miércoles, 4 de noviembre de 2015

Comunitarismo vs. Liberalismo ¿Ciudadanos o átomos?



Comunitarismo vs. Liberalismo

¿Ciudadanos o átomos?






Para el liberalismo, el individuo es un mero átomo, con cierta autonomía e intereses particulares, dentro de un amorfo conjunto universal regido por las leyes del mercado. Para el comunitarismo, sin embargo, el individuo es un ciudadano inserto en la dinámica comunitaria y en un contexto social irrenunciable que persigue, por esa misma pertenencia, el bien común.



Jesús J. Sebastián




JESÚS J. SEBASTIÁN



El comunitarismo se distingue por una reformulación de la moral, que no se relaciona con principios abstractos y universales, como su rival el liberalismo, sino que pretende fundar la moral en pautas nacidas, practicadas y aprendidas dentro de la cultura de una comunidad. La concepción del ciudadano, que surge desde la perspectiva comunitarista, es muy distinta a la liberal, y se caracteriza por otorgar una importancia fundamental a la pertenencia del individuo a una comunidad específica.

Con claras reminiscencias en Aristóteles Y Hegel, la obra de los comunitaristas se esfuerza en demostrar que, al no estar establecida en nuestras sociedades ninguna manera de decidir entre distintas pretensiones, las disputas morales se presentan como necesariamente interminables. Es, por eso, que señalan la importancia de una común concepción del bien compartida por todos los ciudadanos, cuyo propósito es el de reducir la autonomía individual para beneficiar el interés colectivo. Los márgenes de estas comunidades tienen unos límites establecidos, y el interés en mantener dicha diferenciación entre lo que está dentro y fuera de las mismas es de especial importancia.

Por otra parte, la comunidad se identifica no sólo por su aspecto geográfico, sino de acuerdo con parámetros culturales e históricos, incluso genéticos. Por ello, el tipo de justicia que surge desde esta postura no guarda relación alguna con los principios del universalismo, sino que intenta justificar su exclusiva validez en ámbitos más restringidos, esto es, más comunitarios.

El individuo y su identidad comunitaria

Contrariamente a lo expuesto, y defendido por los liberales, los autores de la corriente comunitarista han señalado que más allá de la autonomía personal es necesario reconocer la pertenencia y la identificación del individuo con una comunidad determinada. Las particularidades y vínculos de cada uno con la sociedad y con los grupos y comunidades a los cuales pertenece es, desde esta perspectiva, parte fundamental de la comprensión de cada individuo.

Las tesis comunitaristas han desechado los principios del liberalismo por considerar que los rasgos individualistas y racionalistas que caracterizan a esta visión de la autonomía son incompatibles con los principios de la autenticidad. La autenticidad, según tales puntos de vista, consiste en asumir que la moralidad se basa en distinciones cualitativas y marcos referenciales que son externos a los sujetos, pues derivan de una idea del bien compartida por toda la comunidad. Al definir al liberalismo como “el arte de la separación”, el objetivo de esta línea de pensamiento es el de acortar las distancias entre los ámbitos público y privado.

Los argumentos comunitaristas recogen las críticas de Hegel y de los románticos a los ideales del universalismo provenientes de la Ilustración, reclamando la importancia del contextualismo. Es, por ello, que desde esta postura la realidad humana primaria y original es la sociedad y no el individuo, por lo que la identidad con la comunidad tiene una importancia enorme para la identificación y la protección de los derechos de la ciudadanía.

Al advertir los problemas del liberalismo y de la concepción del ciudadano exclusivamente como agente individual, “atomizado”, se plantea como alternativa la primacía de la comunidad, en la que la propia identidad no viene dada de forma particular, sino por la pertenencia a una colectividad. En términos de Charles Taylor, el descubrimiento de la propia identidad no significa que se haya elaborado en el aislamiento, sino que se ha elaborado mediante el diálogo con los demás. De ahí que la identidad dependa en gran medida de las relaciones dialógicas con otros sujetos.

Si desde esta posición se critica la neutralidad liberal respecto a los ideales de excelencia humana, es porque se considera que tal neutralidad parte de un individuo que carece de rasgos distintivos, que en definitiva se trata de “entes noumenales” (*), cuya identidad se concibe como independiente de sus deseos, intereses y relaciones con otros sujetos.

