que nada contracorriente en el laberinto de las identidades. Acepta la incontrovertible realidad de la disolución de las identidades, pero se resiste a no aceptar el posible surgimiento de otras identidades edificadas sobre los fundamentos de las tradicionales e, incluso, a no intentar la coexistencia de distintas comunidades en el seno de una misma sociedad.

En definitiva, que lo importante es permitir y aceptar que los individuos y sus comunidades sean “diferentes” los unos de los otros, a fin de garantizar la simbiosis armónica de la “diferencia” que se les reconoce en la esfera pública, en forma de algún tipo de institucionalidad o corporativismo supervisados por el Estado. Alain de Benoist no rechaza las concepciones históricas europeas sobre la identidad y la comunidad, aunque sí que cuestiona el desarrollo jacobino de las ideas de “pueblo” o “nación”, así como las formas de sutil colonización tercermundista. Además, insiste, en que el reconocimiento de “todas” –¿todas, incluso las que niegan el reconocimiento de las identidades distintas a la suya?– las diferencias identitarias y comunitarias son un seguro para revitalizar la “ciudadanía democrática”, aunque Carl Schmitt creyera que la homogeneidad es el fundamento de la democracia. Porque, ¿es posible la democracia dentro de un Estado étnicamente fracturado, socialmente desvinculado, desterritorializado, cuyos ciudadanos carecen de una cultura común compartida y un sentido general de la herencia y el parentesco? ¡Abandonad vuestra tierra, vuestra lengua, vuestra cultura, vuestra familia, vuestro pueblo! Europa retorna a las tribus nómadas, que buscan un oasis y acaban en el bazar.

Después de todo, parece bastante controvertida la necesidad de sostener unas estructuras multiculturales que proporcionen diversas opciones a los individuos en cuanto a sus afiliaciones identitarias. Tenemos que mantener nuestro compromiso con la tradición pues, finalmente, es a ella a quien debemos, en gran parte, nuestra identidad. Proteger la herencia cultural heredada y transmitirla, en toda su riqueza, a las futuras generaciones. Desde luego, no hay que aceptar incondicionalmente, como principio, que la identidad de un individuo se identifique automáticamente con su pertenencia a una determinada comunidad, pues aquél mantiene con ésta vínculos que no ha elegido y que, en consecuencia, puede ciertamente poner en cuestión. Éste es el problema acuciante en nuestras sociedades tan complejas y multiculturales, donde la diversidad de criterios es bien patente. Desde esta perspectiva sí que puede ser válido el comunitarismo, cuando reclama sociedades homogéneas en las que los individuos que no compartan –o se resistan a compartir– un mínimo común denominador de la herencia cultural recibida y mayoritaria, sean “invitados” a “salir de la comunidad”, de la misma manera que los ciudadanos de las antiguas polis griegas practicaban el “ostracismo”. No es conveniente juzgar la bondad o maldad de ciertas prácticas socioculturales –de determinadas identidades construidas de forma ficticia y al margen de la comunidad previamente establecida– por su éxito en el mercado global del sueño neoliberal, porque ello convertiría nuestras creencias, nuestras vidas y nuestras culturas en objeto de mercancía. La identidad de “nosotros” no puede depender de la tolerancia de los “otros”.

Personalmente, siempre he considerado a Alain de Benoist como un maestro, un maestro del pensamiento. Y, ciertamente, añoro aquellas épocas en las que su pensamiento era, por decirlo de alguna manera, más estable, aunque nunca exento de evoluciones innovativas y, a veces, incluso sorprendentes. El caso es que la mouvance conocida como Nueva Derecha, bajo su patrocinio y liderazgo, conserva ciertos genes hereditarios perfectamente identificables pero, al mismo tiempo, depende excesivamente de los bruscos “giros ideológicos” de su principal protagonista. A cada descubrimiento, a cada innovación, a cada reflexión que viene de la mano inquieta de Alain de Benoist, el pensamiento de la Nueva Derecha tiene que replantearse, adaptarse y reformularse. De hecho, cada paso en la evolución del pensamiento de Alain de Benoist ha generado una nueva tendencia en la Nueva Derecha, como un registro, como un estrato. Y por eso, también hubo intelectuales que continuaron su camino después de cruzar la “línea Benoist” Estas constantes e incesantes mutaciones en un organismo vivo como es la Nueva Derecha tienen, desde luego, sus secuelas. Por un lado, hemos aprendido a no absolutizar nuestro pensamiento, a no hacer de nuestra ideología algo esencial, un fundamentalismo, y a no buscar la perversidad de otras corrientes, como la marxista, incluso a buscar determinadas convergencias con las mismas. Perversidad que sí que encontramos siempre, sin embargo y por descontado, en el liberalismo. Pero por otro lado, esa misma flexibilidad ideológica, variable como es la identidad, no nos debe impedir debatir algún que otro cambio brusco del “maestro”, como es la asunción de un radical comunitarismo, aceptable en su crítica del liberalismo, pero discutible en cuanto al reconocimiento de la autonomía de las comunidades minoritarias (de momento) que invaden nuestras sociedades europeas. Porque no sólo han venido para quedarse, han llegado para sustituirnos.

Las 10 claves del discurso de Putin sobre ´La guerra y la paz en el siglo XXI´



Las 10 claves del discurso de Putin sobre ´La guerra y la paz en el siglo XXI´






El presidente de Rusia, Vladímir Putin, intervino recientemente en el Club Internacional de Debates Valdái, donde se dan cita expertos de todo el mundo. Este año el tema a debatir se presentó bajo el título ´Guerra y paz. El hombre, el Estado y la amenaza de un gran conflicto en el siglo XXI´. En este sentido, el mandatario ruso enumeró las principales amenazas que afronta hoy en día la humanidad: el terrorismo, la guerra, armas nucleares, entre otras.










