jueves, 2 de julio de 2015

Deuda, austeridad y devastación: llegó el turno de Europa

Deuda, austeridad y devastación: llegó el turno de Europa

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Se ceba a los acreedores y se castiga a los inocentes. 
Al igual que la peste en el siglo XIV, el azote de la deuda ha ido migrando paulatinamente del Sur al Norte. La Yersinia pestis del siglo XXI no se propaga a través de las ratas infestadas de pulgas, sino del letal fundamentalismo neoliberal, infestado de ideología. Antes, sus adalides tenían nombres como Thatcher o Reagan; ahora suenan más bien a Merkel o Barroso-Juncker. Pero el mensaje, la mentalidad y la medicina prescrita son básicamente los mismos. La devastación provocada por ambas plagas también es similar. Sin duda, se registran menos muertes relacionadas con la deuda en Europa hoy en día que en África hace tres décadas, pero seguramente se está causando un daño más permanente a lo que en su día fueron las prósperas economías europeas.
‘Ajuste’ era el eufemismo para el paquete de recetas económicas impuestas por los ricos países acreedores del Norte a otros menos desarrollados en lo que entonces llamábamos ‘el Tercer Mundo’. Una gran parte de estos países había pedido prestado demasiado dinero para demasiados fines improductivos. A veces, los líderes se limitaban a ingresar los créditos en sus cuentas privadas (recordemos a Mobutu o Marcos) y endeudar aún más a sus países. Devolver los préstamos en pesos, reales, cedis u otras ‘monedas raras’ era inaceptable; los acreedores querían dólares, libras esterlinas y marcos alemanes.

Además, los líderes del Sur habían suscrito los préstamos a tipos de interés variable, que al principio eran bajos pero que subieron a niveles astronómicos a partir de 1981, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos puso fin a la era del dinero barato. Cuando países como México amenazaron con no pagar la deuda, cundió el pánico entre los ministros de Economía de los países acreedores, los grandes banqueros y los burócratas internacionales, que se pasaron unos cuantos fines de semanas sin dormir, alimentándose con comida para llevar e improvisando planes de emergencia.
Plus ça change, plus c’est la même chose.* Pasadas unas décadas, aún se suceden las reuniones de crisis, esta vez en Bruselas y, pese a algunas variaciones, la respuesta es idéntica: solo consigues un rescate si te comprometes a seguir una serie de estrictas exigencias. En su día, estas se hacían eco del neoliberal ‘consenso de Washington’; ahora se denominan, más acertadamente, ‘paquetes de austeridad’, pero ambas requieren las mismas medidas. Firme aquí, por favor, con sangre.
Para el Sur, los contratos rezaban: ‘Limiten la producción de alimentos y dedíquense a cultivos comerciales rentables. Privaticen las empresas estatales y abran actividades lucrativas a las compañías transnacionales extranjeras, sobre todo en el sector de las materias primas y las industrias extractivas, la silvicultura y la pesca. Reduzcan drásticamente el crédito, y eliminen los subsidios y las prestaciones sociales. Presenten propuestas para el pago de la salud y la educación. Economicen y obtengan divisas fuertes a través del comercio. Su principal responsabilidad es para con los acreedores, no para con su pueblo’.
Llegó el turno de Europa. A los países del sur de Europa y a Irlanda no se les deja de repetir: ‘Han estado viviendo por encima de sus posibilidades. Ahora les toca pagar’. Los Gobiernos aceptan órdenes dócilmente y sus ciudadanos y ciudadanas suelen asumir que deben pagar la deuda de inmediato porque la deuda de un Estado soberano es exactamente igual que la deuda de una familia. Pero no lo es; un Gobierno acumula deuda emitiendo bonos en los mercados financieros. Esos bonos son adquiridos fundamentalmente por inversores institucionales, como bancos, que reciben un pago anual de intereses: bajo, cuando el riesgo de impago es bajo y alto cuando dicho riesgo también lo es. Es totalmente normal, deseable e incluso necesario que un país tenga una deuda que plantee cero problemas y que genere muchos beneficios si el dinero se invierte con prudencia y a largo plazo en actividades productivas como educación, salud, prestaciones sociales, infraestructuras sólidas y similares.
En efecto, cuanto mayor es el porcentaje de gasto público en el presupuesto de un Gobierno, más elevado es el nivel de vida y más empleos se crean, incluido en el sector privado. Esta norma se ha visto confirmada sin falta desde que se apuntó a la correlación entre la inversión pública y el bienestar nacional por primera vez, a fines del siglo XIX, no es nada nievo.
