El
pasado 25 de julio se cumplieron 44 años de la publicación del artículo
de Jean Heller en el NYT que daba a conocer al mundo los experimentos
realizados en Tuskegee.
Con este motivo hemos reeditado parcialmente una entrada en la que analizábamos qué pasó con este caso y cuál fue el papel de los expertos.
Este experimento fue un estudio clínico llevado a cabo entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama (Estados Unidos), por los servicios públicos de salud americanos. Entonces 400 aparceros afroamericanos, en su mayoría analfabetos, fueron estudiados para observar la progresión natural de la sífilis si no era tratada, llegando hasta la muerte.
En 1932, cuando empezó el estudio, los tratamientos para la sífilis eran muy tóxicos, peligrosos y de efectividad cuestionable. Parte del estudio era determinar, precisamente, si los beneficios del tratamiento compensaban su toxicidad y reconocer las diferentes etapas de la enfermedad para desarrollar tratamientos adecuados en cada una de ellas. Los doctores responsable del estudio reclutaron a 399 hombres negros, supuestamente infectados con sífilis, para estudiar el progreso de la enfermedad durante los 40 años siguientes.
En 1947, tras quince años del inicio del experimento, la penicilina se convirtió en el tratamiento de elección para la sífilis. Antes de este descubrimiento, la sífilis frecuentemente conducía a una enfermedad crónica, dolorosa y con fallo multiorgánico. En vez de tratar a los sujetos del estudio con penicilina y concluirlo, o establecer un grupo control para estudiar el fármaco, los científicos del experimento Tuskegee decidieron ocultar la información sobre la existencia de una terapia altamente efectiva a los sujetos participantes en el experimento para así poder continuar estudiando el curso natural de la enfermedad sin tratamiento. El estudio continuó hasta 1972 cuando se publicó el artículo de Jean Heller.
Es decir, un grupo de investigadores, seguramente altamente competentes, justificaron mantener a personas deliberadamente enfermas y des-informadas durante 25 años -por supuesto, negras, ignorantes y pobres- en nombre del bien común, el avance de la ciencia y el (posible) bien que el conocimiento adquirido pudiera procurar a la mayoría de la población. Se justificó el mal de unos pocos, y mantener su ignorancia acerca de la posibilidad de curación y las consecuencias del experimento, por el potencial bien de muchos (cada vez más “potencial” ya que la penicilina hacía prácticamente irrelevante este conocimiento).
Cuando salió a la luz pública el asunto, de los 399 participantes, 28 habían muerto de sífilis y otros 100 de complicaciones médicas relacionadas. Además, 40 mujeres resultaron infectadas por sus parejas y 19 niños contrajeron la enfermedad al nacer.
El equipo que llevó a cabo el estudio formaba parte de la sección de enfermedades venéreas de los Servicios Públicos de Salud de Estados Unidos (Public Health Service; en adelante PHS). Los estándares de investigación eran adecuados al inicio del estudio, cuando no existía un tratamiento efectivo para la sífilis, pero una vez desarrollada la penicilina, la justificación ética de continuar con el experimento fue cada vez más dependiente de las opiniones de los expertos. Estos funcionarios creían, como la abundante documentación histórica existente acredita, que pocas personas fuera de la comunidad científica podían comprender las complejidades de la investigación y la naturaleza y objetivos del experimento.
El estudio que se estaba realizando en Tuskegee no era secreto sino bien conocido por la comunidad científica y las personas vinculadas a los servicios de salud pública norteamericanos. Desde que en 1934 se publicaron los primeros datos clínicos y en 1936 el primer informe de envergadura, hasta 13 artículos fueron publicados a lo largo de todo el programa.
En 1951, cuando el estudio fue revisado, el Dr. Keller, director del programa, reconoció que los sujetos en investigación podrían ver sus vidas acortadas pero siguió defendiendo su “deber científico de continuar con el estudio”:
“Llevamos ya más de 20 años de dedicación de la División, fondos y personal dedicado… así como una responsabilidad con los cuidados de los supervivientes y demostrarles que su entrega como sujetos de investigación, aun a costa de acortar sus vidas, ha merecido la pena. Finalmente, una responsabilidad en conocer, hasta donde podamos, la historia natural de la sífilis” (Fletcher, 2000)
Los razonamientos del Dr. Keller incluían, como vemos, llamamientos al avance de la ciencia, mezclados con razones pragmáticas relacionadas con su propia dedicación profesional y el esfuerzo institucional. No le hizo ascos, el Dr. Keller, a una hipócrita argumentación emocional que todo el mundo en esos años pareció aceptar.
