martes, 29 de mayo de 2018

1968, en busca del mayo perdido


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 1968, en busca del mayo perdido


El relato dominante sobre el mayo francés lo describe como un gran «destape», una emancipación sobre todo cultural, ocultando las dimensiones profundamente políticas de los hechos. ¿Cómo fue posible reducir el movimiento de masas más grande de la historia moderna de Francia a un fenómeno de rebeldía adolescente?
«Que reste-t-il de ces beaux jours?», cantaba Charles Trenet en París, muchos años antes de que ese simbólico adoquín rompiera la vidriera de la sede de American Express en París el 20 de marzo de 1968 y se desataran las masivas movilizaciones que convirtieron a Francia en el emblema de las revueltas populares de 1968 en todo el mundo. ¿Qué quedó de esos días, de esa primavera francesa? Según los relatos dominantes, los oficiales y más mediatizados, lo más importante de esos sucesos se desarrolló en el Barrio Latino, en La Sorbona, en las calles de la metrópolis francesa. En las retinas quedaron grabadas las escenas de barricadas y marchas estudiantiles, grafitis con consignas como «Está prohibido prohibir» o «Sea realista, exija lo imposible» y, en el imaginario colectivo, la idea de que mayo del 68 fue sobre todo una «revolución cultural» y un momento de «destape». Otra interpretación análoga lo describe como un «fenómeno generacional», una revuelta de jóvenes, llegando a calificarlo de rebeldía adolescente y dejando entender así que esos meses que sacudieron a Francia –a tal punto que el presidente Charles de Gaulle viajó a Baden-Baden para visitar a Jacques Massu, comandante en jefe de las fuerzas en Alemania, y asegurarse de su apoyo en caso de que precisara dar un golpe de Estado– fueron un antojo algo ingenuo, pasajero y –por qué no– un tanto frívolo de unos muchachos de clase media que se sublevaban contra sus padres.
Nada de eso, responde Kristin Ross. Catedrática en literatura comparada de la Universidad de Nueva York (Nyu) y experta en cultura política francesa (1) señala que los sucesos de mayo representaron primordialmente «el movimiento de masas más grande en la historia de Francia, la huelga más importante en la historia del movimiento obrero francés y la única insurrección ‘general’ que hayan conocido los países occidentales desarrollados desde la Segunda Guerra Mundial». Esta insurrección, cuya reivindicación profunda era la igualdad, no la libertad (consigna que se le adscribió en los años ochenta), se articuló contra el imperialismo, el capitalismo y el autoritarismo de Charles de Gaulle a la vez. Se extendió por todo el territorio francés, con diversos bastiones de resistencia, y en ella participaron tanto jóvenes como viejos, tanto estudiantes como trabajadores (de todos los sectores), agricultores, artistas… En su libro Mayo del 68 y sus vidas posteriores (Editorial Antonio Machado, 2008), Ross demuestra cómo el relato oficial sobre el mayo francés se fue forjando poco a poco hasta ser despojado totalmente de sus dimensiones políticas. Recién llegada a Nueva York de una visita a Francia, conversó con Brecha sobre cómo la huelga general, en la que participaron 9 millones de habitantes, que duró seis semanas y paralizó a todo el país, desapareció de la historia oficial. Sobre los relatos que sobrevivieron a mayo y los que cayeron en el olvido. Una memoria selectiva nada inocente.
—En su libro señala que una de las maneras de circunscribir la importancia de mayo del 68 ha sido acotándolo temporalmente, reduciendo «15-20 años de radicalismo político» a un solo mes y cuestiona el análisis habitual de que el mayo francés surgió de repente, «como un trueno en un cielo tranquilo»…
—Yo veía una conexión muy directa entre la guerra de Argelia, que concluyó en 1962, y lo que sucedió tan sólo unos años más tarde, cuando todo el país estaba en erupción. Sin embargo, muchos de los franceses con los que conversé cuando comencé el proyecto de escritura del libro me decían: «No, eso no fue así. La guerra terminó y todo volvió a la normalidad. Luego, de repente, hubo una erupción de actividad política al final de la década». Entonces pensé que debía tratarse de un problema de relato. Mi origen académico es en literatura y siempre me interesó mucho cómo las historias comienzan y terminan. Me di cuenta de que para demostrar cómo al menos una parte de quienes «hicieron» mayo del 68 se politizaron justamente a raíz del movimiento anticolonial a comienzos de la década, tenía que comenzar por el primer movimiento de masas de los años sesenta, el que encabezaron los argelinos en 1961, el 17 de octubre (cuando la policía convirtió una multitudinaria marcha pacífica de familias argelinas en París en una masacre, volcando al río Sena tanto a los cuerpos muertos como vivos de argelinos lisiados). Así fue que comencé mi relato, no con los estudiantes tirando piedras al edificio de American Express en París –que es otra manera en que se puede comenzar—, sino con los argelinos. Las luchas contra los poderes coloniales como Francia de fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta inspiraron y politizaron a los propios franceses.
