jueves, 23 de julio de 2020

La lenta disolución de la República ‎en Francia, por Thierry Meyssan


La lenta disolución de la República ‎en Francia, por Thierry Meyssan

Thierry Meyssan,Red Voltaire

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En sus manifestaciones, los “chalecos amarillos” hacen ondear la bandera de Francia, símbolo ‎siempre ausente en las reuniones organizadas por los ecologistas. ‎

La primera ola

En octubre de 2018, una sorda protesta se hacía sentir desde las pequeñas localidades y los ‎campos de Francia. Los dirigentes del país y los medios de difusión descubrían, estupefactos, la ‎existencia de una clase social que no conocían hasta entonces y a la que nunca antes se habían ‎visto confrontados: una pequeña burguesía excluida de las grandes ciudades y relegada al llamado ‎‎«desierto francés», donde los servicios públicos son muy limitados y el transporte público ‎inexistente. ‎

Esa protesta, que en algunos lugares llegó a tomar visos de revuelta, tuvo como factor ‎desencadenante un impuesto sobre el combustible diésel –impuesto que oficialmente tenía como ‎objetivo alcanzar las metas planteadas en el Acuerdo de París sobre el medioambiente. ‎Los ciudadanos que protestaban estaban muchos más afectados que los demás porque vivían ‎lejos de todo y su única posibilidad de transporte era el uso de sus vehículos personales. ‎

A raíz de la disolución de la Unión Soviética, se produjo una reorganización de la economía ‎mundial. Las empresas occidentales cerraron cientos de millones de puestos de trabajo en sus ‎países y los trasladaron a China. En Occidente, la mayoría de los trabajadores que perdieron sus ‎empleos tuvieron que aceptar trabajos menos remunerados, se vieron obligados a abandonar las ‎grandes ciudades –ya demasiado onerosas para ellos– para irse a vivir en las zonas periféricas ‎‎ [1].‎

Miembros de esa población relegada, los “chalecos amarillos” aparecieron en 2018 para ‎recordarle al resto de la sociedad que, aun viviendo en las localidades desfavorecidas, seguían ‎siendo parte de Francia y que no podían contribuir a la lucha contra «el fin del mundo» si antes ‎no les ayudaban a sobrevivir hasta «el fin de mes». Los “chalecos amarillos” denunciaban la ‎inconciencia de los dirigentes políticos que –desde sus cómodas oficinas en París– eran incapaces ‎de ver las dificultades que enfrentan otras categorías poblacionales [2]. ‎

Los primeros debates políticos entre ciertas personalidades políticas y algunas de las principales ‎voces de los “chalecos amarillos” fueron todavía más increíbles: cuando los políticos proponían ‎medidas sectoriales, los miembros de los “chalecos amarillos” respondían describiendo ‎serenamente los desastres provocados por la globalización financiera. Los políticos se veían ‎totalmente desorientados mientras que los miembros de los “chalecos amarillos” exponían una ‎visión panorámica de la situación. Los políticos no mostraban la capacidad de análisis necesaria, que ‎sí estaba presente entre los electores. ‎

Por suerte para la clase dirigente, los medios de difusión se dieron a la tarea de ocultar a los ‎‎“chalecos amarillos” mostrando a otros manifestantes que expresaban su cólera con gran energía, ‎pero de manera mucho menos inteligente. La agravación del conflicto, con la participación ‎de una parte importante de la población, hizo que llegara a temerse una eventual revolución. ‎Presa del pánico, el presidente francés Emmanuel Macron se encerró durante 10 días en su ‎bunker subterráneo, bajo el Palacio del Elíseo, anulando todas sus salidas y encuentros fuera del ‎edificio. Pensó en la posibilidad de dimitir y llegó a convocar al presidente del Senado para que ‎este asumiera la presidencia interina de la República. Sólo cuando el presidente del Senado ‎lo mandó a paseo, Macron apareció en televisión anunciando unas cuantas medidas de carácter ‎social, de las cuales ninguna respondía a los reclamos de los “chalecos amarillos”… porque ‎el presidente Macron simplemente no sabía todavía de dónde habían salido esos franceses. ‎

