jueves, 17 de septiembre de 2015

¿Venderías a tus amigos? Si usas redes sociales, probablemente ya lo hiciste




 viral
La economía del compartir, los Creative Commons y la noción de que el Internet ha inaugurado una nueva era de las relaciones económicas entre las personas, sin duda tienen usos y aplicaciones maravillosas para la diseminación del conocimiento y la apertura de la conciencia; sin embargo, parafraseando a Walter Benjamin, “no hay afuera del capitalismo”, y cualquier medio disponible para liberarnos de su magnetismo parece de antemano destinado a sucumbir a su exigencia.
La amistad no parece escapar a este influjo: esquemas aparentemente “amigables” como las tarjetas de regalo, los cafés prepagados o las latas de Coca-Cola con nombres, apelan a una economía basada en el comportamiento social y lo que se espera de este dentro de una comunidad. Aunque a la larga tal vez paguemos más del precio fijado por un producto, a nadie le gusta verse tacaño (“codo” o “marro”, como decimos en México). Aunque la economía clásica (digamos, positivista) afirme que el individuo buscará maximizar la ganancia minimizando la inversión, en el esquema de la cortesía y la gratitud social esta lógica se ve desbancada por la expectativa social y el sentido de pertenencia a una clase social, para lo cual Facebook es también un poderoso aliciente.
Facebook introdujo una nueva significación de la palabra “amigo” al catalogar a tus contactos bajo esa categoría. Tempranas redes sociales como Metroflog, Hi-5 o MySpace no ponían un énfasis tan desmedido en la parte “social” de la experiencia en línea, y probablemente por eso sus utilidades se redujeron mientras Facebook creció como la espuma. Y es que la palabra “contactos” es muy impersonal, muy neutra, muy “profesional”: la gente no quiere sentir que está trabajando mientras está en las redes sociales, pero lo cierto es que al compartir contenido en línea, nuestras interacciones sociales están siendo analizadas (clasificadas, vendidas, etc.) para realizar un nuevo tipo de marketing “a la medida”, como los nuevos ads en Instagram (propiedad, recordemos, de Facebook): ¿no te gusta este comercial?, no te preocupes, tenemos muchos otros que mostrarte.
Cuando compartimos en redes sociales algo que comemos, algo que nos compramos o simplemente nos tomamos una selfie, no estamos compartiendo desinteresadamente una experiencia sino buscando el reconocimiento de otros como parte de una necesidad de identificación de clase. Mucho podríamos discutir sobre si nuestros gustos son realmente “nuestros” (pues cada vez más parece que vivimos en una distopía donde el gusto individual obedece a targets y tipos de público cuidadosamente delimitados por las marcas), pero en el ámbito práctico, “compartir” nuestros hábitos de consumo en las redes sociales no hace sino alimentarlas con el conocimiento de primera mano sobre la forma en que gastamos nuestro dinero –además de darles herramientas para llegar hasta nuestros bolsillos.
A nadie le gusta pensar en sí mismo como un “mero” consumidor, por lo que las marcas se esfuerzan más y más en parecer amigables: colocar ingredientes sociales a tu experiencia (como un sencillo botón de “compartir”) funciona como publicidad gratuita para ellos, y a nosotros nos da la sensación de que no estamos comprando o consumiendo sino “compartiendo”, lo cual es mucho más grato a nivel semántico. La marca no necesita invertir su presupuesto de publicidad en costosas campañas en medios: simplemente puede hacer un video viral que la gente quiera compartir “orgánicamente”, o asociarse a personas (“influencers”) o instituciones respetadas por cierta comunidad para capitalizar la asociación.
Un buen ejemplo de ese marketing orgánico que apela a valores sensibleros es el comercial/cortometraje My dad’s story. Producido como una pieza de contenido viral-feel good, ha capitalizado casi 11 millones de visitas en YouTube para una importante compañía de seguros.
Pero si el altruismo y los buenos valores son así de rentables, ¿quiere decir que las corporaciones y las marcas son las “malas” en este juego? No necesariamente. Como afirma el sociólogo inglés William Davies, las redes sociales son tan adictivas porque nos permiten “experimentar la vida social despojada de todas sus frustraciones y obligaciones”. Por eso nos sorprendemos a nosotros mismos revisando las notificaciones del celular en una fiesta con amigos: deseamos ese ápice de atención “gratuita” de los likes y favs en lugar de tener que invertir tiempo, esfuerzo y atención en nuestros camaradas del mundo real.
Para Davies, lo compulsivo de las redes sociales –lo que a su vez permite que las compañías capitalicen nuestro tiempo e interacciones en línea– parte de que la gente “busca desesperadamente algún tipo de interacción social, pero de un tipo que no limite en absoluto su autonomía personal y privada”, lo que va mucho en consonancia con la filosofía de los mejores mercadólogos del los social media: ataquemos la versión individualista y materialista del mundo actual mientras hacemos productos y servicios que la gente pueda consumir sin sentirse “consumidor”. 
Tener una larga lista de amigos en Facebook puede hacerte sentir popular, pero el mayor beneficiado de tu popularidad, además de la red social misma, son las marcas que pueden analizar tus interacciones con “amigos” y saber más de ti. Lo más perturbador y sorprendente de esto es que en realidad somos los usuarios los que hemos permitido este estado de cosas, y además de dejar de participar en las redes sociales en línea, no parece que haya mucho que hacer para ir en contra.

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