jueves, 19 de julio de 2018

Lo grande y lo pequeño


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Lo grande y lo pequeño

 

 

Ramón Alberto Garza

John Reed después de pasar por la Revolución Mexicana se hizo un buscador profesional de cambios. Por eso cuando empezó la Revolución de Octubre se marchó a Rusia y escribió un libro épico y clave para entender las dinámicas sociales revolucionarias llamado Diez días que estremecieron el mundo.
Diez días en los que Lenin traía en la cabeza exactamente lo que quería, cómo y por qué. Al mismo tiempo que ordenaba el fin de la propiedad privada, instauraba el poder de los sóviets, decretaba la disolución del ejercito ruso y la creación del ejército rojo, emitía también la orden de que un convoy acudiera a Moscú para salvar el patrimonio histórico de lo que hasta ese momento era la Rusia y que después sería la Unión Soviética.
Hemos llegado a una situación en México en la que afortunadamente las únicas revoluciones posibles son las de las redes sociales.
Desafortunadamente la violencia legítima, la del Estado, está en desventaja. El mundo como la vida ofrece paquetes completos y el de vivir en la era que existimos, es el de entender que para devolver la legitimidad de la violencia del país tendremos que hacer correr más sangre de la que ya se ha derramado. Cuando el Estado se convierte en el enemigo –al no haber tenido la atención de su gente ni haber evitado que acaben con él– debe vivir sabiendo que su pueblo se va a defender por las buenas y las malas.
López Obrador se encuentra de momento en “La Chingada”. Y cuando sus ojos contemplen la cultura maya y reciba esa extraña mezcla de vientos en Palenque tendrá que contestar claramente la gran pregunta.
Y la cuestión ahora no es qué hacer, porque ya se hizo. Es cómo y con quién hacerlo.
La única revolución posible y esperable para México es la de la riqueza, pero para de repartirla primero hay que generarla.
De todas las cosas que se le puede reclamar al PRI en sus largos años de gobierno hay una que destaca y que nos convierte a todos – priistas y no priistas– en cómplices de lo que ocurrió el primero de julio, no haber hecho nada para cortar la franja social. No haber entendido que la única garantía de poder mantener lo que uno tiene es que el de abajo tenga algo, es el gran pecado. A partir de aquí la gran penitencia no puede ser el fracaso.
Si lo más importante es resolver el problema, no de los pobres ni de los viejos o desamparados, sino el de la franja social –que en eso estoy de acuerdo con López Obrador– que es donde está la base profunda que explica no el México bronco, sino el violento y despiadado en el que se ha convertido
Está claro que el cambio al que nos enfrentamos no es ideológico. Es uno que rechaza tres cosas: la corrupción, que está hasta en las hojas de los árboles; la impunidad, la que se siente cada vez que no se puede salir a la esquina de la casa porque quien le vuele la cabeza sabe que no le pasará nada y seguir haciendo esa prueba demoniaca, digna de un experimento nazi, de cuánto tiempo pueden sobrevivir más de 50 millones de personas con dos tortillas al día.
Lo grande de verdad es convocar a todo el país y hacer un acuerdo con los que sacó del huacal de la legitimidad el primero de julio. Es decir, la mayor parte de los partidos y representación de las élites mexicanas que fueron elementos activos contra ese resultado –unos legítimamente y otros socialmente hablando– para que sean convocados al programa de recuperación económica, esta vez para resolver la diferencia social.
Eso es lo grande de esta revolución. Lo demás será muy importante por el valor simbólico que tiene, pero créame, si la gente no vive más y mejor y no siente que la justicia es posible, el primero de julio será también otro intento fallido.

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