martes, 13 de marzo de 2018

Del indio sin alma al indígena sin cultura: respuesta a GMI Consulting


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Del indio sin alma al indígena sin cultura: respuesta a GMI Consulting

 

Autor: Julio Glockner

Cuando los europeos descubrieron para sí el “Nuevo Mundo”, se preguntaron con insistencia si sus pobladores tenían alma. Como su primer impulso fue responder con una negativa, el papa Pablo III tuvo que dictar en 1537 la bula Sublimis Deus para que la naturaleza racional de los indios fuera oficialmente reconocida. Esto significaba reconocer tanto su capacidad como la necesidad de ser cristianizados y, en consecuencia, su derecho a ser respetados como seres libres y con facultades para ejercer el dominio sobre sus propiedades. Por esta razón, los indios fueron declarados vasallos libres de la Corona y sujetos al pago de tributos. En forma paralela a este proceso se desarrollaba una intensa explotación del trabajo indígena en todos los órdenes de la economía, particularmente en la explotación minera para obtener oro y plata. Los mineros españoles, con la técnica del socavón, extrajeron 191 mil 835 kilos de oro –casi 200 toneladas– entre 1521 y 1830. En cambio, en tan sólo en 10 años –entre 2000 y 2010–, las empresas modernas, con métodos devastadores de la naturaleza como la técnica del tajo abierto, han extraído más de 400 toneladas: 419 mil 97 kilogramos de oro [1].

Durante el periodo colonial, dice Lidia Gómez García [2], con el establecimiento de la República de Indios, la figura jurídica del cabildo de indios que ejercía funciones de gobierno bajo la supervisión de un corregidor o alcalde mayor, le dio al concepto de “indio” un sustento legal, formalmente establecido durante los primeros años del virreinato. Después de largas discusiones sobre los derechos que debía otorgarse a los nativos de América, se decidió considerar jurídicamente al indio como menor de edad, definición que le concedió el derecho a ser protegido por la Corona Española frente a los abusos de los españoles colonizadores. La definición de indio, en consecuencia, no correspondía a una clasificación racial, sino a un estado jurídico y su reconocimiento como “sujeto de derecho”, aunque, en realidad, las diferencias con los pueblos indios no se asumieron como una diferencia cultural sino racial, lo que implicaba una discriminación mayor pues se les prohibió el trato con los españoles, no podían usar la vestimenta europea, ni tener caballos con silla y freno y tampoco armas. Es decir, el indio novohispano fue, sobre todo, una construcción racista de los europeos. En México, desde la conquista se convirtió en el nombre del habitante que antes y siempre había vivido en este Continente porque el concepto no provenía, dice Carlos Montemayor [1], del sujeto mismo a quien se aplicaba, sino de la sociedad que lo conquistaba. A partir del siglo XVII, cuando la palabra indio aparece en los diccionarios europeos, ya está impregnada de una serie de significados despectivos forjados en la imaginación de los colonialistas: bárbaro, cruel, grosero, ignorante, inhumano, aborigen, antropófago, natural y salvaje. El primer Diccionario de la Real Academia Española, publicado en 1726, agregó otros calificativos despectivos: tonto y crédulo.
En 1798, el Diccionario de la Academia Francesa introdujo una importante modificación al emplear la palabra indígena, que comenzó a utilizarse para nombrar a quienes nacen en una región específica. Si utilizáramos esta palabra en un sentido amplio, indígena sería tanto un parisino nacido en París, como un ixtacamaxtitleco nacido en Ixtacamaxtitlán, en la Sierra Norte de Puebla. Esta acepción la conserva el Diccionario de la Real Academia Española en la actualidad. Estrictamente hablando, entonces, son comunidades indígenas las comunidades campesinas asentadas desde hace siglos en la región de Ixtacamaxtitlán. Como el significado del término indígena es tan amplio, se ha optado últimamente por emplear el concepto de “pueblos originarios” para referirnos a los descendientes de las antiguas culturas que ocupan ancestralmente un territorio.
En buena medida, las políticas indigenistas de los siglos XIX, XX y lo que va del XXI son una continuación de las políticas coloniales de los Austrias, los Borbones y las Cortes de Cádiz, con las modificaciones que cada época fue implementando. Pero en el centro de las políticas del Estado (sea la Corona Española, la República Independiente o el Estado moderno) siempre ha estado la relación de los indígenas con su tierra y su territorio, que ha sido concebido desde los remotos tiempos precolombinos como un ser vivo, como un ámbito sagrado habitado por los hombres al que debe retribuírsele ritualmente de diversas maneras porque de él se obtienen los mantenimientos indispensables para gozar del bienestar que un ambiente saludable ofrece. Pero ha sido siempre esta reciprocidad con la tierra, el cielo y el inframundo lo que ha causado la incomprensión de los conquistadores, que han visto en ello desde actos demoniacos hasta costumbres reprobables por estar sustentadas en una supuesta ignorancia. La relación con el mundo natural ha sido vista por los conquistadores, desde Cristóbal Colón y Hernán Cortés hasta la trasnacional Monsanto y las mineras modernas, como un recurso susceptible de ser explotado al máximo, cueste lo que cueste, porque promete jugosas ganancias para los inversionistas. De manera que a los ojos de los empresarios, cuya lógica responde exclusivamente al incremento de una ganancia, un territorio y su población consiste únicamente en un espacio que debe ser sometido a la mercantilización de la naturaleza y a la cosificación de los humanos. No hay plantas, ni animales, ni agua y aire puros, ni tierra que produzca alimentos saludables, ni vida apacible y digna de las comunidades que importe, todo ello debe someterse a la implacable ley del capital.

