lunes, 11 de marzo de 2019

NOTICIAS Y ARTÍCULOS QUE DEBE LEER PARA IR ENTENDIENDO AL MUNDO.....Mar 11 (36)

 



NOTICIAS Y ARTÍCULOS QUE DEBE LEER PARA IR ENTENDIENDO AL MUNDO.....Mar 11 (36)

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¿Tienen conciencia nuestros políticos?


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¿Tienen conciencia nuestros políticos? 

 

 

J.L. González Quirós

En una de sus más conocidas sentencias, H. L. Mencken afirmó que “la conciencia es una voz interior que nos advierte de que alguien puede estar mirando”, una definición que tiene la ventaja de obligarnos a reconocer que poseer buena y sólida conciencia debiera ser una de las características obligadas en los políticos, pues apenas nadie está tan pendiente de lo que se diga sobre ellos. Esta conclusión supondría, sin embargo, una forma muy optimista de ver las cosas, algo así como si negásemos la existencia de los prestidigitadores, que siempre encandilan al público, precisamente, para engañarle.
Además, en los políticos suele llamar la atención, por el contrario, su falta de conciencia, de capacidad reflexiva, su escasa propensión a criticarse a sí mismos, aunque fuese para aprender de los errores, pero error es una palabra ausente de sus discursos. Buena prueba de ello es que siempre pretenden haber ganado las elecciones, aunque se hayan dejado en las urnas más votos de los que conservaron.
En realidad, el político suele tener una actitud muy poco respetuosa hacia la lógica, y esto lo reconoció memorablemente Rodríguez Zapatero cuando afirmó que “ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas”. Sus discursos, más impresionistas que analíticos podrían ser tildados de unamunianos (sin saberlo), de tanto que gustan de anacolutos y contradicciones. Y claro está, dan mucho que hablar, que es un vicio político muy acreditado, preferiblemente cuando se consigue hacerlo para no decir nada, arte con el que se llega a escribir libros a cuatro manos sin haber experimentado ni medio minuto el drama de encontrarse solo frente a la página en blanco.
Si nos fijamos en lo que han sido las dos grandes fuerzas políticas españolas, los soportes principales del pacto constitucional, ha de llamar forzosamente la atención que ni el PSOE ni el PP hayan dedicado un mínimo esfuerzo a explicarse las razones de sus respectivas y clamorosas pérdidas de apoyo electoral.
Que el PP se considere obligado a debatir sobre ese feminismo que tanto le conviene al PSOE, es un ejemplo que demuestra hasta qué punto unos van de listos y otros se prestan a hacer de pardillo para que no se diga
El PSOE ha pasado de temer la amenaza y los efectos de un gobierno Frankenstein, es expresión de Rubalcaba, a buscar desvergonzadamente una mayoría electoral más amplia para consolidarlo. El PP, por su parte, ha hecho tancredismo político mientras veía surgir sendos partidos por sus dos costados. La ruptura de la unidad en el centro derecha no ha sido nada que haya movido ni un minuto de debate en sus dotadísimos órganos colectivos, y cuando alguien con autoridad advertía sobre el proceso se le ha tratado como si fuese un mero resentido.
El propio PP, que se dice renovado, acaba de asistir, tan atónito, imagino, como una buena mayoría de españoles, a las vergonzosas declaraciones de Rajoy, Soraya y Zoido ante el Tribunal Supremo sin que nadie haya llamado la atención de que las tales han constituido una formidable carga de profundidad contra la credibilidad del partido, que pretende salir del malpaso político prometiendo la aplicación del mismo artículo 155 que dejó de aplicar hasta el último minuto, y eso para hacerlo de la manera más ridículamente ineficaz que fuese imaginable. Es lo que faltaba para hacer evidente que no se puede seguir considerando como un activo del partido, a quien se empeñó expresamente en que se fueran del PP todos los que ahora piden el voto para otros.
Puede resultar comprensible que los partidos se resistan a exhibir en público sus vergüenzas, pero pretender que las políticas que han practicado, que su pasado, no sea objeto de escrutinio público, y negarse a que esos debates tengan sus consecuencias en el seno del partido es intentar lo imposible. Los dirigentes han aprendido a poner cara de circunstancias, pero, por el bien de todos, sería preferible que tuviesen que pagar con claridad el precio de tanto desafecto hacia la inteligencia media del público. Es, probablemente, la única manera de que aprendan.