El ciudadano, desde la posición comunitarista, es ante todo un ser social, ya que su identidad viene definida a partir de su pertenencia, formada, en especial, por una serie de narraciones que pasan de generación en generación. Esto indica que el individuo ya entra en la sociedad con un papel asignado. Así, en términos de Alasdair MacIntyre, el individuo sólo puede contestar a la pregunta ¿qué voy a hacer?, si puede contestar a la pregunta ¿de qué historia o historias me encuentro formando parte?

Los valores, según estas ideas, no se pactan, sino que vienen predeterminados por la comunidad, por lo que la lealtad, el respeto y la educación permiten al grupo obtener la prosperidad que necesita. Por ello, el sujeto no es visto como individuo aislado, sino como parte fundamental de un conjunto más grande con gran influencia en la vida y la cultura social.

Aunque desde la concepción comunitarista se reconocen los aspectos positivos del individualismo, se entiende que existe, en el mismo, un “lado oscuro”, pues si la existencia se concentra exclusivamente en la realización del sujeto, nuestras vidas, al mismo tiempo, se estrechan y empobrecen al perder el interés por los demás y por la sociedad.

Pero si la principal crítica al liberalismo es el profundo individualismo, no pasa desapercibido que, bajo las ideas comunitaristas, también puede incurrirse en el peligro contrario. En efecto, en esta doctrina los individuos podrían perder toda autonomía al estar ligados a una comunidad que no han elegido y que no pueden abandonar.

Peroí, al intentar criticar el atomismo individualista, podrían verse afectados los derechos defendidos por el liberalismo, al que debe reconocérsele una idea del sujeto más atractiva para el “hombre egocéntrico”. En todo caso, para el liberalismo, los individuos “liberados” de su comunidad estarían más preparados para establecer relaciones sociales, que aquellos sujetos a los que la comunidad mantiene siempre bajo una evaluación constante y en una búsqueda de la idea común del bien. Esta formulación queda inmediatamente cuestionada por el fenómeno de la “soledad” de nuestras sociedades individualistas.

Por ello, Thiebaut afirma que la crítica comunitarista acertó al señalar que el modelo de derechos individuales es insuficiente, pues deja de lado demandas urgentes de solidaridad y responsabilidad. Pero la alternativa, en todo caso, sería la de aceptar que existen formas cada vez más complejas de individualidad y no pretender eliminarlas con la identidad y pertenencia absoluta a un grupo.

Ciertamente, uno de los logros obtenidos por la crítica comunitarista es el de descubrir los problemas potenciales que pueden surgir del individualismo liberal. Por supuesto, en sociedades tan complejas como las actuales, en las que los sujetos ejercen diversas actividades y persiguen distintos intereses, resultaría inviable señalar una sola concepción del bien, pues, al final, son los mismos sujetos los que escogen y desechan sus distintos roles de acuerdo con sus preferencias. Pero, por encima de todos esos bienes tangibles y materiales, siempre habrá un ideal de bien común empeñado en transversalizar la sociedad, no para uniformarla sino para dirigirla a un objetivo determinado, incluso si para alcanzarlo deben sacrificarse bienes privativos o intereses particulares.

Desde luego, al identificar al individuo con la comunidad y al otorgar una importancia superior a la autenticidad sobre la autonomía, las posibilidades de reconocer derechos fuera de la órbita del bien común quedan reducidas. Como veremos a continuación, esta sujeción del individuo al ámbito público contrasta de forma clara con la versión liberal, y provoca un replanteamiento de la noción misma de ciudadanía.

La pertenencia a la comunidad como condición de la ciudadanía

Al considerar, desde el comunitarismo, al sujeto como un ser social, se concibe de forma distinta al liberalismo cuál ha de ser la contribución que el ciudadano debe a las instituciones. Por ello, el compromiso cívico es mucho más fuerte y la libertad negativa del liberalismo se elimina en favor de una libertad de tipo compartido. Es decir, la libertad se obtiene al formar parte de la comunidad. La idea de la “buena vida” es única, y no existe en cada individuo, sino que se comparte con todos los miembros de la comunidad.

El compromiso social tampoco podría entenderse como algo que interesa exclusivamente en la esfera pública, sino que incide también de forma considerable en la esfera privada. Los aspectos éticos de la privacidad son inseparables de los aspectos morales de la esfera pública, por lo que la identidad histórica y la identidad social coinciden a un mismo tiempo. De tal suerte que los sujetos que pertenecen a ese tipo de sociedades no forman sus propias ideas del bien y de la moral, pues éstas son construcciones colectivas de la misma comunidad.