El presidente de Rusia, Vladímir Putin, intervino recientemente en el Club Internacional de Debates Valdái, donde se dan cita expertos de todo el mundo. Este año el tema a debatir se presentó bajo el título ‘Guerra y paz. El hombre, el Estado y la amenaza de un gran conflicto en el siglo XXI’. En este sentido, el mandatario ruso enumeró las principales amenazas que afronta hoy en día la humanidad: el terrorismo, la guerra, armas nucleares, entre otras.

1. "El Estado Islámico es el enemigo de la civilización"

Entre las plagas de siglo XXI el presidente Putin destacó el terrorismo y, en particular, la amenaza del Estado Islámico. "Es hora de que la comunidad mundial entienda que el EI es el enemigo de la civilización", subrayó.

El presidente ruso dijo que "el Estado Islámico habría logrado un trampolín para su expansión global" de haberse hecho con el control de Damasco en Siria o de Bagdad en Irak. Putin se mostró preocupado por la situación en Oriente Medio, y advirtió que "los intentos de reorganizar la región la convirtieron en una cerilla, lo que condujo a una explosión y aumentó el riesgo para todo el mundo".



2. ¿Por qué fracasan EE.UU y sus aliados contra el Estado Islámico?

"Ahora no queremos señalar con el dedo a nadie, pero al fin y al cabo, la coalición liderada por EE.UU llevaba ya un año y medio realizando ataques contra el EI; más de 11 países participaron, se llevaron a cabo más de 500 acciones contra diferentes objetivos, pero sin resultados notorios, y esto es un hecho evidente", afirmó el mandatario ruso durante su intervención.

"Siempre es difícil tener un doble juego: estar en la lucha contra unos terroristas y a la vez usar una parte de ellos para colocar piezas en el tablero del Oriente Medio en interés propio", afirmó Putin, que puso como ejemplo la situación en Libia y la participación de EE.UU en los conflictos de este país.

El presidente subrayó que es imposible dividir a los terroristas en moderados y no moderados, ya que no está clara la diferencia. "No hay que jugar con las palabras: dividir a los terroristas en 'moderados' y 'no moderados'. Me gustaría entender cuál es la diferencia. Tal vez, según algunos expertos, es que los bandidos moderados, como se dice, en cantidad moderada o de manera suave decapitan a las personas", ironizó.



3. "¿No llegó la hora de coordinar las acciones con quienes viven en la zona de conflicto?"

"Son precisamente los sirios quienes tienen que decidir su destino, con el trato respetuoso y correcto de la comunidad internacional, y no bajo presión exterior, ni sometido a chantaje y amenazas", afirmó el presidente ruso.

"¿No llegó la hora de que la comunidad internacional empiece a coordinar sus acciones con quienes viven sobre el terreno?", se preguntó el líder del Kremlin.



4. ¿Cuál es el objetivo del operativo ruso en Siria?

El líder ruso recalcó que el único objetivo de la operación antiterrorista rusa, que arrancó el 30 de septiembre a petición del presidente sirio Bashar Al Assad, es "contribuir a la paz en Siria". Putin hizo hincapié además en que la campaña de Rusia es legítima.

Para que Siria vuelva a la normalidad es necesario en, primer lugar, liberar el territorio del país de los terroristas, con la unión y participación de todas las partes interesadas en ello, destacó el mandatario ruso ante el Club Internacional de Debate Valdái en Sochi.



5. "Si no hay amenaza por parte de Irán, ¿para qué EE.UU crea el sistema de defensa antimisiles?"

El problema del programa nuclear iraní ha quedado resuelto, pero EE.UU no solo sigue desarrollando su sistema antimisiles, sino que acaba de probarlo por primera vez en Europa, recordó el presidente Putin. "Si no existe el problema nuclear iraní, ¿para qué crear el sistema de defensa antimisiles?", se preguntó.

"EE.UU se salió unilateralmente [del Tratado sobre Misiles Antibalísticos]. Hoy el programa nuclear iraní está resuelto […], no existe ni existió ninguna amenaza por parte de Irán. Así pues, la razón que EE.UU antepuso para construir su sistema antimisiles ya no existe. El objetivo real de EE.UU aniquilar el potencial nuclear de todos países salvo el suyo".



6. ¿Cómo lograr que Oriente Medio renazca?

En primer lugar, sugirió Putin, "hay que unir las fuerzas de los ejércitos regulares de Irak y Siria, las fuerzas de la milicia kurda, varios grupos de la oposición listos para hacer una contribución real en la derrota de los terroristas para liberar estos dos países”. Con todo, agregó el mandatario, una victoria militar sobre los combatientes yihadistas no bastará para resolver los problemas de la región.

"El colapso de las autoridades oficiales en Siria solo movilizará a los terroristas. Ahora es necesario no debilitar las instituciones del Estado en la zona de conflicto, sino reanimarlas y fortalecerlas", afirmó el presidente ruso.



7. ¿De qué hablaron Putin y Al Assad a puerta cerrada?

Putin reveló que Al Assad está de acuerdo con la idea de que Rusia apoye a la oposición armada siria que está dispuesta a combatir a los terroristas del Estado Islámico.

"Estamos pensando en cómo llevar a la práctica el acuerdo con Assad sobre la posibilidad de apoyar a la oposición siria en la lucha contra el EI", dijo Putin.

El presidente sirio, Bashar al Assad, llegó la noche del martes a Moscú, donde mantuvo dos reuniones: un cara a cara con su homólogo ruso y otra con los ministros rusos de Exteriores y de Defensa, Serguéi Lavrov y Serguéi Shoigú, en las que también participó el mandatario ruso.