Todos los estudios de opinión tienden a mostrar que este movimiento de protesta no expresa un ‎rechazo de la política per se sino, al contrario, una voluntad política de restaurar la noción del ‎interés general, o sea de la República, en el sentido inicial de la palabra [3]. ‎

La ciudadanía está relativamente satisfecha de la Constitución, pero no de cómo se utiliza o ‎se aplica ese texto. La ciudadanía rechaza, en primer lugar, el comportamiento de la clase ‎política en su conjunto, pero no rechaza las instituciones. ‎

Tratando entonces de recuperar la iniciativa, el presidente Emmanuel Macron decidió organizar ‎un «Gran Debate Nacional» en cada comunidad, algo así como los «Estados Generales» ‎de 1789, anunciando que cada ciudadano tendría derecho a expresarse en esos encuentros y que ‎las proposiciones serían recogidas y tenidas en cuenta. ‎

Pero, desde los primeros días, el presidente se dedicó a controlar la expresión popular, ‎‎¡no hay que permitir que “el populacho” diga todo lo que le pase por la mente! Resultó ‎entonces que temas como la inmigración, el aborto voluntario, la pena de muerte y el matrimonio ‎entre personas del mismo sexo quedaban excluidos del «debate». El presidente Emmanuel Macron dice ser ‎‎un «demócrata»… pero desconfía del pueblo. ‎

Por supuesto, todo grupo de personas está expuesto a dejarse llevar por el apasionamiento. ‎Durante la Revolución Francesa, los sans culottes [4] ‎llegaron a crear desorden en los debates parlamentarios insultando a los diputados desde los ‎espacios reservados al público. Pero en 2019 nada permitía prever que los alcaldes fuesen ‎objeto de la cólera de sus conciudadanos. ‎

La organización del «Gran Debate Nacional» estaba en manos de la «Comisión Nacional del ‎Debate Público». Pero esta pretendía garantizar la libre expresión de cada ciudadano mientras ‎que el presidente Emmanuel Macron quería, al contrario, limitarla a 4 temas: «transición ‎ecológica», «régimen fiscal», «democracia y ciudadanía» y, por último, «organización del ‎Estado y de los servicios públicos». ‎

‎¿Resultado? La Comisión fue disuelta y reemplazada por… 2 ministros. El desempleo, las ‎relaciones sociales, la situación de dependencia de los «adultos mayores», la inmigración y la ‎seguridad quedaron fuera del «debate». ‎

El presidente Macron acaparó entonces el escenario. Participó en varias reuniones, ‎convenientemente transmitidas por televisión, donde respondió a todas las preguntas de los ‎participantes, como si él fuese un experto conocedor de todos los temas, ofreciendo un ejercicio ‎de evidente autosatisfacción. Del proyecto inicial –oír las preocupaciones de la ciudadanía–, el ‎‎«Gran Debate Nacional» pasó a un objetivo muy diferente: explicar a los franceses que están ‎siendo bien gobernados. ‎

Al cabo de 3 meses, 10 000 reuniones y de 2 millones de contribuciones, se elaboró un informe ‎que está cuidadosamente guardado en alguna gaveta. Aunque la síntesis elaborada dice ‎otra cosa, las intervenciones de los participantes en el «Gran Debate Nacional» aludían a las ‎prerrogativas de los políticos que ejercen cargos electivos, los impuestos, la caída del poder ‎adquisitivo, las limitaciones de velocidad en las carreteras, el abandono de las regiones rurales y la ‎inmigración. El «debate» no pasó de ser un simple ejercicio de estilo, que además demostró a ‎los “chalecos amarillos” que el presidente Macron está dispuesto a hablarles… pero no tiene intenciones ‎de oírlos. ‎

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A través de toda Francia, los “chalecos amarillos” organizaron firmas de ‎peticiones a favor de la institucionalización de un Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC).