Como afirma MacIntyre, si únicamente se pueden asumir las reglas de moralidad en el sentido en que las mismas son encarnadas en una comunidad específica, y si el sujeto puede ser y permanecer como agente moral sólo a través de los particulares tipos de fundamento moral producidos por la comunidad, entonces está claro que, desprovisto de esa comunidad, será poco apto para prosperar como agente moral.

La existencia de códigos de conducta a los que deben apegarse los distintos miembros asegura, en todo caso, la existencia y permanencia de su grupo, y evita que se destruya en la búsqueda de intereses particulares, combatiendo la disidencia y la corrupción. Los conflictos que surgen debido a estos mecanismos están cifrados, precisamente, en esta ausencia de libertad negativa y en la conciencia de una sola idea del bien.

Tales características, como señala Laporta, son las que pueden definir al ciudadano desde el comunitarismo. Esta corriente alienta el concepto natural, histórico o cultual de “membership”, frente al concepto racional y deliberado de ciudadanía, propio del liberalismo, al afirmar que la comunidad, entendida en términos histórico-culturales, tiene una dimensión de agente moral y político. O como lo expresa Gerard Delanty, la noción comunitarista de ciudadanía se circunscribe a una noción orgánica de comunidad cultural. Vincular de una forma tan estrecha al individuo con su colectividad no parece implicar, por tanto, una participación encaminada a la búsqueda de reformas institucionales profundas, ni por supuesto a la crítica de ciertos patrones culturales.

Y ello porque se trata de un vínculo, de una identificación más que de la participación entendida en términos de igualdad entre los individuos, o del perfeccionamiento de la vida social. Los aspectos que pueden desprenderse de esta reflexión son los siguientes:

1. La derivación de los principios de justicia y corrección moral de una cierta concepción de lo bueno;

2. Una concepción de lo bueno en que el elemento social es central e incluso prevalente;

3. Una relativización de los derechos y obligaciones de los individuos a las particularidades de sus relaciones con otros individuos, a su posición en la sociedad y a las particularidades de ésta, y

4. Una dependencia de la crítica moral respecto de la práctica moral de cada sociedad, tal como aquélla se manifiesta en las tradiciones, convenciones e instituciones sociales.

La posición que guarda el individuo y, sobre todo, el ciudadano en una concepción tan férrea de la comunidad, será muy distinta a la planteada por el liberalismo. Si la escasa participación del primero se relaciona con una defensa de la libertad negativa, esta libertad negativa desaparece en el comunitarismo, en el que no existe la posibilidad de plantear posiciones críticas distintas a aquellas que se comparten con el grupo. El principio que se pone en duda mediante este ejercicio es, precisamente, el de la “neutralidad liberal”, ya que al rechazar que todos los planes de vida son igualmente valiosos, se sugiere la adopción de políticas de protección de la comunidad, es decir, el compromiso con una determinada idea del bien.

En todo caso, según los liberales, la importancia otorgada a la noción de pertenencia o membresía, por los comunitaristas, podría causar la desaparición de la concepción de ciudadano. El hecho de pertenecer a uno o diversos grupos o comunidades no debería invalidar la posibilidad de modificar o elegir nuevas identidades y pertenencias. En definitiva, para el liberalismo, el hecho de impedir la elección de unos particulares –e interesados– planes de vida, anularía también la libertad y la posibilidad de ser un verdadero ciudadano. El liberalismo siempre acaba sus razonamientos con el escudo infalible de la libertad.

Si, por lo que respecta a la noción de ciudadanía que surge del liberalismo, percibimos cierta inmovilidad, esta característica, según sus críticos, está todavía más presente en la versión comunitarista (si es que cabe hablar de ciudadanía como concepto ideológico). Las posibilidades de adquirir y ejercer ciertos derechos inherentes al concepto de ciudadano se limitarían bajo la idea de pertenencia absoluta a la comunidad definida por la búsqueda de un bien común que sólo cabe entender en términos restringidos. Esto es un enfoque erróneo de la crítica al comunitarismo: el individuo inserto naturalmente en la comunidad es el que puede ejercer libremente sus derechos como ciudadano; por el contrario, el individuo desvinculado de la comunidad no tendría la condición plena de ciudadano y, en consecuencia, vería limitado el ejercicio de esos derechos.