8. "EE.UU. trata a sus socios como a vasallos"

Junto a la guerra convencional conviven las guerras de sanciones, que también constituyen un grave problema para distintos países del mundo, dijo Putin. En este sentido, la política de sanciones unilaterales de EE.UU pretende tratar como "vasallos" a los socios de Washington que deciden actuar de forma independiente.

"Existe una verdadera epidemia de multas, incluso contra empresas europeas por parte de EE.UU, valiéndose de pretextos inventados. Quienes se atreven a incumplir las sanciones unilaterales de EE.UU son fuertemente castigados. ¿Es así como se trata a los socios? No. Así se trata a los vasallos que deciden actuar de forma independiente”.



9. "Las guerras mediáticas también sacuden al mundo"

Las guerras sacuden no sólo el mundo real sino también el espacio global de la información, dijo Putin.

"Hoy en día el espacio global de la información también se ve sacudido por guerras […]. Se impone de forma agresiva una única visión correcta y una interpretación de los acontecimientos, ciertos hechos son manipulados e ignorados. Todos nos hemos acostumbrado a que se pongan etiquetas y a la invención de la imagen de enemigo".

Según el presidente ruso, las autoridades de los países que "siempre apelaban a los valores de la libertad de expresión", se dedican ahora a poner obstáculos a la difusión de información objetiva y tratan de condenar "cualquier otro punto de vista", calificándolo de propaganda hostil.



10. "Las armas nucleares no permiten que haya un ganador en un conflicto global"

"Con la aparición de las armas nucleares ha quedado claro que en un conflicto global no puede haber un ganador. El resultado podría ser sólo uno: la destrucción mutua asegurada", dijo Putin.

El mandatario ruso lamentó que en la política mundial la paz "nunca haya sido estable" y se mostró preocupado tanto por el hecho de que la guerra se haya convertido "en un show mediático", así como de que "la terminología militar resuene en todas esferas de la vida", cuando lo que realmente necesita el mundo ahora -dijo- es vivir en paz.

Porque "la calavera desnuda muestra una risa perpetua" Día de Muertos en México: la sonrisa ante la fatalidad



Porque "la calavera desnuda muestra una risa perpetua"

Día de Muertos en México: la sonrisa ante la fatalidad






A diferencia de la solemnidad con la que se recuerda a los difuntos en Europa y en los demás países donde predomina el cristianismo como matriz axiológica y moral, en México el Día de Muertos ha asumido una dimensión ontológica fundamental. Ser mexicano es burlarse de la muerte, reírse de ella.



JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA



JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA




La celebración de Día de Muertos en México tiene un carácter sincrético: ha amalgamado las creencias y la cosmovisión de los antiguos mexicanos con el sentido redentor y escatológico de la fe católica. Coexisten junto a ofrendas y altares que se levantan en casas, en espacios públicos, en panteones y en templos, estampas, devociones y figuras de santos. A diferencia de la solemnidad con la que se recuerda a los difuntos en Europa y en los demás países donde predomina el cristianismo como matriz axiológica y moral, en México el Día de Muertos ha asumido una dimensión ontológica fundamental. Ser mexicano es burlarse de la muerte, reírse de ella; después de todo, pasado el tiempo, cuando la corrosión natural, las bacterias y los gusanos, cumpliendo su labor, hacen que desaparezcan las entrañas, la piel y la carne, la calavera desnuda muestra una risa perpetua… Tal vez por eso los antiguos mexicanos veían la personificación de la muerte como una risa que supera la condición terrenal del hoy aquí.

A cualquier europeo le sorprende el colorido folklore que rodea la devoción en la festividad de los muertos. En lugares como Mixquic o en el lago de Pátzcuaro, el resplandor de cientos de velas parece conjurar el temor de estar con la muerte… Los panteones mexicanos son auténticas romerías esos días: familias enteras suelen visitar el 1 y 2 de noviembre a sus familiares y amigos muertos. Muchos llevan comida y comparten el platillo preferido del difunto con los parientes vivos, bajo la creencia de que el alma que se escindió de su cuerpo deambula en ese espacio que abre un intersticio fantasmal en tal fecha. Recuerdo a amigos a quienes sus padres regañaban por no querer ir a tan escatológico festín, y que esgrimían todavía la autoridad del occiso e incluso su etérea presencia para persuadirlos de que los reprendería si no fuesen: “Debes venir, si no tu abuelito se va a salir de su tumba y va a venir a jalarte las patas en la noche”. Son días en que se consume mucho alcohol; los panteones huelen a tequila, cerveza, pulque (una bebida viscosa y blanca fermentada a partir de la planta de maguey) y ron. En muchos casos llevan grabadoras y reproductores de CD’s para escuchar las canciones que los muertos gustaban oír o cantar; también es común ver mariachis y grupos de música de todo tipo: tríos, conjuntos de música tropical, marimbas, música norteña y de banda… Todo es un jolgorio que a veces finaliza con penosos espectáculos de peleas o de llanto desaforado sobre las tumbas… Es también uno de los pocos días en que la hierba y la maleza que crece desordenada es podada y cortada, mientras las lápidas y las cruces lucen limpias y brillantes…
Pero la conmemoración no se ciñe al camposanto. En las casas también se ponen ofrendas y altares, así como fotografías de “los que se nos adelantaron”. En la noche no puede faltar el “pan de muerto”, pan dulce y con azúcar con dibujos que semejan huesos y cráneos… El mexicano gusta de comerse a la muerte, en forma de pan o en sus variedades de dulce cristalizado o de chocolate en forma de calavera… Además, en México se diferencia el día 1.° de noviembre, dedicado a “los pequeños difuntos” (los niños y recién nacidos), del día 2, que es para todos los demás.

