domingo, 3 de febrero de 2019

El triunfo del infantilismo...


disidentia.com

El triunfo del infantilismo... 

 

 

Javier Benegas

Durante el rodaje de la película Salvar al soldado Ryan, los publicistas del estudio de cine publicaron una fotografía del protagonista, Tom Hanks, intercambiando opiniones con el director, Steven Spielberg, en el set de rodaje. En la imagen resultante, se mostraba a dos hombres con un fuerte contraste en su atuendo. Hanks aparecía vistiendo el uniforme de combate de los Rangers, mientras que Spielberg lucía una desenfadada camiseta y una gorra de béisbol.
A David Frum, aquella imagen le pareció una síntesis espléndida: los años noventa se reunían con los años cuarenta. De un solo vistazo, uno podía ir a delante y atrás en el tiempo, y saltar en un instante el medio siglo que separaba al hombre vestido de guerrero del hombre con el atuendo infantil. Este fuerte contraste llevaba implícita algunas preguntas: ¿a dónde se había ido uno y de dónde había venido el otro? ¿Cuándo, como y por qué?
Lo cierto es que en poco más de cuatro décadas, desde mediados del siglo XX a los albores del XXI, Estados Unidos y Europa habían cambiado radicalmente. Esta transformación, reflejo de un largo periodo de progreso y prosperidad, no sólo era externa, era también interior. Las personas trataban de dar sentido a su vida de una forma completamente diferente. Se había cambiado de una sociedad de individuos sacrificados, con un profundo sentido del deber, de la lealtad y el compromiso, a otra de seres egocéntricos y poco de fiar, para quienes esas sagradas convenciones se habían convertido en irritantes obstáculos.
Advertir sobre este cambio poco tenía que ver con la nostalgia y con esa afirmación recurrente de que cualquier tiempo pasado fue mejor
Para Frum, Paul Johnson, David Horowitz o Bruce Schulman, entre otros, advertir sobre este cambio poco tenía que ver con la nostalgia y con esa afirmación recurrente de que cualquier tiempo pasado fue mejor, que toda generación en trance de ser relegada expresa como reproche en la despedida.
Las nuevas generaciones no sólo vivían mejor que las anteriores, también vivían más tiempo. Su calidad y su esperanza de vida se habían visto incrementadas como jamás antes había sucedido a lo largo de la historia. El progreso tecnológico y científico había permitido al hombre pisar la Luna, convertir en simples contratiempos enfermedades que en el pasado tenían una alta tasa de mortalidad, comunicarse con la otra punta del mundo en tiempo real, recorrer enormes distancias a velocidad de vértigo, tener al alcance de la mano productos no sólo de primera necesidad, sino también lujos, caprichos y entretenimiento.
En cuanto alcanzaban la pubertad, los hijos solían ser más altos que sus padres, porque su cuidado y alimentación habían sido mucho mejores. Y accedían en masa a las universidades, en buena medida gracias al esfuerzo previsor de sus progenitores, pero también porque el progreso y la prosperidad habían democratizado el acceso al conocimiento.
En prácticamente todos los órdenes, el mundo occidental había dado un salto hacia delante sin parangón. Para todas las personas la existencia era mucho más gratificante, aún a pesar de las inevitables desigualdades. Sin embargo, algo no iba bien. El progreso había traído muchas cosas buenas, pero también se había cobrado un precio que pasó desapercibido. El espíritu sacrificado de las generaciones anteriores, acostumbradas a la lucha permanente por la supervivencia y la procreación, había cedido el paso a la búsqueda de la gratificación inmediata y la autosatisfacción.
Visto desde el interior de unas ciudades cada vez más confortables y seguras, el mundo ya no parecía un entorno hostil, parecía más bien un lujoso y cómodo supermercado donde todo estaba al alcance de la mano, tan cerca que se podía tocar con los dedos. Rápidamente se propagó la creencia de que la sociedad de la abundancia tenía una finalidad: de una forma u otra, de grado o por fuerza, debía satisfacer todos los deseos. Lo contrario era una inmoralidad, una injusticia e, incluso, un crimen. Y la búsqueda de la igualdad en todos los órdenes se convirtió en el nuevo Santo Grial.
La lucha por la supervivencia y la descendencia ya no daban sentido a la vida. En su lugar, lo que el hombre urbanita demandaba era bienestar y autoafirmación
La lucha por la supervivencia y la descendencia ya no daban sentido a la vida. En su lugar, lo que el hombre urbanita demandaba era bienestar y autoafirmación. Y exactamente eso es lo que los gobiernos prometían proporcionar elección tras elección, aún a pesar de que, más allá de unos hogares cada vez más confortables, el mundo no terminara de encajar con esa percepción.
Pero, precisamente, para lidiar con la otra desagradable dimensión estaba el Gran gobierno, que había ido creciendo al calor de tanta prosperidad. Esa era la misión de los cargos electos. Si acaso, la amenaza de la Guerra Fría permitía a estos mantener una cierta tensión existencial e informar de manera muy sucinta, sin agobiar a la población. Mientras el “gran supermercado” siguiera proporcionando bienestar a un ritmo creciente, la opinión pública daría por bien empleados el resto de los recursos y no haría demasiadas preguntas. Ese era el acuerdo tácito: una confianza ciega a cambio de más y más bienestar, de más y más autosatisfacción.
Pero este estado de gracia terminó con la Guerra de Vietnam. Un conflicto que comenzó en 1945, con la lucha contra el colonialismo francés, y terminó en 1975, con la conquista comunista de Saigón. Vietnam desencadenó una crisis de confianza de la que, no sólo Estados Unidos, sino Occidente jamás se recuperó. Curiosamente, se trataba de uno de esos asuntos de la Guerra fría que, tácitamente, el Gran gobierno debía solventar desde la trastienda política sin mayores sobresaltos. Pero no sucedió así.