¡Pero nosotros somos demócratas!

En sus manifestaciones, numerosos “chalecos amarillos” mencionaron la propuesta de Etienne ‎Chouard, propuesta de la que finalmente nunca se habló en el «Gran Debate Nacional». Hace ‎unos 10 años que Etienne Chouard [5] recorre Francia explicando a los franceses que una Constitución sólo es legítima ‎cuando la redacta la ciudadanía que va a regirse por ella. Por consiguiente, Etienne ‎Chouard estima que debe conformarse una Asamblea Constituyente, cuyos miembros serían ‎designados por sorteo, para redactar una Constitución que se sometería a un referéndum. ‎

El presidente Emmanuel Macron respondió con la creación, mediante un sorteo, de una asamblea ‎que llamó «Convención Ciudadana». Pero, como hizo con el «Gran Debate Nacional», desde el ‎primer día, Macron adulteró la idea inicial. Ya no se trataba de redactar una nueva Constitución ‎sino sólo de abundar sobre uno de los 4 temas que el propio Macron ya había impuesto. ‎

El presidente Emmanuel Macron no vio en el uso del sorteo una manera de liberar el debate de los ‎privilegios adquiridos por ciertas clases sociales o de escapar al predominio de los partidos ‎políticos. Abordó el sorteo simplemente como un medio de conocer mejor la voluntad popular, ‎al estilo de los institutos que realizan sondeos de opinión. Así que ordenó dividir la población por ‎regiones y categorías socio-profesionales y, sólo después de realizada esa categorización, los ‎miembros de la «Convención Ciudadana» fueron designados por sorteo dentro de cada uno de ‎esos grupos, como se escoge a un grupo de encuestados para participar en un sondeo de opinión. ‎Cómo se materializó la conformación de cada grupo es algo que nunca se dio a conocer. ‎Además, Emmanuel Macron puso la organización de los debates en manos de una firma ‎especializada en la animación de paneles, de manera que el resultado es el mismo que habría ‎arrojado la organización de un sondeo de opinión. Esta «Convención Ciudadana» no formuló ‎ninguna proposición propia sino que se limitó a priorizar las proposiciones que le fueron ‎presentadas. ‎

Claro, ese proceso es mucho más formal que un sondeo de opinión… pero no tiene nada de ‎democrático ya que sus participantes nunca pudieron presentar iniciativas. Las propuestas más ‎acordes con el consenso comúnmente admitido serán presentadas al parlamento o sometidas ‎al pueblo mediante un referéndum. Por cierto, no está de más recordar que el último ‎referéndum realizado en Francia, hace 15 años, dejó un pésimo recuerdo: los franceses ‎se pronunciaron contra la política del gobierno, que a pesar de ello impuso su propio objetivo ‎por otras vías, ignorando olímpicamente la voluntad que la ciudadanía había expresado. ‎

La verdadera naturaleza de esta “asamblea de ciudadanos” quedó al descubierto cuando ‎sus miembros hicieron saber que no querían someter a referéndum una propuesta que ‎ellos mismos habían aprobado. ¿Por qué no querían someterla a referéndum? Porque estimaban ‎que el pueblo, la ciudadanía que ellos supuestamente representaban, seguramente la rechazaría. ‎De esta manera reconocían implícitamente que, sobre la base de los argumentos que les habían ‎presentado, ellos habían aceptado una propuesta a sabiendas de que el Pueblo razonaría de otra ‎manera. ‎

¡No soy yo, son los científicos!