Las fronteras de la comunidad

En algunos de los trabajos de John Rawls, la sociedad de tipo liberal se establece con márgenes delimitados o “cerrados”. Por su parte, el comunitarismo realiza esta operación de forma aún más rigurosa y en ámbitos que no sólo se corresponden con el territorio de los Estados. La geografía de dichos grupos no solamente es territorial, sino también “moral”, ya que si la comunidad nos constituye como agentes morales, si nos adscribe nuestra condición moral, entonces los agentes morales de una comunidad serán moralmente distintos a los de otra comunidad.

En buena parte de las posturas comunitaristas encontramos la idea de que la pertenencia de los individuos se encuentra, primero, en los grupos más pequeños y, a partir de ahí, en distintos niveles. De este modo, la familia, el barrio, el gremio, el clan, la ciudad, la región y la nación, son los distintos espacios a los que pertenece el sujeto, respecto a los cuales tiene también una variedad de deberes, herencias, expectativas y obligaciones.

De ahí que, desde esta postura, se niegue que los principios morales puedan tener importancia fuera del contexto político de cada sociedad. En todo caso, la pertenencia a una comunidad se constituye como un elemento vital, en el que recae la posibilidad de distribuir los bienes, la seguridad y el bienestar, por lo que la condición del que no tiene “comunidad” es, según Michael Walzer, de “infinito peligro”.

Este tipo de mecanismo supone que la delimitación de las fronteras de estas comunidades termina por expresarse en un doble nivel. En primer lugar, se afirman los lazos que unen a los individuos con las mismas y que los obligan a jugar un papel en esa “historia común”. En segundo lugar, se pone una barrera frente a los individuos extraños, que al no contar con esos antecedentes compartidos no podrán formar parte de esos grupos. El esquema liberal de asumir deberes morales respecto a los más cercanos es aceptado por los comunitaristas, y alrededor del mismo gira toda su teoría moral, aunque, desde luego, los vínculos existentes son mucho más fuertes en esta visión.

En efecto, desde el comunitarismo, no solamente cabe hablar de una distribución de la justicia como sucede en el ámbito del liberalismo, sino también de una distribución de la pertenencia, puesto que desde esta doctrina, la pertenencia es el primer bien a distribuir. Esto invierte los principios del liberalismo, que en el caso de Rawls se basan en el velo de la ignorancia, y los sustituye por la idea de la pertenencia, en la que se comparte una idea común del bien.

Dicha pertenencia encuentra en el Estado su frontera última, pero se refiere, en primer término, a los vínculos con una comunidad histórica en la que los individuos practican una cultura que ha sido heredada y que no se desarrolla totalmente en una sola generación, por lo que no puede modificarse rápidamente. La relación entre los individuos y su comunidad termina por abarcar las relaciones y responsabilidades de las acciones de cada individuo en relación con los demás.

Así, al jugar un papel importante dentro de la comunidad, se es responsable también de aquello que la comunidad realiza. Alasdair MacIntyre insiste en ello al criticar el individualismo moderno en el que, según afirma, los hombres son lo que hayan escogido ser, de forma tal que legalmente pueden ser ciudadanos de un país, pero no pueden ser responsables de lo que ese país haga o deje de hacer. Este tipo de individualismo, añade, es el expresado por los estadounidenses modernos que niegan cualquier responsabilidad en relación con los efectos de la esclavitud sobre la población estadounidense negra.

Un individualismo basado exclusivamente en el “yo” deja de tener historia y pertenencia alguna. De tal forma, el contraste entre el individuo atomizado del liberalismo y la pertenencia comunitarista se encuentra en la vinculación a colectivos definidos, “porque la historia de mi vida está siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que deriva mi identidad”. Esto supone un choque entre el tipo de universalismo al que recurre constantemente el liberalismo y una postura más particularista, o local e identitariamente determinada, del comunitarismo, puesta de relieve por sus mismos autores.

Así, por ejemplo, Walzer define su propuesta como “radicalmente particularista”. Si una manera de iniciar una empresa filosófica —nos dice—, consiste en salir de la gruta, abandonar la ciudad, subir a las montañas y formarse un punto de vista objetivo y universal; o se opta por describir el terreno de la vida cotidiana desde lejos, de modo que pierda sus contornos particulares y adquiera una forma general, “…yo me propongo quedarme en la gruta, en la ciudad, en el suelo. Otro modo de hacer filosofía consiste en interpretar para los conciudadanos el mundo de significados que todos compartimos”.