Aunque el equipo de GMI Consulting no ha informado aún cuál fue el procedimiento de su investigación, algo que esperamos den conocer pronto, se les puede juzgar si atendemos a sus conclusiones. Parodiando un precepto bíblico podríamos decir: “Por sus conclusiones los conoceréis”. La conclusión a la que ha llegado el equipo de la consultora GMI Consulting, contratada por la minera canadiense Almaden Minerals, es insólita por su cinismo, pero explicable por la trayectoria ideológica a la que se debe. La conclusión a la que ha llegado este equipo es que las comunidades indígenas no existen en el entorno donde se desempeñarían las actividades de extracción de oro a cielo abierto y, en consecuencia, no hay a quién consultar, como obliga el marco internacional y la ley constitucional. Y obliga a una consulta “libre e informada”, no a una simulación de consulta, como se pretende hacer ahora, induciendo la voluntad de la gente con obsequios, engaños y promesas, visitas guiadas a otras minas para mostrar que son inocuas y demás ardides para lograr su objetivo.
Lo que ha hecho la empresa GMI con una supuesta metodología científica (que en realidad es la aplicación de un método que intenta una especie de etnocidio cultural al desconocer deliberadamente usos y costumbres que responden a una tradición indígena) es colocar a la compañía minera en una situación ideal para justificar que el Estado no realizó la consulta a la población que se vería afectada con la devastación de la naturaleza, que implica la extracción de oro mediante métodos que envenenan la tierra y el agua y destruyen no sólo la belleza natural del lugar, que merece un mejor futuro, sino que impactan negativamente en la flora, fauna y vida humana saludable, como lo demuestra puntualmente el libro de Paul Hersch al analizar la perniciosa instrumentación de estos métodos en Carrizalillo, Guerrero, y en el cerro de San Pedro, en San Luis Potosí, por la minera San Xavier, que sacaba del manto freático 16 millones de litros de agua al día, para mezclarlos con 16 toneladas de cianuro. Esta compañía utilizaba 25 toneladas de explosivos diarios creando ya un cráter de 67 hectáreas.
Desaparecer “metodológicamente” a las comunidades indígenas en Ixtacamaxtitlán es la versión actual de un ideal liberal del siglo XIX personificado por el doctor José María Luis Mora, cuando propuso al Congreso de la Unión, en 1824, que sólo se reconocieran en la sociedad las diferencias económicas y que desapareciera la palabra indio del lenguaje oficial, es decir, que se declarara, por ley, la inexistencia de los indios. Quienes comulgaban con esta estupidez comenzaron a llamar a los pueblos originarios “los antes llamados indios”. Es sabido que el pensamiento liberal se opuso frontalmente a la orientación comunal de la propiedad. La consecuencia de esta política fue el apoderamiento privado de las tierras de estos pueblos lanzando millones de hectáreas al mercado, de donde surgieron los inmensos latifundios y el trabajo semifeudal de los peones acasillados en las haciendas del porfiriato. ¿Debo recordar que esta situación provocó la violenta irrupción de la revolución mexicana y la restitución a lo largo de varias décadas de las tierras comunales, vía el ejido, a los pueblos originarios que las demandaban?

En febrero de 2017 se publicó un minucioso informe titulado Minería canadiense en Puebla y su impacto en los derechos humanos. Por la vida y el futuro de Ixtacamaxtitlán y la Cuenca del Río Apulco. Sus autores, Alejandro González, Tamar Hayrikyan, Patricia Legarreta, Mayeli Sánchez, Julieta Lamberti, Oscar Pineda, Silvia Villaseñor, Alejandro Marreros y Esmeralda García forman parte de las organizaciones IMDEC, Poder, CESDER y la Unión de Ejidos y Comunidades en Defensa de la Tierra, al Agua y la Vida, Atcolhua. Se trata de una investigación cuidadosa y muy bien sustentada que pinta de cuerpo entero a la minera Almaden Minerals como perniciosa en sus procedimientos administrativos y en sus afectaciones ambientales, que ha impactado negativamente en los derechos humanos en México y otros países. Tengo la certeza de que la minera canadiense recurrió a la empresa GMI Consulting para contrarrestar la demoledora crítica que llevaron a cabo estos colegas.
En las próximas semanas instalaremos en el auditorio de Ixtacamaxtitlán la exposición itinerante que han organizado los antropólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia-Morelos, que muestra los daños que la minería a cielo abierto causa al medio ambiente y a la salud humana. Es un buen espacio para tener también un debate con el equipo de investigación de GMI Consulting. Están cordialmente invitados a participar en una mesa redonda donde analicemos tanto la existencia de comunidades indígenas en la región, como los perjuicios irreversibles que puede causar la minería. Si aceptan debatir con nosotros háganlo saber por este medio para ponernos de acuerdo en los términos de la discusión.

Referencias:

  1. Hersch, Paul; El oro o la vida. Patrimonio cultural y megaminería: un reto múltiple, INAH, 2015.
  2. Gómez García Lidia; La construcción del Estado nacional desde la perspectiva de los pueblos indios en Puebla, Educación y Cultura-BUAP, México, 2010.
  3. Montemayor, Carlos; Los pueblos indios de México hoy, Planeta, México, 2001.
Julio Glockner*
*Antropólogo egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Co-fundador del Colegio de Antropología Social de la UAP. Autor de Los volcanes sagrados. Mitos y rituales en el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl; Así en la tierra como en el cielo. Pedidores de lluvia del volcán; Mirando el paraíso y La realidad alterada. Drogas enteógenos y cultura. Investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la UAP

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