Una de las características que más necesitan las personas que ejercen con éxito la política profesional es, sin duda, una gran capacidad de adaptación a circunstancias muy distintas.  El político tiende a presentarse como la persona que defiende una determinada agenda por razones de principio, pero, en la práctica, suele comportarse, más bien, como alguien que se acomoda a lo que dicten las circunstancias que no son capaces de controlar, y son muchas. Su mérito consiste, expresamente, en encontrar un equilibrio positivo que le permita obtener rendimientos de esa tensión.
Casi nadie negará las diferencias evidentes entre que lo que los políticos dicen en época electoral y lo que hacen después. No es necesario interpretar esas variaciones de un modo rotundamente negativo, porque cualquier política tiene que favorecer soluciones que no dependen de la voluntad y los deseos, sino de la necesidad de llegar a acuerdos con fuerzas que no comparten objetivos ni valores. Sostener lo contrario es preferir la guerra a la política, y eso no es demasiado inteligente, pero la práctica demasiado continuada de una política concesiva y complaciente con los criterios de los adversarios suele producir un enfado creciente en los votantes.
Esta situación tiene efectos importantes, y no siempre negativos, en las maneras de formular las propuestas políticas: como, finalmente, se ha de pactar, suele considerarse mejor presentar las cosas de la manera menos extremada, lo que favorece la conversión de los programas en textos deliberadamente ambiguos y tiende a colocar el eje del debate político en cuestiones cuya relación con lo concreto sea lo suficientemente difusa. De ahí a la explotación de tópicos básicamente sentimentales solo hay un paso muy ligero.
La consecuencia de esa falta de rigor en la actividad de los políticos es que obliga a que los ciudadanos tengamos que elegir al margen de cualquier razón, por una mezcla confusa de instintos, tradiciones, miedos y resentimientos, sin apenas ideales ni propósitos que merezcan ese nombre. Y el colmo de esa suerte de desdichas se produce cuando el más despabilado consigue que los demás se vean obligados a debatir en torno al McGuffin que, como en las películas de intriga, se pone en circulación precisamente para que se pierda de vista lo esencial de la trama de forma que el desenlace resulte ser tan sorprendente como pueda. Que el PP se considere obligado a debatir sobre ese feminismo que, al parecer, tanto le conviene al PSOE, es un ejemplo clamoroso que demuestra hasta qué punto los partidos juegan con cartas trucadas y unos van de listos y otros se prestan a hacer de pardillo para que no se diga.
Tener conciencia real de lo que se ha sido, y de lo que se puede ser debería ser la principal obligación de un político, su manera de hacer evidente que le importamos, que no solo pretende trepar sobre nuestras cabezas para llegar el primero al final de la cucaña. ¿Es el feminismo una cuestión esencial en el momento presente de la historia para los españoles? Consulten los datos y verán que es una McGuffin de primera. Por el contrario, ¿sienten ustedes que hay algún partido que respete su inteligencia y que les proponga temas de reflexión, que les obligue a pensar en nuestro porvenir común con cierta ambición y hasta con esperanza?
Es lamentable que los políticos se dejen zarandear por agendas impuestas, esas que recuerdan la definición shakespereana de la vida (“una historia contada por un idiota lleno de rabia y de ira y que no significa nada”), y que no acierten a proponer horizontes posibles, metas ambiciosas, objetivos capaces de incluirnos a todos, que olviden que ellos están obligados a liderarnos y que no tenemos ninguna obligación natural de votarles salvo que sepan interpelar a nuestras inteligencias y motivar nuestros deseos de ser mejores. Claro está que esto exige algo más que preguntarle a esa nube de asesores/aduladores qué es lo que toca hoy y qué tal estuve anoche en Salsa Rosa.