—Describe cómo el mecanismo de «desidentificación» jugó un rol central en la politización de la juventud de clase media francesa. Y también la manera en que la figura del «Otro» –el argelino, el vietnamita y luego el obrero– sirvió para construir una subjetividad política común en los años sesenta en Francia. ¿Podría explicar cómo funcionó?
—Los vietnamitas –en su guerra contra Estados Unidos, que representaba una relación de David y Goliat–, los argelinos en su lucha anticolonial y luego los obreros representaban tres figuras de fuerza y agencia política. Siempre recuerdo lo que Henri Lefebvre solía decir sobre mayo del 68: que ocurrió en Francia porque la parada de metro donde se bajaban los estudiantes de la Universidad de Nanterre los obligaba a caminar por los asentamientos (bidonvilles) de inmigrantes argelinos para llegar a sus salones de clases. Esa proximidad vivida, de caminar diariamente entre dos mundos diferentes –por un lado, un campus universitario funcionalista y recientemente construido y, por otro, los asentamientos de inmigrantes–, resultó en que los estudiantes se organizaran en esos barrios y que los argelinos fueran a los lugares de trabajo en la universidad. Este tipo de encuentros efímeros entre personas con identidades y experiencias muy diferentes y todos los sentimientos que conllevan: los deseos, empatía, incertidumbres y decepciones son parte de esos encuentros. Todo eso es central para la subjetivación política que surgió en el 68. Fue el laboratorio de una nueva consciencia política que suponía el desplazamiento, salirse fuera del rol que uno cumple. Eso es justamente lo que ocurrió con los estudiantes cuando comenzaron a organizarse contra la guerra de Vietnam, por ejemplo, en las «viviendas de obreros» en los suburbios.
—Destaca ese desplazamiento como un aspecto fundamental de la prácticas organizativas de mayo del 68. También señala que el maoísmo inspiró las formas de organizarse…
—Una cosa que me interesa ahora, pero en la que no pensé demasiado cuando escribí el libro, es que dentro de las ideas asociadas al maoísmo que interesaban a los militantes franceses en aquella época había un énfasis en el campesinado. La idea de ir a espacios rurales, intercambiar con la gente que vivía en el campo y que resultaron en desplazamientos más grandes en los años setenta en Francia, como el apoyo a los campesinos, pastores de ovejas, de la región de Larzac que estaban defendiendo su tierra contra la expropiación por las fuerzas armadas, que querían convertirlo en un campo de entrenamiento.
Diría que lo que queda hoy en Francia de lo que otros investigadores y yo llamamos «los largos años sesenta» es un movimiento como el de Larzac. Los movimientos territoriales que son muy visibles en Francia hoy, como el ZAD en Notre-Dame-des-Landes (donde se prolongaron movilizaciones contra la construcción de un aeropuerto, véase «Habitación del tiempo», Brecha, 2-III-18).
—En estos tiempos la izquierda discute sobre política en gran parte en términos de identidad y por momentos las categorías (que fijan esas identidades) resultan mucho más herméticas que en los años sesenta franceses que describe, cuando se logró generar una amplia solidaridad a través de ese mecanismo de «desidentificación». Es posible que una actual reafirmación de las identidades sea una reacción contra el no reconocimiento de diferentes tipos de opresión (étnica o de género, por ejemplo), una etapa en un proceso dialéctico, pero ¿qué posibilidades existen hoy de superar las categorías para encontrar causas comunes?