El invento de la televisión y la ausencia de censura permitió que millones de personas contemplaran aquella guerra en directo, en toda su crudeza. Y muchos jóvenes descubrieron con estupor que, más allá de sus confortables hogares, la realidad podía ser pavorosa. Este sentimiento de pavor, claro está, fue alimentado por una presa sensacionalista rendida a sus jóvenes promesas.
A los manifestantes no pareció importarles demasiado que otros jóvenes menos afortunados se sacrificaran por defender sus libertades. Muy al contrario, los tacharon de asesinos
Mientras la mayoría de los adultos asumían, aun a su pesar, el inevitable sacrificio, sus hijos tomaron las calles y protagonizaron protestas que, poco a poco, degeneraron en violencia y anarquía. A estos manifestantes, mayoritariamente universitarios, no pareció importarles demasiado que otros jóvenes menos afortunados se sacrificaran por defender sus libertades. Muy al contrario, los tacharon de asesinos. Argumentaban que Vietnam, además de ser un país insignificante, estaba demasiado lejos como para suponer una verdadera amenaza. Y concluyeron que la guerra obedecía a otros oscuros intereses, lo que explicaría por qué los presidentes mentían.
Pero no existían otros oscuros intereses, al menos no más allá de los consabidos cambalaches de la Guerra fría y, claro está, de los inevitables cálculos electorales de los sucesivos presidentes. Simplemente, Vietnam fue un desastre que la prensa elevó a la categoría de apocalipsis, lo que degeneró en una neurosis que se manifestó con virulencia en los jóvenes universitarios, pero no así en los adultos.
Estos últimos habían vivido la primera y segunda guerra mundial, además de la guerra de Corea (la guerra olvidada) y estaban curados de espantos. Pero, precisamente por ello, aprovecharon el posterior periodo de paz y prosperidad para trabajar duro, prosperar y mantener a sus vástagos a salvo de todos los padecimientos; es decir, criaron a sus hijos entre algodones. Por eso muchos jóvenes creían fervientemente en un mundo feliz, libre de guerras, amenazas y sacrificios. Porque ese era el único mundo que habían conocido gracias a la sobreprotección de sus progenitores.
Pese a su pretendida épica, aquella rebelión tuvo demasiado de pataleta infatil. De hecho, los policías más jóvenes que sofocaron las revueltas fueron los que se emplearon más a fondo, porque sentían hacia aquellos universitarios una rabia casi infinita. En su opinión, eran niños mimados sin motivo de queja. Justo lo contrario que ellos, que eran gente de origen humilde que realizaba un trabajo duro, peligroso y mal remunerado. Tampoco los trabajadores de la construcción y los estibadores veían con simpatía a esos defensores de la paz universal por razones idénticas. De hecho, llegaron a arremeter violentamente contra los manifestantes en diferentes ocasiones.
Pese a ser vulgares obreros, estibadores, policías o agricultores, muchos norteamericanos entendieron que el movimiento de “no a la guerra” había degenerado a su vez en una guerra cultural que amenazaba con arrasar las instituciones sobre las que se asentaba la “excepcionalidad americana”.
Pese a ser simples obreros, estibadores, policías o agricultores, muchos norteamericanos entendieron que el movimiento de “no a la guerra” había degenerado a su vez en una guerra cultural
No sólo en los Estados Unidos, sino también en las revueltas europeas de los 60, incluida la de mayo del 68 en Francia, sus promotores y protagonistas no fueron los trabajadores ni los jóvenes en general, sino los universitarios de clase media acomodada. Algo que molestaba sobremanera no sólo al común; también algunos intelectuales se situaron muy lejos del carácter afirmativo de la reivindicación juvenil. El modo a su parecer violento en que esos universitarios se dirigían a las instituciones, junto con el carácter burgués de sus reivindicaciones, les producía rechazo.
Es cierto que invocaban a la libertad de expresión y apuntaban a la destrucción de las instituciones, pero como advirtió Theodor Adorno, aquel movimiento ciertamente elitista pretendía desmantelar la tradición sin sustituirla por algo mejor, sin crear un círculo virtuoso de la cultura.
Todo esto no impidió, sin embargo, que, con el paso del tiempo, alrededor de los turbulentos años 60 se asentara una mitología desde la que se proyectaría en buena medida la mentalidad que hoy gobierna el mundo. La mentalidad de la autosatisfacción, los ideales etéreos, las identidades a medida y, sobre todo, el infantilismo travestido de erudición. Una mentalidad, en definitiva, egocéntrica, para la que tener hijos se vincula sin mayores problemas a la destrucción del planeta, como si la civilización occidental fuera una plaga y sus defensores ganado que, además, de emitir al medio ambiente toneladas de metano, como las vacas, provocara destrucción por doquier sin ofrecer contrapartida alguna.
Como expresó el profesor José Luis González Quirós, no es que la historia la escriban los vencedores, sino que los que aspiran a reescribirla quieren vencer. Y no cabe duda de que, frente a aquellos obreros de la construcción, estibadores, policías y jóvenes soldados convertidos en carne de cañón, los infatilizados universitarios que aspiraban a vencer llevaban las de ganar en el largo plazo. Los hillbillys de este mundo dan fe de ello.
No en vano, de las universidades salen los periodistas, los politólogos, analistas, expertos, jueces, abogados, empresarios, políticos, gobernantes e, incluso, directores de cine. Y son ellos quienes a la larga escriben la historia o, si es necesario, la reescriben. Incluso se colocan en un plano de superioridad, luciendo al lado de la vieja figura del héroe una desenfadada camiseta y una gorra de béisbol.
Imagen: fotograma de la película “Salvad al soldado Ryan”

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