El feminismo al servicio del poder


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El feminismo al servicio del poder 

 

 

Javier Benegas

Hay una frase que dice: “si quieres reducir a un hombre a la nada, convéncele de la inutilidad de todo cuanto haga”. El aserto es terrible pero verdadero, pues no hay nada más eficaz para destruir la voluntad que convencernos de su inutilidad, que nada de cuanto hagamos servirá para cambiar las cosas porque nuestro entorno obedece a fuerzas inasequibles.
Hay que dejarse llevar, girar con el mundo y estar del lado de la Historia, que es el lema del progreso, intentando aprovechar sus pequeños placeres y, acaso, expresando un sonoro sufrimiento para obtener la piedad de los otros. Aunque hasta la piedad puede ser un negocio.
No es nuestra voluntad la que manda sino la voluntad de un irritante todo, de una desesperante maquinaria que, a ratos, atribuimos a una conspiración y a ratos a la fatalidad. La idea de que somos, como humanidad, la encarnación de un mal que no tiene remedio es el manifiesto colectivo de la posmodernidad.
Así, nuestra vida discurre asediada por la culpabilidad y la angustia, impregnándonos de una sensación lúgubre, como un náufrago que bracea desesperado en un gran mar saturado de salitre sin ninguna esperanza de llegar al agua dulce para enjuagarse. Incluso aquel al que la vida le sonríe no puede evitar caer a menudo en la trampa de la incertidumbre, de la culpabilidad y su penitencia, y preguntarse angustiado: y si mañana cambiara mi suerte, ¿quién me salvará?
Solo así podría explicarse, por ejemplo, que Greta Thungber, una chica que, con a penas 16 años de edad, se erige en el símbolo juvenil contra el cambio climático, diga: “Cuando tenía 11 once años estaba muy deprimida: dejé de comer, dejé de hablar. Tenía mucho que ver con el cambio climático.”
La reivindicación de la “categoría mujer”, que es de todas las identidades colectivas la más amplia y, por lo tanto, la más apetecible para el poder, se convierte en una falsa liberación
Casi nadie se libra del poderoso pesimismo que parece apoderarse no del mundo, sino de  lo que llamamos “mundo occidental”. Porque para los habitantes de la República Centroafricana, Níger, Chad, Burkina Faso, Burundi, Guinea, Sudán del Sur, Mozambique y otros muchos países que, sin ser tan pobres, están muy lejos de nuestra calidad de vida, la depresión es un lujo, exactamente igual de inasequible que conducir un BMW.
“Hemos perdido la alegría”, me aseguraba un hombre sabio recientemente. “Antes”, añadía, “cualquier cosa podía ser motivo de celebración, porque la alegría era una característica de nuestro carácter. Pero esa alegría ha desaparecido”. Y creo que tiene razón. Vivimos en un perenne cabreo sordo, pendientes de la posibilidad de la catástrofe, de un inminente apocalipsis, impregnados de una cultura obsesionada con la muerte. Algo que se refleja en infinidad de películas y series, imbuidas de un realismo mágico dominado por las temáticas del terror, la psicopatía, la violencia y la conspiración.
En todos estos productos audiovisuales, y más allá de su inevitable corrección política, no hay lugar para las buenas vibraciones. Sus finales suelen ser tan deprimentes como lo son sus argumentos, porque está de moda la conclusión fatal. Es lo que demanda el público. En comparación, el Concierto de Año Nuevo, con sus alegres valses, es un fugaz ejercicio de nostalgia, un recuerdo desvaído del mundo de ayer.
Si al menos este sentimiento de fin de ciclo fuera acompañado de una cierta dignidad o, incluso, de la valentía desafiante del héroe que, erguido, ofrece su pecho a la lanza del destino, la esperanza existiría. Porque con ese gesto de gallardía el héroe demuestra que no teme el final. Y si llegar al final es los más terrible que puede sucedernos, no tener miedo es vencer.
Pero en este milenarismo posmoderno no hay ni rastro de coraje, solo un enojoso lloriqueo. Ya no hay sujetos sino identidades colectivas que suplantan la identidad personal, la que nos convierte en lo que somos individualmente, para bien y para mal. Esa identidad única sobre la que antes el sujeto se construía con más o menos fortuna, pero siempre resistente, o al menos más resistente que ahora. Y desde luego, más libre.
Este colectivismo que llora y patalea, que nos hace depender intensamente del Estado, tiene su máxima expresión en un feminismo “nuevo”, donde la reivindicación de la “categoría mujer”, que es de todas las identidades colectivas la más amplia y, por lo tanto, la más apetecible para el poder, se convierte en una falsa liberación.
Escribía Lucía Méndez Prada, periodista del diario El Mundo, tal vez contagiada por la agitación de la masa, que “no hay ningún partido, ninguno, capaz de sacar a la calle a cientos de miles de personas. Sólo el feminismo y la Igualdad. Interpretar las masivas manifestaciones de este 8M en clave partidista es de miopes. A ver si abrimos los ojos a una realidad que no tiene vuelta atrás”.
En eso estamos, en abrir los ojos para contemplar con estupor lo que Lucía llama “realidad”. Y me vienen a la cabeza las palabras de Claudio Magris, que en 1999 anticipaba las contradicciones que traería consigo el nuevo milenio. Porque, aunque con su Utopía y desencanto pretendía romper el maleficio pesimista, también vio el peligro venir
“El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible Víctoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover -a través de mitos, ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas – la autoidentificación de las masas, consiguiendo que “el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno”.  
Para Lucía Méndez no hay ningún partido capaz de sacar a la calle a cientos de miles de personas, lo cual es muy discutible. Si repasamos las páginas más negras de la historia, ahí estuvo la masa politizada también, convencida de que su causa era una gran causa, la más justa de todas las causas. Es la ideología de masas al servicio del poder. Exactamente lo que es este feminismo, por más que algunos le añadan el sufijo liberal.
Es cierto, la realidad no tiene vuelta atrás. Pero si la realidad a la que alude Méndez es la proyección de ese totalitarismo blando y coloidal sobre el que advertía Magris, tal vez deberíamos rectificar. La regresión puede adoptar muchas formas; la libertad solo tiene una. Y no es esta, desde luego.
Foto: Paula Kindsvater