—La subjetividad política que yo asocio al 68 tiene que ver con ese movimiento de desidentificación de la situación propia, y creo que lo que usted describe ahora es un tipo de afianzamiento de las identidades. Creo que es así y entiendo lo que dice sobre la dialéctica de las identidades. Si hablamos del caso francés, podemos ver que la idea del republicanismo francés impidió que los franceses reconocieran verdaderamente su pasado colonial. En ese sentido, sí, no se reconoció la categoría de raza. Pero lo que me interesa más a mí ahora es el tipo de experimentos que están surgiendo en las nuevas luchas territoriales, como el ZAD en Notre-Dame-des-Landes, que justamente reúnen a personas de grupos extremadamente diferentes: viejos campesinos, jóvenes callejeros, representantes políticos, okupas, naturalistas (que ni siquiera están a favor de la agricultura), campesinos jóvenes radicales. Este tipo de grupos han persistido y conseguido crear una solidaridad en la diversidad, en la que las diferentes identidades no han obstaculizado la acción colectiva. En este caso fue para defender un territorio contra el Estado. Son fuerzas que conservan su autonomía, pero logran asociarse entre sí. Luchan por una causa común, no necesariamente por resolver sus diferencias, y han logrado hacerlo durante largos períodos. La identidad a veces es visto como un obstáculo y a veces es necesario hacerla estallar. Pero lo que me interesa son estos momentos en que un joven callejero planta papas con un campesino o un campesino se baja de su tractor para construir una barricada. El 68 estaba lleno de estos ejemplos. La gente dejó de actuar según su función; los estudiante no estudiaban, los agricultores no cultivaban la tierra y los trabajadores no trabajaban.
—Usted escribe que la verdadera amenaza para el gobierno y la burguesía durante mayo del 68 era justamente eso, que la gente no estaba cumpliendo con las funciones que exigía el capitalismo, no las barricadas en sí. Y que se estaban organizando de nuevas maneras por fuera y en contra de las instituciones establecidas –como la Central General de Trabajadores (Cgt) comunista o el Partido Comunista Francés–, que ya no servían para domesticar el descontento social…
—Sí. Creo que el gobierno estaba tremendamente preocupado porque fue el movimiento de masas más grande en la historia moderna francesa y la huelga más larga y más importante de la historia del movimiento obrero. Es decir, fue un fenómeno enorme que ningún gobierno podía ignorar. Lo que llama la atención fue que en los años posteriores, el 68 se transformó en un relato, por ejemplo, sobre varones que no podían entrar a las residencias estudiantiles de las muchachas. Una versión diluida de mayo del 68 se volvió dominante y la gente comenzó a pensar «en realidad no sucedió nada, nada que pusiera en peligro al Estado». Pero esto no fue así. De hecho, De Gaulle viajó a Alemania para reunirse con el comandante en jefe de las fuerzas francesas en Alemania por las dudas de que tuviese que retomar el poder a la fuerza.
Pero mi libro se trata más sobre el conjunto de estereotipos o tropos a través de los cuales la gente recuerda lo que ocurrió. Sobre lo que se olvida y lo que se vuelve a recordar. Yo diría que, a pesar de todas las conmemoraciones, los coloquios, las ediciones especiales de las revistas, en Francia hoy no se recuerda mucho del 68. A nadie le importa verdaderamente. Lo único que es visible es la lucha en Larzac, y sólo porque el Estado francés entró a Notre-Dame-des-Landes hace tres meses con tanques y otros instrumentos de guerra, en la acción militar y policial más grande desde 1968.
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Si bien fueron los estudiantes los que, con sus manifestaciones contra la guerra de Vietnam, protagonizaron los inicios de la revuelta, la represión que sufrieron convocó al resto de las capas populares creando un movimiento muy diverso. Kristin Ross, recoge en su libro la riquísima historia de experiencias, de prácticas de organización popular que se dieron durante el mayo francés y que revelan la íntima colaboración, por ejemplo, entre estudiantes y obreros, la unión entre crítica intelectual y lucha obrera. Así, en el campus universitario de Censier, en París, a pocas cuadras de La Sorbona, el Comité de Acción (unidad de militancia de base autónoma que se multiplicó de manera exponencial por todo el país, inspirada de la experiencia de los Comités Vietnam de base [CVB]) Trabajadores-Estudiantes se abocó a estrechar los lazos entre obreros y estudiantes. Esta vez los obreros iban a los locales universitarios de Censier, que se terminaron transformando en un centro de coordinación de la huelga general, donde se discutía, se imprimían volantes, etcétera.
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—Analiza cómo los estereotipos que dominan el relato sobre el mayo francés se basan en separaciones conceptuales hechas a posteriori. Por ejemplo, se habla de un movimiento estudiantil que habría estado separado de las movilizaciones obreras; de una revolución cultural separada de la contestación política. Del militante duro, ascético (posteriormente ridiculizado como masoquista), por un lado, y la idea de un hedonismo generalizado, por otro. ¿Por qué surgen estas separaciones?