Ciertamente, era evidente que cuantos más años pasaban más difícil era reconocer para los profesionales directamente implicados en el experimento que su trabajo no podía seguir considerándose beneficente; para la propia institución del PHS era muy duro aceptar que habían dedicado un ingente esfuerzo organizativo, económico y profesional a un programa de investigación injustificable moralmente.
La primera voz que explícita y públicamente criticó el estudio lo hizo en 1965 (33 años después de iniciado el experimento), en una carta que el Dr. Irwin Schatz remitió a los autores de uno de los artículos:
“Estoy completamente atónito sobre el hecho de que haya médicos que permitan que haya pacientes con enfermedades potencialmente fatales que permanezcan sin tratamiento cuando existen terapias eficaces y accesibles. Asumo que ustedes piensan que la información que puedan obtener del estudio del grupo de pacientes no tratados merece su sacrificio. Si ese es el caso, entonces sugiero que los Servicios de Salud Pública de los Estados Unidos y de los médicos que trabajan para ellos, re-evalúen sus juicios morales sobre el asunto”. (Fletcher, 2000)
El Dr. Anne Yobs, coautor del artículo científico, recibió la carta y en un comentario a los editores, rechazo contestarla con un desparpajo supino:
“Esta es la primera carta de este tipo que hemos recibido. No pienso contestarla” (Fletcher, 2000)
En 1966, Peter Buxtun, un investigador de enfermedades venéreas del PHS de San Francisco, envió una carta al jefe de la sección de venéreas de la institución pública, expresando su preocupación por la moralidad del estudio Tuskegee. Esta preocupación fue considerada y el Centers for Disease Control and Prevention (CDC), organización de la que dependía el PHS se reafirmó en la necesidad de completar el estudio “hasta que todos los pacientes hubieran muerto”, y realizar sus autopsias.
Para apoyar esta posición, el CDC buscó y encontró apoyo profesional tanto en las delegaciones locales de la Asociación Médica Nacional que representaba a los médicos afroamericanos como en la Asociación Médica Americana. (Fletcher, 2000)
En 1968, William ‘Bill’ Carter Jenkins, estadístico afroamericano del PHS, que trabajaba en el Departamento de Salud, Educación y Asistencia Social, fundó y editó Drum, una revista dedicada a acabar con la discriminación en su departamento. En Drum, Jenkins pidió repetidas veces el fin del experimento Tuskegee, pero no tuvo éxito. (Wikipedia)
Peter Buxtun, cuatro años después de su primera queja, finalmente, acudió a la prensa. La noticia apareció por primera vez en el Washington Star el 25 de julio de 1972, y al día siguiente en la portada del New York Times.
Entonces todo fue “rasgarse las vestiduras”. El senador Edward Kennedy organizó una vista en el Congreso donde Buxtun testificó. A consecuencia de la enérgica protesta pública que se organizó, en 1972 un grupo consultor creado ad hoc determinó que el estudio no tenía justificación médica y ordenó su fin. La presión social consiguió parar el experimento.
Los investigadores, técnicos y funcionarios del Public Health Service -evidentemente gente honrada, bienintencionada, defensores de la ciencia y de la salud pública- lo habían justificado durante 40 años, con la connivencia de todos los profesionales conocedores del experimento. Tan solo unos pocos se atrevieron, durante los largos 40 años que duró el experimento, a levantar la voz contra esta infamia perfectamente institucionalizada.
El 16 de mayo de 1997, con cinco de los ocho supervivientes presentes en la Casa Blanca, el presidente Bill Clinton pidió disculpas formalmente a los participantes en el experimento Tuskegee.
El impacto del conocimiento por parte de la sociedad de este experimento propició el establecimiento de la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos en Investigación Biomédica y Conductual y la creación del Acta Nacional de Investigación de la que derivó la obligación de que los experimentos contaran con una revisión ética independiente por parte de los Institutional Review Boards (IRBs) -que en España hemos llamado Comités de Ética de la Investigación Clínica- y, posteriormente, al desarrollo de toda la teoría del consentimiento informado. Casi nada.
Es la “resiliencia del técnico” o “la captura del experto”: fenómeno que impele al experto a defender su trabajo; cuantos más años y más esfuerzo le haya dedicado, más difícil será que lo llegue a criticar en sus fundamentos, es decir, más se resistirá ante las evidencias que aparezcan y que impugnen su labor.