Dicho particularismo se aleja del universalismo defendido por los liberales, por considerar que este último no consigue contactos con la realidad social. Por eso Thiebaut entiende que el tipo de fuerte identificación que supone el comunitarismo impide los acuerdos y la neutralidad (el consenso y la tolerancia) sobre algunos temas que, en principio, sí podrían obtenerse mediante utópicos principios universales (que, por tanto, tendrían que ser previamente aceptados por una supuesta “comunidad universal”), cuestión que se hace cada vez más patente debido no sólo al tamaño de las sociedades, sino a su pluralidad y a su diversidad.

Comunitarismo y nacionalismo

Esto tiene una importancia fundamental tomando en consideración que buena parte de las críticas lanzadas contra las posturas comunitaristas tienen que ver con las desviaciones nacionalistas en que pueden desembocar. Laporta considera que ciertos vínculos y algunas similitudes entre la postura comunitarista y la nacionalista no pueden negarse: 1. El comunitarismo es un tipo de teoría moral que le suministra al nacionalismo argumentos en los que puede basarse. 2. La idea de comunidad preexistente superior a la de sus componentes individuales y cuyos presupuestos no pueden ser sujetos a la crítica coincide con la idea de “pueblo” en el sentido nacionalista de sacralización la patria. 3. El comunitarismo mantiene que las pautas de comportamiento social y político tienen una mejor justificación local, interna a la cultura, que universal, transcultural y suprahistórica. 4. El comunitarismo ofrece una plataforma teórica óptima para apoyar la distinción entre “nosotros” y “ellos”, utilizando la noción de etnicidad tan característica del nacionalismo. 5. El tipo de cohesión moral de carácter sentimental sobre el que se quiere edificar la comunidad, es similar al tipo de cohesión que trata de inducir el nacionalismo entre los ciudadanos.

El análisis todavía podría ser amplio considerando que, si bien es cierto que el comunitarismo tiene una cara más amable –y entrañable– del hombre como ser inserto en la naturaleza y en la sociedad, sus rasgos distintivos podrían degenerar, mediante su perversión hasta sus últimas consecuencias, en una visión totalitaria de la sociedad:

1. La primacía de lo bueno sobre los derechos individuales permite justificar políticas perfeccionistas que intentan ideales de excelencia o de virtud personal aun cuando los individuos no los perciban como tales y, por ende, no se suscriban a ellos;

2. La idea de que el elemento social es prevalente en una concepción de lo bueno, puede conducir a justificar sacrificios de los individuos como medio para promover o expandir el desarrollo de la sociedad o del Estado.



3. La exaltación de los vínculos particulares con grupos sociales como la familia o la nación puede servir de fundamento a las actitudes tribalistas o nacionalistas que subyacen en buena parte de los conflictos actuales.

4. La dependencia de la crítica respecto de la práctica moral puede dar lugar a un relativismo conservador que, desde luego, es inoperativo para resolver conflictos entre quienes apelan a tradiciones o prácticas en el contexto de una sociedad, ya que no resulta muy difícil discriminar entre prácticas valiosas de las que no lo son, sin contar con principios morales que sean independientes de ellas.

Por ello, no sólo los límites de la comunidad (que no son exclusivamente territoriales, sino también morales) están mucho más definidos que en el liberalismo, sino que el peligro de que éstos deriven en exclusiones étnicas, tribales o nacionalistas es, desde luego, bastante probable. Pero no más probable que en las sociedades liberales, en las que la cultura, la tradición o la religión, son completamente descartadas, haciendo del individuo un “ser aislado” y, por tanto, susceptible de rebelarse violentamente contra dicho aislamiento.

En la comunidad, no solamente se requiere la identificación de los individuos con el grupo, sino la distinción entre las particularidades de sus miembros con otros sujetos y con otras comunidades, lo que podría terminar por excluir cualquier otro tipo de deberes morales de “otros” que no sean los pertenecientes a “nuestra”. En efecto, una postura comunitarista deja de lado las características esenciales del liberalismo, pero también todas aquellas posiciones que tengan una construcción moral basada en criterios universalistas.