Las ofrendas y los altares recuerdan más bien a los rituales prehispánicos que se han fundido con las devociones y con la escatología católica. Así, los familiares rezan el rosario entre la nube del sahumerio que produce el incienso quemado en un anafre.

A estas devociones se han sumado tardíamente otras costumbres: en México se representan cada año ―por estas fechas y desde el siglo XIX― varios montajes del Don Juan Tenorio de José Zorrilla, obra que se caracteriza por ser una depuración y una expiación de los excesos carnales y lúdicos, y cuyos personajes centrales (Don Juan y Doña Inés) mueren y son redimidos por el arrepentimiento y el amor.

Otro rasgo del Día de Muertos mexicano es la costumbre de escribir “calaveritas”, o sea, versos rimados en donde la cercanía de la muerte es objeto de burla y escarnio. Aunque su métrica original era la décima, la “calaverita” ha cobrado un verdadero arraigo popular en cuartetas (las oficinas, las escuelas, los programas de radio y televisión tienen su propio espacio para que se lean o se escuchen) donde lo más importante es el genio y el humor que prevalece sobre la precisión silábica. También a fines del siglo XIX, y sobre todo con el furor rebelde de la revolución de 1910, la labor gráfica del dibujante y grabador José Guadalupe Posada (1852.1913) contribuyó a la personificación de la Muerte como mujer elegante y bien vestida: “La Catrina”. Un ejemplo de “calaverita” sería: “Javier sonríe al ver las fosas / repletas de mala caligrafía / y a Zapatero sobre su losa: / ahogado en su mala ortografía”.

La piedra de toque de una cosmovisión es su sentido de la muerte. Es la manera en que, por contraste, conocemos su concepción de la vida, su vinculación con el cosmos y con el orden sagrado. La muerte puede esconder la finalidad terrena del hombre, cuando es incapaz de superar el orden profano, o bien puede revelar su plenitud cósmica y ultraterrena, su filiación divina, su redención ante la naturaleza caída e imperfecta, o la derrota y la postración absoluta si no se conquista un plano ontológico superior y diverso al de la conciencia ordinaria, o bien si se encadena a la imperfección ética o a la insignificancia moral. El problema, complejo por sus implicaciones existenciales y simbólicas, puede sintetizarse en la trascendencia del ser encarnado en el hombre. Podría inferirse que el mexicano se ríe de la muerte para encontrarle familiaridad. Pero creo que es una risa que ha petrificado el tiempo. Bien podría ser una estentórea carcajada fósil para aceptar con resignación la fatalidad y, en la hora presente, evadir las cíclicas crisis existenciales, pues la muerte profana y materialista es inherente a la modernidad desespiritualizada y ordinaria del supracapitalismo y a su fatuidad cósmica y tetanizante.



¿Te ha gustado el artículo?
¡Dilo en tus redes sociales! ¡Ayuda a promover El Manifiesto!

Comunitarismo vs. Liberalismo ¿Ciudadanos o átomos?



Comunitarismo vs. Liberalismo

¿Ciudadanos o átomos?






Para el liberalismo, el individuo es un mero átomo, con cierta autonomía e intereses particulares, dentro de un amorfo conjunto universal regido por las leyes del mercado. Para el comunitarismo, sin embargo, el individuo es un ciudadano inserto en la dinámica comunitaria y en un contexto social irrenunciable que persigue, por esa misma pertenencia, el bien común.



Jesús J. Sebastián




JESÚS J. SEBASTIÁN



El comunitarismo se distingue por una reformulación de la moral, que no se relaciona con principios abstractos y universales, como su rival el liberalismo, sino que pretende fundar la moral en pautas nacidas, practicadas y aprendidas dentro de la cultura de una comunidad. La concepción del ciudadano, que surge desde la perspectiva comunitarista, es muy distinta a la liberal, y se caracteriza por otorgar una importancia fundamental a la pertenencia del individuo a una comunidad específica.

Con claras reminiscencias en Aristóteles Y Hegel, la obra de los comunitaristas se esfuerza en demostrar que, al no estar establecida en nuestras sociedades ninguna manera de decidir entre distintas pretensiones, las disputas morales se presentan como necesariamente interminables. Es, por eso, que señalan la importancia de una común concepción del bien compartida por todos los ciudadanos, cuyo propósito es el de reducir la autonomía individual para beneficiar el interés colectivo. Los márgenes de estas comunidades tienen unos límites establecidos, y el interés en mantener dicha diferenciación entre lo que está dentro y fuera de las mismas es de especial importancia.

Por otra parte, la comunidad se identifica no sólo por su aspecto geográfico, sino de acuerdo con parámetros culturales e históricos, incluso genéticos. Por ello, el tipo de justicia que surge desde esta postura no guarda relación alguna con los principios del universalismo, sino que intenta justificar su exclusiva validez en ámbitos más restringidos, esto es, más comunitarios.

El individuo y su identidad comunitaria

Contrariamente a lo expuesto, y defendido por los liberales, los autores de la corriente comunitarista han señalado que más allá de la autonomía personal es necesario reconocer la pertenencia y la identificación del individuo con una comunidad determinada. Las particularidades y vínculos de cada uno con la sociedad y con los grupos y comunidades a los cuales pertenece es, desde esta perspectiva, parte fundamental de la comprensión de cada individuo.

Las tesis comunitaristas han desechado los principios del liberalismo por considerar que los rasgos individualistas y racionalistas que caracterizan a esta visión de la autonomía son incompatibles con los principios de la autenticidad. La autenticidad, según tales puntos de vista, consiste en asumir que la moralidad se basa en distinciones cualitativas y marcos referenciales que son externos a los sujetos, pues derivan de una idea del bien compartida por toda la comunidad. Al definir al liberalismo como “el arte de la separación”, el objetivo de esta línea de pensamiento es el de acortar las distancias entre los ámbitos público y privado.