Cuando apareció la epidemia de Covid-19, el presidente Emmanuel Macron se dejó convencer ‎por el especialista británico en estadística Neil Ferguson [6] de que ‎se trataba de una situación de extremo peligro. Cuando decidió imponer a los franceses el ‎confinamiento obligatorio generalizado, lo hizo siguiendo las recomendaciones del antiguo ‎equipo de Donald Rumsfeld [7]. Y, finalmente, optó por protegerse de las críticas ‎creando un «Consejo Científico», cuya presidencia puso en manos de una personalidad cuyo ‎criterio creía incuestionable [8].‎

Hubo una sola voz plenamente autorizada que criticó ese dispositivo, uno de los más eminentes ‎epidemiólogos de todo el mundo: el profesor Didier Raoult [9]. Al final de la crisis, el profesor ‎Raoult fue llamado a prestar testimonio ante una comisión de la Asamblea Nacional y declaró que ‎Neil Ferguson es un charlatán; que el «Consejo Científico» –del cual él mismo había sido ‎miembro hasta que acabó dimitiendo– está viciado por una serie de conflictos de intereses que ‎lo vinculan a Gilead Science –transnacional estadounidense que tuvo como presidente al ya ‎mencionado Donald Rumsfeld–; que ante una situación como esta epidemia el papel de los ‎médicos es dedicarse a salvar vidas, en vez de experimentar con los pacientes; que los resultados de los médicos dependen de la visión que ellos mismos tienen sobre su profesión y ‎que es por esas razones que los enfermos de Covid-19 internados en los hospitales de París tenían ‎‎3 veces más probabilidades de morir que los ingresados en los hospitales de Marsella. ‎

Los medios de difusión no se molestaron en analizar el testimonio del profesor Didier Raoult sino ‎que se dedicaron a resaltar las reacciones hostiles de la nomenklatura administrativa y médica. ‎Optaron por dar máxima cobertura a las críticas contra el profesor Raoult, cuando este eminente ‎miembro de la élite científica mundial acaba de cuestionar la eficacia de las acciones del ‎presidente de la República, Emmanuel Macron, del gobierno francés y de la clase médica francesa ‎en el enfrentamiento de la epidemia. ‎

La segunda ola

La primera ronda de las elecciones municipales francesas había tenido lugar el 15 de marzo ‎de 2020, justo al inicio de la epidemia de Covid-19 en suelo francés. En las localidades periféricas ‎y en las zonas rurales –territorios de los “chalecos amarillos”–, esa primera ronda permitió la ‎elección inmediata de alcaldes y consejos municipales. Pero, como siempre, en las grandes ‎ciudades las cosas son más complicadas y se hacía necesaria una segunda vuelta, que tuvo que ‎esperar hasta el pasado 28 de junio. ‎

Resultado: 6 electores de cada 10, ya decepcionados por el «Gran Debate Nacional» e ‎indiferentes ante la «Convención Ciudadana», no acudieron a votar. ‎

Ignorando esa protesta silenciosa, los medios de difusión interpretan el voto de la minoría como ‎un «triunfo de los ecologistas». Sería más correcto decir que la abstención de 6 de cada ‎‎10 electores ilustra el divorcio definitivo entre los partidarios de la lucha contra «el fin ‎del mundo» y la población que lucha por sobrevivir hasta «el fin de mes». ‎

Los estudios de opinión nos aseguran que el voto ecologista está enraizado principalmente entre ‎los funcionarios. Eso es una constante en todos los procesos prerrevolucionarios: los individuos ‎que se creen más inteligentes, si se sienten vinculados al poder, se ciegan y no entienden ‎lo que están viendo. ‎

La Constitución francesa no prevé esta situación de profunda división en el seno de la población y ‎no establece un mínimo de participación en las elecciones. Así que los resultados de esa segunda ‎ronda electoral en las grandes ciudades francesas, a pesar de no ser democráticos, son válidos. ‎Ninguno de los alcaldes electos en esta segunda vuelta –con la participación de sólo una quinta ‎parta de los electores, o incluso menos– ha solicitado la anulación de ese escrutinio. ‎

Ningún régimen puede perpetuarse sin apoyo de la población. Si esta “huelga” de los electores ‎llegara a extenderse a la próxima elección presidencial francesa, en mayo de 2022, el sistema ‎acabará derrumbándose. Pero ninguno de los dirigentes políticos parece consciente de ello. ‎

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