Este texto lo publicábamos a propósito de un debate sobre las mamografías de cribado entre una funcionaria experta, médico de salud pública, y un médico crítico que acusó a los técnicos que se resistían a hacer cambios sensibles en los programas de cribado de cáncer de mama (por ejemplo, mejorar la información sobre los riesgos) de ser incapaces de criticar su actividad sencillamente porque vivían de ella y le habían dedicado mucho esfuerzo y convicción.
Dubet (2006) afirmaba que los expertos tienden a considerar sus prácticas institucionalizadas como una especie de santuario a salvo de los desórdenes del mundo e interpretar la exigencia social de rendir cuentas como una abdicación de la razón y la ciencia. Así lo pensaban todos los expertos y funcionarios que durante 40 años defendieron el experimento Tuskegee.
Por tanto, ¿Podemos esperar que los expertos y políticos directamente implicados en un programas tan institucionalizado como el de cribado de cáncer de mama sean capaces de criticarlo? No. Los expertos y políticos implicados tienen conflictos de interés profesional, personal y emocional demasiado importantes.
Los cambios en medicina requerirán, como pasó con el experimento Tuskegee, no solo evidencias -que serán inmediatamente contestadas por los expertos- sino sobre todo de un contexto social y cultural determinado capaz de colocar a los expertos en su sitio.
Como dijo Feyerabend:
“Los expertos están pagados por los ciudadanos; son sus sirvientes, no sus amos y han de ser supervisados por ellos como el fontanero que repara una gotera ha de ser supervisado por la persona que lo contrata; de otra manera, ésta tendrá que hacerse cargo de una abultada factura e incluso de una gotera aun mayor.” (Feyerabend, 1984)
BIBLIOGRAFÍA
Dubet F (2006) El declive de la institución: profesionales, sujetos e individuos en la modernidad Gedisa: Madrid
Feyerabend P (1984) Adiós a la razón Tecnos: Madrid, 1984
Fletcher J (2000) A case study in historical relativism. The Tuskegee (Public Health Service) Syphilis Study Accesible en http://www.columbia.edu/itc/hs/pubhealth/p9740/readings/fletcher.pdf
El experimento Tuskegee. Accesible en http://es.wikipedia.org/wiki/Experimento_Tuskegee
Con este motivo hemos reeditado parcialmente una entrada en la que analizábamos qué pasó con este caso y cuál fue el papel de los expertos.
Este experimento fue un estudio clínico llevado a cabo entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama (Estados Unidos), por los servicios públicos de salud americanos. Entonces 400 aparceros afroamericanos, en su mayoría analfabetos, fueron estudiados para observar la progresión natural de la sífilis si no era tratada, llegando hasta la muerte.
En 1932, cuando empezó el estudio, los tratamientos para la sífilis eran muy tóxicos, peligrosos y de efectividad cuestionable. Parte del estudio era determinar, precisamente, si los beneficios del tratamiento compensaban su toxicidad y reconocer las diferentes etapas de la enfermedad para desarrollar tratamientos adecuados en cada una de ellas. Los doctores responsable del estudio reclutaron a 399 hombres negros, supuestamente infectados con sífilis, para estudiar el progreso de la enfermedad durante los 40 años siguientes.
En 1947, tras quince años del inicio del experimento, la penicilina se convirtió en el tratamiento de elección para la sífilis. Antes de este descubrimiento, la sífilis frecuentemente conducía a una enfermedad crónica, dolorosa y con fallo multiorgánico. En vez de tratar a los sujetos del estudio con penicilina y concluirlo, o establecer un grupo control para estudiar el fármaco, los científicos del experimento Tuskegee decidieron ocultar la información sobre la existencia de una terapia altamente efectiva a los sujetos participantes en el experimento para así poder continuar estudiando el curso natural de la enfermedad sin tratamiento. El estudio continuó hasta 1972 cuando se publicó el artículo de Jean Heller.
Es decir, un grupo de investigadores, seguramente altamente competentes, justificaron mantener a personas deliberadamente enfermas y des-informadas durante 25 años -por supuesto, negras, ignorantes y pobres- en nombre del bien común, el avance de la ciencia y el (posible) bien que el conocimiento adquirido pudiera procurar a la mayoría de la población. Se justificó el mal de unos pocos, y mantener su ignorancia acerca de la posibilidad de curación y las consecuencias del experimento, por el potencial bien de muchos (cada vez más “potencial” ya que la penicilina hacía prácticamente irrelevante este conocimiento).