Los argumentos comunitaristas recogen las críticas de Hegel y de los románticos a los ideales del universalismo provenientes de la Ilustración, reclamando la importancia del contextualismo. Es, por ello, que desde esta postura la realidad humana primaria y original es la sociedad y no el individuo, por lo que la identidad con la comunidad tiene una importancia enorme para la identificación y la protección de los derechos de la ciudadanía.

Al advertir los problemas del liberalismo y de la concepción del ciudadano exclusivamente como agente individual, “atomizado”, se plantea como alternativa la primacía de la comunidad, en la que la propia identidad no viene dada de forma particular, sino por la pertenencia a una colectividad. En términos de Charles Taylor, el descubrimiento de la propia identidad no significa que se haya elaborado en el aislamiento, sino que se ha elaborado mediante el diálogo con los demás. De ahí que la identidad dependa en gran medida de las relaciones dialógicas con otros sujetos.

Si desde esta posición se critica la neutralidad liberal respecto a los ideales de excelencia humana, es porque se considera que tal neutralidad parte de un individuo que carece de rasgos distintivos, que en definitiva se trata de “entes noumenales” (*), cuya identidad se concibe como independiente de sus deseos, intereses y relaciones con otros sujetos.

El ciudadano, desde la posición comunitarista, es ante todo un ser social, ya que su identidad viene definida a partir de su pertenencia, formada, en especial, por una serie de narraciones que pasan de generación en generación. Esto indica que el individuo ya entra en la sociedad con un papel asignado. Así, en términos de Alasdair MacIntyre, el individuo sólo puede contestar a la pregunta ¿qué voy a hacer?, si puede contestar a la pregunta ¿de qué historia o historias me encuentro formando parte?

Los valores, según estas ideas, no se pactan, sino que vienen predeterminados por la comunidad, por lo que la lealtad, el respeto y la educación permiten al grupo obtener la prosperidad que necesita. Por ello, el sujeto no es visto como individuo aislado, sino como parte fundamental de un conjunto más grande con gran influencia en la vida y la cultura social.

Aunque desde la concepción comunitarista se reconocen los aspectos positivos del individualismo, se entiende que existe, en el mismo, un “lado oscuro”, pues si la existencia se concentra exclusivamente en la realización del sujeto, nuestras vidas, al mismo tiempo, se estrechan y empobrecen al perder el interés por los demás y por la sociedad.

Pero si la principal crítica al liberalismo es el profundo individualismo, no pasa desapercibido que, bajo las ideas comunitaristas, también puede incurrirse en el peligro contrario. En efecto, en esta doctrina los individuos podrían perder toda autonomía al estar ligados a una comunidad que no han elegido y que no pueden abandonar.

Peroí, al intentar criticar el atomismo individualista, podrían verse afectados los derechos defendidos por el liberalismo, al que debe reconocérsele una idea del sujeto más atractiva para el “hombre egocéntrico”. En todo caso, para el liberalismo, los individuos “liberados” de su comunidad estarían más preparados para establecer relaciones sociales, que aquellos sujetos a los que la comunidad mantiene siempre bajo una evaluación constante y en una búsqueda de la idea común del bien. Esta formulación queda inmediatamente cuestionada por el fenómeno de la “soledad” de nuestras sociedades individualistas.

Por ello, Thiebaut afirma que la crítica comunitarista acertó al señalar que el modelo de derechos individuales es insuficiente, pues deja de lado demandas urgentes de solidaridad y responsabilidad. Pero la alternativa, en todo caso, sería la de aceptar que existen formas cada vez más complejas de individualidad y no pretender eliminarlas con la identidad y pertenencia absoluta a un grupo.

Ciertamente, uno de los logros obtenidos por la crítica comunitarista es el de descubrir los problemas potenciales que pueden surgir del individualismo liberal. Por supuesto, en sociedades tan complejas como las actuales, en las que los sujetos ejercen diversas actividades y persiguen distintos intereses, resultaría inviable señalar una sola concepción del bien, pues, al final, son los mismos sujetos los que escogen y desechan sus distintos roles de acuerdo con sus preferencias. Pero, por encima de todos esos bienes tangibles y materiales, siempre habrá un ideal de bien común empeñado en transversalizar la sociedad, no para uniformarla sino para dirigirla a un objetivo determinado, incluso si para alcanzarlo deben sacrificarse bienes privativos o intereses particulares.

Desde luego, al identificar al individuo con la comunidad y al otorgar una importancia superior a la autenticidad sobre la autonomía, las posibilidades de reconocer derechos fuera de la órbita del bien común quedan reducidas. Como veremos a continuación, esta sujeción del individuo al ámbito público contrasta de forma clara con la versión liberal, y provoca un replanteamiento de la noción misma de ciudadanía.

La pertenencia a la comunidad como condición de la ciudadanía

Al considerar, desde el comunitarismo, al sujeto como un ser social, se concibe de forma distinta al liberalismo cuál ha de ser la contribución que el ciudadano debe a las instituciones. Por ello, el compromiso cívico es mucho más fuerte y la libertad negativa del liberalismo se elimina en favor de una libertad de tipo compartido. Es decir, la libertad se obtiene al formar parte de la comunidad. La idea de la “buena vida” es única, y no existe en cada individuo, sino que se comparte con todos los miembros de la comunidad.

El compromiso social tampoco podría entenderse como algo que interesa exclusivamente en la esfera pública, sino que incide también de forma considerable en la esfera privada. Los aspectos éticos de la privacidad son inseparables de los aspectos morales de la esfera pública, por lo que la identidad histórica y la identidad social coinciden a un mismo tiempo. De tal suerte que los sujetos que pertenecen a ese tipo de sociedades no forman sus propias ideas del bien y de la moral, pues éstas son construcciones colectivas de la misma comunidad.

