También en el amor

 

 

 

Ese especial “evento” llamado capitalismo no solo se cristaliza en un modelo económico que nos convierte en represaliados consumistas con ánimo de lucro, también digiere por nosotros éticas y estéticas, y políticas y filosofías, hasta el punto de hacer comulgar una forma de pensamiento con planificadas y diversas formas de acción (o desafección).
Sin ahondar en los discursos que podrían habernos orientado por otros caminos (y sin duda alguna hacernos más felices), nos dejaremos llevar por aquél que durante siglos ha mantenido el filo de su espada sobre el paraje hedonista de la existencia. Resulta un tanto desolador comprobar que el triunfo de Platón no es una mera casualidad, sino más bien una necesidad imperiosa para mantener bajo el yugo el libre albedrío y la fuerza que hubieran imprimido los cuerpos libres y sus gozosas intervenciones.
Si lo pensamos detenidamente, es del todo improbable que podamos asimilar con naturalidad la idea de que el tejido social fuera en su conjunto quien decidió dar más valor, por ejemplo, al trabajo obligatorio que a la celebración de la vida. Sin duda alguna el cristianismo tiene mucho que decir sobre esto, y todo parece indicar que sometida la escenificación del deseo a la tradición de los dardos envenenados, se ha conseguido aplacar la subversiva y radiante vivencia de un amor más intenso y libre.
El patriarcado es un grave problema, pero esa casi secular supremacía masculina no se debe sino a la peculiar forma que tiene el poder para desdoblarse en otros frentes fomentando la coacción (y la violencia) allá donde puede establecerse un perfecto control social, en el que normalmente son las mujeres quienes están más expuestas a la opresión y al fundamentalismo que subyace en la confrontación de unas relaciones sociales impregnadas continuamente del belicoso gen de la explotación.
Es como si diéramos por sentado que hombres y mujeres bebemos de distintas fuentes, razón por la cual anticipamos nuestros actos a un devenir asumido en términos de clases sociales diferenciadas, cuando lo que laten en el fondo son los efectos secundarios de un antídoto perfecto colocado en medio de la revuelta, del amor, desde los estercoleros de la moral y del “buen uso de nuestras conciencias”. Estamos políticamente mejor programados para el sufrimiento que para el deleite, más expuestos a la falta (recordad los usos y abusos de la media naranja) que a la vivencia del entusiasmo erótico sin resistencia.
Todo es un aprendizaje, también el amor, y éste no escapa al despilfarro ideológico e intelectual desde el que nos han sometido, con el único fin de proponernos una vida sin poesía y unas relaciones sin magia, eso si, con la colaboración inestimable de unas familias provistas del don de la imprudencia y voluntariosas a la hora de limitarnos en el disfrute sin cálculos.
Las injerencias de otras autoridades están más presentes de lo que creemos, e incluso en nuestro tiempo libre damos más valor al consumo sin medida que a la verdadera medida del conocimiento mutuo. Lazos perfectamente diseñados sujetan la corriente eléctrica de una sexualidad escorada a una sobre-exposición mercantilista que busca liberarse, pero a la que le cuesta transformar el sentido utilitario que damos a nuestras vidas.
El pensamiento está obstruido, y el miedo también está instituido cuidadosamente para que los quebraderos de cabeza no se resuelvan en la tensión de un cuerpo enamorado, sino en la casuística de muchos flecos que necesitan desprenderse de infinidad de enigmas e incertidumbres.
Esta especie de prisión traslada a muchas personas a todo tipo de experiencias, donde incluso lo inconcebible desea emanciparse para creer sentir un poco de alivio. Es el caso de nuevas y variopintas propuestas de identidad, o de esas ansias de rescatar voluntades quebradas hasta de los fangos de la corrupción sexual.
En la guerra de los medios también resuelven dar más cobertura a la violencia que al amor. Y quienes nos someten saben de las inmensas posibilidades amorosas y de su maleabilidad. No de ese amor romántico herido de vasallaje que tan bien controlan, sino de esos otros que se profesan desde la libertad, sin funcionalismos sociales ni guiones preestablecidos. Saben delimitar nuestros territorios y también dar rienda suelta a disturbios televisivos donde el mundo de las emociones no se sostiene por ningún lado, por esa irrefrenable obstinación en querer distanciarnos de un universo amoroso que en su originalidad podría ser capaz de dotarnos de mayor libertad.
Lo peor viene cuando algunos colectivos que postulan ese anhelo de libertad lo confunden con una disponibilidad cultural de la individualidad errada, y son capaces de defender la prostitución como justificación de un cuerpo con voz propia (que al parecer se rebela contra esa imposición decorosa de nuestras relaciones), sin plantearse que en el fondo subyace el dominio del hombre, capitalizando su posición con la compra de un servicio que sigue minando las relaciones desde la disparidad más absoluta.
Creo que con la prostitución se consigue socavar el anhelo de una búsqueda amorosa de los cuerpos, se potencia el rango de tiranía y coacción, y se procede a seguir humillando (como podemos apreciar en el vídeo expuesto) a la mujer como mercancía en el maltrecho mercado de la incomprensión.
Creo que es una forma más de mutilar los cuerpos, de ambos cuerpos, y de seguir sometiendo la potencial fuerza desbordante de quien se siente libre y ama. El enamoramiento no vale, porque encierra una forma de revolución incontrolable desde la dicha, pero fácilmente moldeable desde el carácter sufrido que se le asigna por su condicionada forma de proceder.
Los difusores de la información no recapacitan sobre la necesidad de construir mundos de aprendizaje con los afectos, más bien proceden a diseminar los estereotipos de uniformidad, violencia y caos, imponiendo esas necesidades que han de crear dependencia, esas lógicas del capitalismo que pervierten la paz y la igualdad y corroboran el esquema persistente del poder y del dominio. Otra batalla mediática para perpetuar ese sistema patriarcal que beneficia a muchos.
joséluis vázquez domènech, sociólogo
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