La
economía del compartir, los Creative Commons y la noción de que el
Internet ha inaugurado una nueva era de las relaciones económicas entre
las personas, sin duda tienen usos y aplicaciones maravillosas para la
diseminación del conocimiento y la apertura de la conciencia; sin
embargo, parafraseando a Walter Benjamin, “no hay afuera del
capitalismo”, y cualquier medio disponible para liberarnos de su
magnetismo parece de antemano destinado a sucumbir a su exigencia.
La
amistad no parece escapar a este influjo: esquemas aparentemente
“amigables” como las tarjetas de regalo, los cafés prepagados o las
latas de Coca-Cola con nombres, apelan a una economía basada en el
comportamiento social y lo que se espera de este dentro de una
comunidad. Aunque a la larga tal vez paguemos más del precio fijado por
un producto, a nadie le gusta verse tacaño (“codo” o “marro”, como
decimos en México). Aunque la economía clásica (digamos, positivista)
afirme que el individuo buscará maximizar la ganancia minimizando la
inversión, en el esquema de la cortesía y la gratitud social esta lógica
se ve desbancada por la expectativa social y el sentido de pertenencia a
una clase social, para lo cual Facebook es también un poderoso
aliciente.
Facebook introdujo una
nueva significación de la palabra “amigo” al catalogar a tus contactos
bajo esa categoría. Tempranas redes sociales como Metroflog, Hi-5 o
MySpace no ponían un énfasis tan desmedido en la parte “social” de la
experiencia en línea, y probablemente por eso sus utilidades se
redujeron mientras Facebook creció como la espuma. Y es que la palabra
“contactos” es muy impersonal, muy neutra, muy “profesional”: la gente
no quiere sentir que está trabajando mientras está en las redes
sociales, pero lo cierto es que al compartir contenido en línea,
nuestras interacciones sociales están siendo analizadas (clasificadas,
vendidas, etc.) para realizar un nuevo tipo de marketing “a la medida”,
como los nuevos ads en Instagram (propiedad, recordemos, de
Facebook): ¿no te gusta este comercial?, no te preocupes, tenemos muchos
otros que mostrarte.
Cuando
compartimos en redes sociales algo que comemos, algo que nos compramos o
simplemente nos tomamos una selfie, no estamos compartiendo
desinteresadamente una experiencia sino buscando el reconocimiento de
otros como parte de una necesidad de identificación de clase. Mucho
podríamos discutir sobre si nuestros gustos son realmente “nuestros”
(pues cada vez más parece que vivimos en una distopía donde el gusto
individual obedece a targets y tipos de público cuidadosamente
delimitados por las marcas), pero en el ámbito práctico, “compartir”
nuestros hábitos de consumo en las redes sociales no hace sino
alimentarlas con el conocimiento de primera mano sobre la forma en que
gastamos nuestro dinero –además de darles herramientas para llegar hasta
nuestros bolsillos.
A nadie le
gusta pensar en sí mismo como un “mero” consumidor, por lo que las
marcas se esfuerzan más y más en parecer amigables: colocar ingredientes
sociales a tu experiencia (como un sencillo botón de “compartir”)
funciona como publicidad gratuita para ellos, y a nosotros nos da la
sensación de que no estamos comprando o consumiendo sino “compartiendo”,
lo cual es mucho más grato a nivel semántico. La marca no necesita
invertir su presupuesto de publicidad en costosas campañas en medios:
simplemente puede hacer un video viral que la gente quiera compartir
“orgánicamente”, o asociarse a personas (“influencers”) o instituciones
respetadas por cierta comunidad para capitalizar la asociación.
Un buen ejemplo de ese marketing orgánico que apela a valores sensibleros es el comercial/cortometraje My dad’s story. Producido como una pieza de contenido viral-feel good, ha capitalizado casi 11 millones de visitas en YouTube para una importante compañía de seguros.
Pero
si el altruismo y los buenos valores son así de rentables, ¿quiere
decir que las corporaciones y las marcas son las “malas” en este juego?
No necesariamente. Como afirma el sociólogo inglés William Davies,
las redes sociales son tan adictivas porque nos permiten “experimentar
la vida social despojada de todas sus frustraciones y obligaciones”. Por
eso nos sorprendemos a nosotros mismos revisando las notificaciones del
celular en una fiesta con amigos: deseamos ese ápice de atención
“gratuita” de los likes y favs en lugar de tener que invertir tiempo, esfuerzo y atención en nuestros camaradas del mundo real.
Para
Davies, lo compulsivo de las redes sociales –lo que a su vez permite
que las compañías capitalicen nuestro tiempo e interacciones en línea–
parte de que la gente “busca desesperadamente algún tipo de interacción
social, pero de un tipo que no limite en absoluto su autonomía personal y
privada”, lo que va mucho en consonancia con la filosofía de los
mejores mercadólogos del los social media: ataquemos la versión
individualista y materialista del mundo actual mientras hacemos
productos y servicios que la gente pueda consumir sin sentirse
“consumidor”.
Tener una larga lista
de amigos en Facebook puede hacerte sentir popular, pero el mayor
beneficiado de tu popularidad, además de la red social misma, son las
marcas que pueden analizar tus interacciones con “amigos” y saber más de
ti. Lo más perturbador y sorprendente de esto es que en realidad somos
los usuarios los que hemos permitido este estado de cosas, y además de
dejar de participar en las redes sociales en línea, no parece que haya
mucho que hacer para ir en contra.
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