Como afirma MacIntyre, si únicamente se pueden asumir las reglas de moralidad en el sentido en que las mismas son encarnadas en una comunidad específica, y si el sujeto puede ser y permanecer como agente moral sólo a través de los particulares tipos de fundamento moral producidos por la comunidad, entonces está claro que, desprovisto de esa comunidad, será poco apto para prosperar como agente moral.

La existencia de códigos de conducta a los que deben apegarse los distintos miembros asegura, en todo caso, la existencia y permanencia de su grupo, y evita que se destruya en la búsqueda de intereses particulares, combatiendo la disidencia y la corrupción. Los conflictos que surgen debido a estos mecanismos están cifrados, precisamente, en esta ausencia de libertad negativa y en la conciencia de una sola idea del bien.

Tales características, como señala Laporta, son las que pueden definir al ciudadano desde el comunitarismo. Esta corriente alienta el concepto natural, histórico o cultual de “membership”, frente al concepto racional y deliberado de ciudadanía, propio del liberalismo, al afirmar que la comunidad, entendida en términos histórico-culturales, tiene una dimensión de agente moral y político. O como lo expresa Gerard Delanty, la noción comunitarista de ciudadanía se circunscribe a una noción orgánica de comunidad cultural. Vincular de una forma tan estrecha al individuo con su colectividad no parece implicar, por tanto, una participación encaminada a la búsqueda de reformas institucionales profundas, ni por supuesto a la crítica de ciertos patrones culturales.

Y ello porque se trata de un vínculo, de una identificación más que de la participación entendida en términos de igualdad entre los individuos, o del perfeccionamiento de la vida social. Los aspectos que pueden desprenderse de esta reflexión son los siguientes:

1. La derivación de los principios de justicia y corrección moral de una cierta concepción de lo bueno;

2. Una concepción de lo bueno en que el elemento social es central e incluso prevalente;

3. Una relativización de los derechos y obligaciones de los individuos a las particularidades de sus relaciones con otros individuos, a su posición en la sociedad y a las particularidades de ésta, y

4. Una dependencia de la crítica moral respecto de la práctica moral de cada sociedad, tal como aquélla se manifiesta en las tradiciones, convenciones e instituciones sociales.

La posición que guarda el individuo y, sobre todo, el ciudadano en una concepción tan férrea de la comunidad, será muy distinta a la planteada por el liberalismo. Si la escasa participación del primero se relaciona con una defensa de la libertad negativa, esta libertad negativa desaparece en el comunitarismo, en el que no existe la posibilidad de plantear posiciones críticas distintas a aquellas que se comparten con el grupo. El principio que se pone en duda mediante este ejercicio es, precisamente, el de la “neutralidad liberal”, ya que al rechazar que todos los planes de vida son igualmente valiosos, se sugiere la adopción de políticas de protección de la comunidad, es decir, el compromiso con una determinada idea del bien.

En todo caso, según los liberales, la importancia otorgada a la noción de pertenencia o membresía, por los comunitaristas, podría causar la desaparición de la concepción de ciudadano. El hecho de pertenecer a uno o diversos grupos o comunidades no debería invalidar la posibilidad de modificar o elegir nuevas identidades y pertenencias. En definitiva, para el liberalismo, el hecho de impedir la elección de unos particulares –e interesados– planes de vida, anularía también la libertad y la posibilidad de ser un verdadero ciudadano. El liberalismo siempre acaba sus razonamientos con el escudo infalible de la libertad.

Si, por lo que respecta a la noción de ciudadanía que surge del liberalismo, percibimos cierta inmovilidad, esta característica, según sus críticos, está todavía más presente en la versión comunitarista (si es que cabe hablar de ciudadanía como concepto ideológico). Las posibilidades de adquirir y ejercer ciertos derechos inherentes al concepto de ciudadano se limitarían bajo la idea de pertenencia absoluta a la comunidad definida por la búsqueda de un bien común que sólo cabe entender en términos restringidos. Esto es un enfoque erróneo de la crítica al comunitarismo: el individuo inserto naturalmente en la comunidad es el que puede ejercer libremente sus derechos como ciudadano; por el contrario, el individuo desvinculado de la comunidad no tendría la condición plena de ciudadano y, en consecuencia, vería limitado el ejercicio de esos derechos.

Las fronteras de la comunidad

En algunos de los trabajos de John Rawls, la sociedad de tipo liberal se establece con márgenes delimitados o “cerrados”. Por su parte, el comunitarismo realiza esta operación de forma aún más rigurosa y en ámbitos que no sólo se corresponden con el territorio de los Estados. La geografía de dichos grupos no solamente es territorial, sino también “moral”, ya que si la comunidad nos constituye como agentes morales, si nos adscribe nuestra condición moral, entonces los agentes morales de una comunidad serán moralmente distintos a los de otra comunidad.

En buena parte de las posturas comunitaristas encontramos la idea de que la pertenencia de los individuos se encuentra, primero, en los grupos más pequeños y, a partir de ahí, en distintos niveles. De este modo, la familia, el barrio, el gremio, el clan, la ciudad, la región y la nación, son los distintos espacios a los que pertenece el sujeto, respecto a los cuales tiene también una variedad de deberes, herencias, expectativas y obligaciones.

De ahí que, desde esta postura, se niegue que los principios morales puedan tener importancia fuera del contexto político de cada sociedad. En todo caso, la pertenencia a una comunidad se constituye como un elemento vital, en el que recae la posibilidad de distribuir los bienes, la seguridad y el bienestar, por lo que la condición del que no tiene “comunidad” es, según Michael Walzer, de “infinito peligro”.