Cuando salió a la luz pública el asunto, de los 399 participantes, 28 habían muerto de sífilis y otros 100 de complicaciones médicas relacionadas. Además, 40 mujeres resultaron infectadas por sus parejas y 19 niños contrajeron la enfermedad al nacer.
El equipo que llevó a cabo el estudio formaba parte de la sección de enfermedades venéreas de los Servicios Públicos de Salud de Estados Unidos (Public Health Service; en adelante PHS). Los estándares de investigación eran adecuados al inicio del estudio, cuando no existía un tratamiento efectivo para la sífilis, pero una vez desarrollada la penicilina, la justificación ética de continuar con el experimento fue cada vez más dependiente de las opiniones de los expertos. Estos funcionarios creían, como la abundante documentación histórica existente acredita, que pocas personas fuera de la comunidad científica podían comprender las complejidades de la investigación y la naturaleza y objetivos del experimento.
El estudio que se estaba realizando en Tuskegee no era secreto sino bien conocido por la comunidad científica y las personas vinculadas a los servicios de salud pública norteamericanos. Desde que en 1934 se publicaron los primeros datos clínicos y en 1936 el primer informe de envergadura, hasta 13 artículos fueron publicados a lo largo de todo el programa.
En 1951, cuando el estudio fue revisado, el Dr. Keller, director del programa, reconoció que los sujetos en investigación podrían ver sus vidas acortadas pero siguió defendiendo su “deber científico de continuar con el estudio”:
“Llevamos ya más de 20 años de dedicación de la División, fondos y personal dedicado… así como una responsabilidad con los cuidados de los supervivientes y demostrarles que su entrega como sujetos de investigación, aun a costa de acortar sus vidas, ha merecido la pena. Finalmente, una responsabilidad en conocer, hasta donde podamos, la historia natural de la sífilis” (Fletcher, 2000)
Los razonamientos del Dr. Keller incluían, como vemos, llamamientos al avance de la ciencia, mezclados con razones pragmáticas relacionadas con su propia dedicación profesional y el esfuerzo institucional. No le hizo ascos, el Dr. Keller, a una hipócrita argumentación emocional que todo el mundo en esos años pareció aceptar.
Ciertamente, era evidente que cuantos más años pasaban más difícil era reconocer para los profesionales directamente implicados en el experimento que su trabajo no podía seguir considerándose beneficente; para la propia institución del PHS era muy duro aceptar que habían dedicado un ingente esfuerzo organizativo, económico y profesional a un programa de investigación injustificable moralmente.
La primera voz que explícita y públicamente criticó el estudio lo hizo en 1965 (33 años después de iniciado el experimento), en una carta que el Dr. Irwin Schatz remitió a los autores de uno de los artículos:
“Estoy completamente atónito sobre el hecho de que haya médicos que permitan que haya pacientes con enfermedades potencialmente fatales que permanezcan sin tratamiento cuando existen terapias eficaces y accesibles. Asumo que ustedes piensan que la información que puedan obtener del estudio del grupo de pacientes no tratados merece su sacrificio. Si ese es el caso, entonces sugiero que los Servicios de Salud Pública de los Estados Unidos y de los médicos que trabajan para ellos, re-evalúen sus juicios morales sobre el asunto”. (Fletcher, 2000)
El Dr. Anne Yobs, coautor del artículo científico, recibió la carta y en un comentario a los editores, rechazo contestarla con un desparpajo supino:
“Esta es la primera carta de este tipo que hemos recibido. No pienso contestarla” (Fletcher, 2000)
En 1966, Peter Buxtun, un investigador de enfermedades venéreas del PHS de San Francisco, envió una carta al jefe de la sección de venéreas de la institución pública, expresando su preocupación por la moralidad del estudio Tuskegee. Esta preocupación fue considerada y el Centers for Disease Control and Prevention (CDC), organización de la que dependía el PHS se reafirmó en la necesidad de completar el estudio “hasta que todos los pacientes hubieran muerto”, y realizar sus autopsias.