Lógicamente, el dinero prestado también se puede derrochar y gastar sin ton ni son, y los beneficios pueden repartirse injustamente. La gran diferencia entre el presupuesto de una familia y el de un Estado es que los Estados no desaparecen sin más, como una compañía en bancarrota. Las inversiones productivas y bien gestionadas que se financian con el dinero que toman prestado los Gobiernos deberían entenderse, en general, como algo bueno.
Los números mágicos
En 1992, los países europeos votaron ciegamente ‘sí’ al Tratado de Maastricht, que debido a la insistencia de Alemania incluía dos números mágicos: el 3 y el 60. Nunca dejes que tu déficit presupuestario supere el tres por ciento; nunca contraigas una deuda pública que supere el 60 por ciento de tu producto interior bruto (PIB).** ¿Por qué no el 2 o el 4 por ciento, o el 55 y el 65? Nadie lo sabe, salvo quizá algún vetusto burócrata que andaba por allí, pero estos números se han convertido en las Tablas de la Ley.
En 2010, dos famosos economistas anunciaron que, por encima del 90 por ciento del PIB, la deuda acarrearía problemas a un país y su PIB se contraería. Es algo que suena lógico porque el pago de los intereses se comería un porcentaje mayor del presupuesto. Sin embargo, en abril de 2013, un estudiante de doctorado norteamericano intentó replicar sus resultados y se encontró con que no podía. Usando las mismas cifras, obtenía un resultado positivo para el PIB, que aún seguiría aumentando en más de un dos por ciento al año. El tándem de economistas famosos –y ahora también avergonzados– tuvo que admitir que había sido víctima del Excel y que habían colocado mal una coma.
Incluso el Fondo Monetario Internacional confesó errores parecidos, esta vez sobre el tema de los recortes y las medidas de austeridad. Ahora sabemos –porque el Fondo ha sido lo bastante sincero como para explicárnoslo–, que los recortes perjudicarían al PIB dos o tres veces más de lo previsto en un principio. Europa debería tomárselo con calma, decía el FMI y no ‘conducir la economía pisando el freno’. El límite mágico del 60 por ciento del PIB en la deuda era ahora más sagrado que el límite del tres por ciento para el déficit; las políticas, sin embargo, siguen siendo las mismas, ya que los halcones neoliberales aprovechan cualquier atisbo de prueba dudosa que parezca para promover su causa.
Nos enfrentamos a dos preguntas básicas. La primera sería por qué aumentó la deuda de los países europeos de forma tan pronunciada después de que estallara la crisis en 2007. En apenas cuatro años, entre 2006 y 2010, la deuda se disparó en más de un 75 por ciento en Gran Bretaña y Grecia, un 59 por ciento en España y una cifra récord del 276 por ciento en Irlanda, donde el Gobierno anunció que se haría responsable de todas las deudas de todos los bancos privados del país. El pueblo irlandés, por lo tanto, asumiría la falta de responsabilidad de los banqueros irlandeses. Gran Bretaña hizo lo mismo, aunque en menor medida. Los beneficios se privatizan y las pérdidas se socializan.
Así pues, los ciudadanos y las ciudadanas deben pagar por la austeridad, mientras que los banqueros y otros inversores que adquirieron los bonos del país o productos financieros tóxicos no aportan nada. Después de la crisis de 2007, el PIB de los países europeos cayó un promedio del cinco por ciento y los Gobiernos tuvieron que compensar. El incremento de los fracasos empresariales y el desempleo masivo significaban también más gastos para los Gobiernos justo en el momento en que estaban recaudando menos a través de los impuestos.
La nueva moralidad
El estancamiento económico sale caro. El aumento de los gastos y la bajada de los ingresos se traduce en una única respuesta: solicitar más préstamos. Rescatar a los bancos y asumir las consecuencias de la crisis que estos crearon son el principal motivo de la crisis de la deuda y, por lo tanto, de la dura austeridad que se impone hoy en día. La gente no estaba ‘viviendo por encima de sus posibilidades’, pero es evidente que el lema de la nueva moralidad es ‘castiguemos a los inocentes y recompensemos a los culpables’.