Este tipo de mecanismo supone que la delimitación de las fronteras de estas comunidades termina por expresarse en un doble nivel. En primer lugar, se afirman los lazos que unen a los individuos con las mismas y que los obligan a jugar un papel en esa “historia común”. En segundo lugar, se pone una barrera frente a los individuos extraños, que al no contar con esos antecedentes compartidos no podrán formar parte de esos grupos. El esquema liberal de asumir deberes morales respecto a los más cercanos es aceptado por los comunitaristas, y alrededor del mismo gira toda su teoría moral, aunque, desde luego, los vínculos existentes son mucho más fuertes en esta visión.

En efecto, desde el comunitarismo, no solamente cabe hablar de una distribución de la justicia como sucede en el ámbito del liberalismo, sino también de una distribución de la pertenencia, puesto que desde esta doctrina, la pertenencia es el primer bien a distribuir. Esto invierte los principios del liberalismo, que en el caso de Rawls se basan en el velo de la ignorancia, y los sustituye por la idea de la pertenencia, en la que se comparte una idea común del bien.

Dicha pertenencia encuentra en el Estado su frontera última, pero se refiere, en primer término, a los vínculos con una comunidad histórica en la que los individuos practican una cultura que ha sido heredada y que no se desarrolla totalmente en una sola generación, por lo que no puede modificarse rápidamente. La relación entre los individuos y su comunidad termina por abarcar las relaciones y responsabilidades de las acciones de cada individuo en relación con los demás.

Así, al jugar un papel importante dentro de la comunidad, se es responsable también de aquello que la comunidad realiza. Alasdair MacIntyre insiste en ello al criticar el individualismo moderno en el que, según afirma, los hombres son lo que hayan escogido ser, de forma tal que legalmente pueden ser ciudadanos de un país, pero no pueden ser responsables de lo que ese país haga o deje de hacer. Este tipo de individualismo, añade, es el expresado por los estadounidenses modernos que niegan cualquier responsabilidad en relación con los efectos de la esclavitud sobre la población estadounidense negra.

Un individualismo basado exclusivamente en el “yo” deja de tener historia y pertenencia alguna. De tal forma, el contraste entre el individuo atomizado del liberalismo y la pertenencia comunitarista se encuentra en la vinculación a colectivos definidos, “porque la historia de mi vida está siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que deriva mi identidad”. Esto supone un choque entre el tipo de universalismo al que recurre constantemente el liberalismo y una postura más particularista, o local e identitariamente determinada, del comunitarismo, puesta de relieve por sus mismos autores.

Así, por ejemplo, Walzer define su propuesta como “radicalmente particularista”. Si una manera de iniciar una empresa filosófica —nos dice—, consiste en salir de la gruta, abandonar la ciudad, subir a las montañas y formarse un punto de vista objetivo y universal; o se opta por describir el terreno de la vida cotidiana desde lejos, de modo que pierda sus contornos particulares y adquiera una forma general, “…yo me propongo quedarme en la gruta, en la ciudad, en el suelo. Otro modo de hacer filosofía consiste en interpretar para los conciudadanos el mundo de significados que todos compartimos”.

Dicho particularismo se aleja del universalismo defendido por los liberales, por considerar que este último no consigue contactos con la realidad social. Por eso Thiebaut entiende que el tipo de fuerte identificación que supone el comunitarismo impide los acuerdos y la neutralidad (el consenso y la tolerancia) sobre algunos temas que, en principio, sí podrían obtenerse mediante utópicos principios universales (que, por tanto, tendrían que ser previamente aceptados por una supuesta “comunidad universal”), cuestión que se hace cada vez más patente debido no sólo al tamaño de las sociedades, sino a su pluralidad y a su diversidad.

Comunitarismo y nacionalismo

Esto tiene una importancia fundamental tomando en consideración que buena parte de las críticas lanzadas contra las posturas comunitaristas tienen que ver con las desviaciones nacionalistas en que pueden desembocar. Laporta considera que ciertos vínculos y algunas similitudes entre la postura comunitarista y la nacionalista no pueden negarse: 1. El comunitarismo es un tipo de teoría moral que le suministra al nacionalismo argumentos en los que puede basarse. 2. La idea de comunidad preexistente superior a la de sus componentes individuales y cuyos presupuestos no pueden ser sujetos a la crítica coincide con la idea de “pueblo” en el sentido nacionalista de sacralización la patria. 3. El comunitarismo mantiene que las pautas de comportamiento social y político tienen una mejor justificación local, interna a la cultura, que universal, transcultural y suprahistórica. 4. El comunitarismo ofrece una plataforma teórica óptima para apoyar la distinción entre “nosotros” y “ellos”, utilizando la noción de etnicidad tan característica del nacionalismo. 5. El tipo de cohesión moral de carácter sentimental sobre el que se quiere edificar la comunidad, es similar al tipo de cohesión que trata de inducir el nacionalismo entre los ciudadanos.

El análisis todavía podría ser amplio considerando que, si bien es cierto que el comunitarismo tiene una cara más amable –y entrañable– del hombre como ser inserto en la naturaleza y en la sociedad, sus rasgos distintivos podrían degenerar, mediante su perversión hasta sus últimas consecuencias, en una visión totalitaria de la sociedad:

1. La primacía de lo bueno sobre los derechos individuales permite justificar políticas perfeccionistas que intentan ideales de excelencia o de virtud personal aun cuando los individuos no los perciban como tales y, por ende, no se suscriban a ellos;

2. La idea de que el elemento social es prevalente en una concepción de lo bueno, puede conducir a justificar sacrificios de los individuos como medio para promover o expandir el desarrollo de la sociedad o del Estado.



3. La exaltación de los vínculos particulares con grupos sociales como la familia o la nación puede servir de fundamento a las actitudes tribalistas o nacionalistas que subyacen en buena parte de los conflictos actuales.