—Creo que podríamos hablar del discurso revisionista que surge en los años ochenta en términos de una «americanización» de la memoria del mayo francés. Todos los clichés que existían sobre los años sesenta en Estados Unidos, por ejemplo, del punto de vista de Richard Nixon, se trasladó al mayo francés para formar parte de su memoria, lo cual resulta alarmante porque mayo del 68 tiene sus propias particularidades, como la unión entre la crítica intelectual del orden establecido y la lucha obrera. Esto no ocurrió en Estados Unidos, donde los trabajadores mayoritariamente respaldaron la guerra en Vietnam.
Hubo dos estrategias narrativas que, juntas, generaron clichés omnipresentes. Por un lado, la personalización de los relatos de los líderes estudiantiles y, por otro lado, un discurso generalizador que inventó categorías muy amplias como, por ejemplo, «la juventud rebelada».
Jugaron un papel muy importante en este relato los ex líderes estudiantiles que estaban forjándose una fantástica carrera en los medios, posicionándose como los únicos intérpretes del movimiento. Y los medios llevan años repitiendo las mismas versiones. Afortunadamente, la mayoría de esas figuras han desaparecido, con la excepción de Daniel Cohn-Bendit, que sigue teniendo llegada en los medios.
Cuando escribí mi libro, en 1990, hice una predicción. Dije que llegaría el día en el que Bernard Lambert sería reconocido como alguien más importante para la historia del 68 que Daniel Cohn-Bendit. Y ese día ha llegado, porque Bernard Lambert (un militante agrícola, católico y maoísta), que era un campesino autodidacta del oeste de Francia, de Nantes, escribió un libro exigiendo un verdadero poder regional y la descolonización de las provincias. También predije que reconoceríamos que lo que ocurrió en Nantes en el 68 fue más importante que lo que ocurrió en las calles de París.
—¿En qué sentido?
—Porque fue sólo en Nantes que el encuentro del que hablábamos incluyó también a un tercer grupo: los campesinos. En mayo y junio de 1968 funcionó en Nantes y en sus alrededores un gobierno municipal alternativo, una comuna insurreccional. Lo llamaron «La Commune de Nantes». Fue una unión tripartita de campesinos que se encargaban de proveer a los obreros en huelga y a los estudiantes ocupantes de comida y leche.
Es sólo a partir del actual movimiento de la ZAD que podemos concluir que los años sesenta también fueron un momento en que los pueblos comenzaron a identificar que la tensión entre la lógica del desarrollo y la base ecológica de la vida se había transformado en la principal contradicción en sus vidas. Paralelo a la lucha en Larzac, que duró diez años, en las afueras de Tokyo tuvo lugar una lucha idéntica. Campesinos protestaban contra la expropiación de sus tierras para construir el aeropuerto de Narita.
—Escribe sobre la reinterpretación que se hizo en los años ochenta, según la cual las revueltas de mayo habrían sentado la base de la sociedad y el ideal individualista de los ochenta y noventa. ¿Por qué surge esta reinterpretación?
—Existen muchos trabajos de historiadores, politólogos, que han adoptado totalmente la idea de que el capitalismo moderno actual representa lo que el 68 generó. Es decir, en lugar de decir que el capitalismo actual es la traición del 68, argumentan que fue el 68 el que sentó sus bases. Se trata de una prédica neoliberal muy retorcida que emergió por primera vez en los años ochenta, cuando se comenzó a hablar del 68 como proto-capitalista o como parte de la ética emprendedurista. Transformar la huelga general más grande de la historia francesa en su opuesto requirió un esfuerzo laborioso, que se desarrolló desde fines de los años setenta hasta los años noventa. Jugaron un papel importante los izquierdistas arrepentidos que se convirtieron en funcionarios de la memoria, certificados por los medios. Estaban ansiosos por legitimar sus propias trayectorias y generalizar su experiencia personal, mientras muchas personas diferentes que habían participado en el movimiento no tenían acceso a los medios y sus historias no se recogieron.
—Sostiene que la novela policial fue un género muy utilizado para rescatar los relatos perdidos del mayo francés. ¿Por qué?
—Muchos se volcaron al género policial para contar la historia sobre lo que consideraban ser un crimen. El crimen era que sus experiencias habían sido distorsionadas en la memoria oficial del 68. Convirtieron sus experiencias en una trama de misterio, una trama muy interesante. En Francia esto se logró con mucho éxito porque el género de misterio francés se preocupa mucho por la historia, por ejemplo, en la manera en que aspectos olvidados o reprimidos de la situación colonial en Argelia, por citar un caso, se cuelan al presente como un crimen sin resolver.
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