El ciudadano, desde esta perspectiva, será aquel que reúna los requisitos y condiciones suficientes para ser miembro de la comunidad, y todos los demás (el resto) serán “extraños”. Walzer justifica esta distinción entre miembros y extraños señalando que si todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en el desierto, entonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida; si por el contrario, todos los seres humanos fueran miembros de un Estado global, la pertenencia ya habría sido distribuida, y no habría más por hacer. “Mientras los miembros y los extraños sean dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la admisión, y hombres y mujeres entonces serán aceptados y rechazados”.

Esto, en principio, incluso podría ser compartido por buena parte de las ideas liberales. El problema es que los comunitaristas reducen, aún más, el margen de los grupos a los que se refieren cuando hablan sobre el requisito de pertenencia. Esto es lo que constituye una de las “paradojas del comunitarismo”: si algunos de los ataques contra la teoría liberal se fundamentan en que la aspiración universalista y neutralista del liberalismo es imposible e incompatible con la realidad, entonces estaríamos permanentemente atados a un determinado conjunto de valores e ideales, del cual no podríamos tomar distancia y al que no podríamos juzgar neutralmente. Pero la condición de pertenencia a una comunidad no debilita la posición del ciudadano, sino que la fortalece y la garantiza frente a los “extraños”. Y esto también tiene validez para los propios comunitaristas, dado que nos encontramos –a la fuerza– dentro de sociedades liberales muy amplias, lo que les impide renunciar al conjunto de derechos individuales y a los propios valores democráticos.

El tipo de reconocimiento de las especificidades culturales que promueve el comunitarismo limita, de forma importante, el tamaño de las sociedades bajo una idea común del bien. Más aún, una visión restringida de la comunidad, en la que incluso se llega a comparar a los Estados con los clubes privados, pone al comunitarismo en una difícil situación, pues no distingue el ámbito privado del público. Sin embargo, ese tipo de “sociedad doméstica”, que facilita al individuo su identificación, puede integrase, al mismo tiempo, en otras comunidades más amplias, siempre que el objetivo del “bien común” sea compatible entre ellas, conforme a la teoría de los “círculos concéntricos”.

Conclusiones

En primer lugar, el debate liberalismo/comunitarismo actualizó ciertas críticas en contra del individualismo y del atomismo que se desprenden de las posiciones liberales, lo que llevó a una matización de estas últimas y a un cierto viraje de algunos de sus autores hacia el reconocimiento de la importancia de la identidad y el pluralismo.

Por lo que respecta a la idea del bien defendida por el comunitarismo, ésta se basa en un concepto restringido, por supuesto, alrededor del cual gira buena parte de la vida y de los objetivos de los individuos y de la comunidad en su conjunto. Ello también produjo una cierta reacción del liberalismo, en el que se reconoció la existencia de una idea del bien, pero entendida de una forma en que cada individuo podría perseguir sus propios planes de vida. Finalmente, la diferencia entre tales ideas del bien, una entendida en sentido restringido y otra en sentido amplio (o mejor, flexible), constituyen la diferencia básica que da lugar a las dos construcciones tan distintas de la comunidad.

Ambas teorías reconocen unos límites de la comunidad política. El liberalismo teoriza un espacio mucho más flexible (neutral y tolerante) en el que los individuos pueden ejercer sus derechos particulares en función de su propio interés y con independencia de los objetivos de la comunidad; concepción que se restringe en el comunitarismo debido a la identificación –o compatibilidad– constante entre el bien individual y el bien comunitario. Esto nos lleva a una concepción del individuo que aclara, en gran parte, el contenido de la ciudadanía. El ciudadano no es un individuo aislado de su comunidad: se es ciudadano en cuanto perteneciente a la ciudad, a la polis. Fuera de esa pertenencia no hay ciudadanía; hay súbditos, hay extranjeros, hay electores, hay trabajadores, hay sexos, hay géneros, pero no miembros de la comunidad que puedan ejercer sus derechos como tales.

(*) El noúmeno (del griego "νοούμενoν" "noúmenon": "lo pensado"). En la filosofía es un término problemático que se introduce para referirse a un objeto no fenomenológico, es decir, que no pertenece a una intuición material o sensorial, sino a una intuición intelectual o suprasensorial. El término también ha sido usado para hablar de la “cosa-en-sí”, es decir, la cosa en su existencia pura, independientemente de cualquier representación.

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