4. La dependencia de la crítica respecto de la práctica moral puede dar lugar a un relativismo conservador que, desde luego, es inoperativo para resolver conflictos entre quienes apelan a tradiciones o prácticas en el contexto de una sociedad, ya que no resulta muy difícil discriminar entre prácticas valiosas de las que no lo son, sin contar con principios morales que sean independientes de ellas.

Por ello, no sólo los límites de la comunidad (que no son exclusivamente territoriales, sino también morales) están mucho más definidos que en el liberalismo, sino que el peligro de que éstos deriven en exclusiones étnicas, tribales o nacionalistas es, desde luego, bastante probable. Pero no más probable que en las sociedades liberales, en las que la cultura, la tradición o la religión, son completamente descartadas, haciendo del individuo un “ser aislado” y, por tanto, susceptible de rebelarse violentamente contra dicho aislamiento.

En la comunidad, no solamente se requiere la identificación de los individuos con el grupo, sino la distinción entre las particularidades de sus miembros con otros sujetos y con otras comunidades, lo que podría terminar por excluir cualquier otro tipo de deberes morales de “otros” que no sean los pertenecientes a “nuestra”. En efecto, una postura comunitarista deja de lado las características esenciales del liberalismo, pero también todas aquellas posiciones que tengan una construcción moral basada en criterios universalistas.

El ciudadano, desde esta perspectiva, será aquel que reúna los requisitos y condiciones suficientes para ser miembro de la comunidad, y todos los demás (el resto) serán “extraños”. Walzer justifica esta distinción entre miembros y extraños señalando que si todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en el desierto, entonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida; si por el contrario, todos los seres humanos fueran miembros de un Estado global, la pertenencia ya habría sido distribuida, y no habría más por hacer. “Mientras los miembros y los extraños sean dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la admisión, y hombres y mujeres entonces serán aceptados y rechazados”.

Esto, en principio, incluso podría ser compartido por buena parte de las ideas liberales. El problema es que los comunitaristas reducen, aún más, el margen de los grupos a los que se refieren cuando hablan sobre el requisito de pertenencia. Esto es lo que constituye una de las “paradojas del comunitarismo”: si algunos de los ataques contra la teoría liberal se fundamentan en que la aspiración universalista y neutralista del liberalismo es imposible e incompatible con la realidad, entonces estaríamos permanentemente atados a un determinado conjunto de valores e ideales, del cual no podríamos tomar distancia y al que no podríamos juzgar neutralmente. Pero la condición de pertenencia a una comunidad no debilita la posición del ciudadano, sino que la fortalece y la garantiza frente a los “extraños”. Y esto también tiene validez para los propios comunitaristas, dado que nos encontramos –a la fuerza– dentro de sociedades liberales muy amplias, lo que les impide renunciar al conjunto de derechos individuales y a los propios valores democráticos.

El tipo de reconocimiento de las especificidades culturales que promueve el comunitarismo limita, de forma importante, el tamaño de las sociedades bajo una idea común del bien. Más aún, una visión restringida de la comunidad, en la que incluso se llega a comparar a los Estados con los clubes privados, pone al comunitarismo en una difícil situación, pues no distingue el ámbito privado del público. Sin embargo, ese tipo de “sociedad doméstica”, que facilita al individuo su identificación, puede integrase, al mismo tiempo, en otras comunidades más amplias, siempre que el objetivo del “bien común” sea compatible entre ellas, conforme a la teoría de los “círculos concéntricos”.

Conclusiones

En primer lugar, el debate liberalismo/comunitarismo actualizó ciertas críticas en contra del individualismo y del atomismo que se desprenden de las posiciones liberales, lo que llevó a una matización de estas últimas y a un cierto viraje de algunos de sus autores hacia el reconocimiento de la importancia de la identidad y el pluralismo.

Por lo que respecta a la idea del bien defendida por el comunitarismo, ésta se basa en un concepto restringido, por supuesto, alrededor del cual gira buena parte de la vida y de los objetivos de los individuos y de la comunidad en su conjunto. Ello también produjo una cierta reacción del liberalismo, en el que se reconoció la existencia de una idea del bien, pero entendida de una forma en que cada individuo podría perseguir sus propios planes de vida. Finalmente, la diferencia entre tales ideas del bien, una entendida en sentido restringido y otra en sentido amplio (o mejor, flexible), constituyen la diferencia básica que da lugar a las dos construcciones tan distintas de la comunidad.

Ambas teorías reconocen unos límites de la comunidad política. El liberalismo teoriza un espacio mucho más flexible (neutral y tolerante) en el que los individuos pueden ejercer sus derechos particulares en función de su propio interés y con independencia de los objetivos de la comunidad; concepción que se restringe en el comunitarismo debido a la identificación –o compatibilidad– constante entre el bien individual y el bien comunitario. Esto nos lleva a una concepción del individuo que aclara, en gran parte, el contenido de la ciudadanía. El ciudadano no es un individuo aislado de su comunidad: se es ciudadano en cuanto perteneciente a la ciudad, a la polis. Fuera de esa pertenencia no hay ciudadanía; hay súbditos, hay extranjeros, hay electores, hay trabajadores, hay sexos, hay géneros, pero no miembros de la comunidad que puedan ejercer sus derechos como tales.

(*) El noúmeno (del griego "νοούμενoν" "noúmenon": "lo pensado"). En la filosofía es un término problemático que se introduce para referirse a un objeto no fenomenológico, es decir, que no pertenece a una intuición material o sensorial, sino a una intuición intelectual o suprasensorial. El término también ha sido usado para hablar de la “cosa-en-sí”, es decir, la cosa en su existencia pura, independientemente de cualquier representación.