Para apoyar esta posición, el CDC buscó y encontró apoyo profesional tanto en las delegaciones locales de la Asociación Médica Nacional que representaba a los médicos afroamericanos como en la Asociación Médica Americana. (Fletcher, 2000)
En 1968, William ‘Bill’ Carter Jenkins, estadístico afroamericano del PHS, que trabajaba en el Departamento de Salud, Educación y Asistencia Social, fundó y editó Drum, una revista dedicada a acabar con la discriminación en su departamento. En Drum, Jenkins pidió repetidas veces el fin del experimento Tuskegee, pero no tuvo éxito. (Wikipedia)
Peter Buxtun, cuatro años después de su primera queja, finalmente, acudió a la prensa. La noticia apareció por primera vez en el Washington Star el 25 de julio de 1972, y al día siguiente en la portada del New York Times.
Entonces todo fue “rasgarse las vestiduras”. El senador Edward Kennedy organizó una vista en el Congreso donde Buxtun testificó. A consecuencia de la enérgica protesta pública que se organizó, en 1972 un grupo consultor creado ad hoc determinó que el estudio no tenía justificación médica y ordenó su fin. La presión social consiguió parar el experimento.
Los investigadores, técnicos y funcionarios del Public Health Service -evidentemente gente honrada, bienintencionada, defensores de la ciencia y de la salud pública- lo habían justificado durante 40 años, con la connivencia de todos los profesionales conocedores del experimento. Tan solo unos pocos se atrevieron, durante los largos 40 años que duró el experimento, a levantar la voz contra esta infamia perfectamente institucionalizada.
El 16 de mayo de 1997, con cinco de los ocho supervivientes presentes en la Casa Blanca, el presidente Bill Clinton pidió disculpas formalmente a los participantes en el experimento Tuskegee.
El impacto del conocimiento por parte de la sociedad de este experimento propició el establecimiento de la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos en Investigación Biomédica y Conductual y la creación del Acta Nacional de Investigación de la que derivó la obligación de que los experimentos contaran con una revisión ética independiente por parte de los Institutional Review Boards (IRBs) -que en España hemos llamado Comités de Ética de la Investigación Clínica- y, posteriormente, al desarrollo de toda la teoría del consentimiento informado. Casi nada.
Es la “resiliencia del técnico” o “la captura del experto”: fenómeno que impele al experto a defender su trabajo; cuantos más años y más esfuerzo le haya dedicado, más difícil será que lo llegue a criticar en sus fundamentos, es decir, más se resistirá ante las evidencias que aparezcan y que impugnen su labor.
Este texto lo publicábamos a propósito de un debate sobre las mamografías de cribado entre una funcionaria experta, médico de salud pública, y un médico crítico que acusó a los técnicos que se resistían a hacer cambios sensibles en los programas de cribado de cáncer de mama (por ejemplo, mejorar la información sobre los riesgos) de ser incapaces de criticar su actividad sencillamente porque vivían de ella y le habían dedicado mucho esfuerzo y convicción.
Dubet (2006) afirmaba que los expertos tienden a considerar sus prácticas institucionalizadas como una especie de santuario a salvo de los desórdenes del mundo e interpretar la exigencia social de rendir cuentas como una abdicación de la razón y la ciencia. Así lo pensaban todos los expertos y funcionarios que durante 40 años defendieron el experimento Tuskegee.
Por tanto, ¿Podemos esperar que los expertos y políticos directamente implicados en un programas tan institucionalizado como el de cribado de cáncer de mama sean capaces de criticarlo? No. Los expertos y políticos implicados tienen conflictos de interés profesional, personal y emocional demasiado importantes.
Los cambios en medicina requerirán, como pasó con el experimento Tuskegee, no solo evidencias -que serán inmediatamente contestadas por los expertos- sino sobre todo de un contexto social y cultural determinado capaz de colocar a los expertos en su sitio.
Como dijo Feyerabend:
“Los expertos están pagados por los ciudadanos; son sus sirvientes, no sus amos y han de ser supervisados por ellos como el fontanero que repara una gotera ha de ser supervisado por la persona que lo contrata; de otra manera, ésta tendrá que hacerse cargo de una abultada factura e incluso de una gotera aun mayor.” (Feyerabend, 1984)
BIBLIOGRAFÍA
Dubet F (2006) El declive de la institución: profesionales, sujetos e individuos en la modernidad Gedisa: Madrid
Feyerabend P (1984) Adiós a la razón Tecnos: Madrid, 1984
Fletcher J (2000) A case study in historical relativism. The Tuskegee (Public Health Service) Syphilis Study Accesible en http://www.columbia.edu/itc/hs/pubhealth/p9740/readings/fletcher.pdf
El experimento Tuskegee. Accesible en http://es.wikipedia.org/wiki/Experimento_Tuskegee
No hay comentarios.:
Publicar un comentario