Esto no es una defensa de las políticas ineptas ni corruptas, como las que permitieron que se inflara la burbuja inmobiliaria en España o que la clase política griega contratara a un gran número de nuevos funcionarios después de cada elección. Los griegos tenían un presupuesto militar hinchado y se niegan, inexcusablemente, a gravar a los grandes magnates navieros y a la Iglesia, la mayor titular de propiedades del país. Pero si la bañera pierde agua y la pintura del salón se está cayendo, ¿qué haces? ¿Quemas toda la casa o arreglas las tuberías y vuelves a pintar?
Las consecuencias humanas de la austeridad son ineludibles y bien conocidas: los jubilados rebuscan en los contenedores de basura a mitad de mes esperando encontrar algo que llevarse a la boca; los y las jóvenes de talento y con formación de Italia, Portugal y España huyen de su país mientras la tasa de desempleo para su grupo de edad alcanza el 50 por ciento; a las familias se les impone una carga insoportable; la violencia contra las mujeres aumenta con el incremento de la pobreza y la angustia; los hospitales carecen de fármacos básicos y de personal; las escuelas y los servicios públicos se deterioran o desaparecen. A la naturaleza también se le pasa factura: no se invierte nada en  poner fin a la destrucción del medio ambiente. Es demasiado caro. Como sucede con todo lo demás, ahora no nos lo podemos permitir.
Conocemos bien las repercusiones, el resultado de lo que la canciller alemana Angela Merkel denomina políticas de ‘austeridad expansionista’. Según esta teoría neoliberal, los mercados ‘se tranquilizarán’ con políticas estrictas y volverán a invertir en los países disciplinados. Pero esto no ha sucedido. Y por todo el sur de Europa están empezando a aparecer imágenes de Merkel decoradas con esvásticas.
Muchos alemanes piensan que están ayudando a Grecia y quieren dejar de hacerlo. En realidad, casi todo el dinero del rescate está siguiendo un circuito cerrado: las aportaciones de los Gobiernos de la UE realizadas a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad se han vuelto a canalizar a través del Banco Central y los bancos privados de Grecia hacia bancos británicos, alemanes y franceses que habían adquirido eurobonos griegos para obtener un rendimiento más alto. Sería más sencillo entregar el dinero de los contribuyentes europeos directamente a los bancos, si no fuera porque los contribuyentes podrían darse cuenta del truco. ¿Por qué montar un drama psicológico en torno al dos por ciento (Grecia) o al 0,4 por ciento (Chipre) de la economía europea? Un cínico podría contestar: ‘Muy sencillo. Para asegurar nuestra sociedad actual - lease neoliberal’.
La segunda pregunta básica es por qué seguimos aplicando políticas que son perjudiciales y no funcionan. Esta catástrofe de creación propia puede verse desde dos puntos de vista. Economistas laureados y de renombre como Paul Krugman o Joseph Stiglitz opinan que los líderes europeos sufren de encefalograma plano, muestran una total ignorancia en materia de economía y están abocados a un innecesario suicidio económico. Otros analistas apuntan que los recortes se ajustan perfectamente a los deseos de entidades como la Mesa Redonda Europea de Industriales y BusinessEurope: recortar salarios y prestaciones, debilitar a los sindicatos, privatizar todo lo que se ponga a tiro, etcétera. A medida que han ido aumentando las desigualdades, a las élites no les ha ido nada mal. En estos momentos, hay más ‘particulares con un elevado patrimonio neto’ y con una fortuna colectiva mucho mayor que en el punto álgido de la crisis en 2008. Hace unos seis años, se contabilizan en todo el mundo 8,6 millones de particulares de este tipo, con una liquidez conjunta valorada en 39 billones de dólares estadounidenses. En 2013, este grupo llegó a los 11 millones de personas, con activos por valor de 42 billones de dólares. Las pequeñas empresas caen en tropel, pero las grandes compañías disponen de ingentes sumas de efectivo y están sacando el mayor partido posible de los paraísos fiscales. No ven ningún motivo para dejarlo ahí.
Esta crisis está afectando a todo el mundo y los líderes europeos no son más necios que sus homólogos en otros países. Sí que están, no obstante, totalmente sometidos a los deseos de las grandes finanzas y las grandes corporaciones. Sin duda, la ideología neoliberal desempeña un papel clave en su programa, pero sirve especialmente para emitir densas cortinas de humo y falsas explicaciones y justificaciones, con el fin de que las personas crean que ‘no hay alternativa’. No es cierto: los bancos se podrían haber socializado y transformado en servicios públicos, del mismo modo que cualquier otro organismo que funciona con dinero público. Se podrían haber cerrado los paraísos fiscales, aplicado impuestos a las transacciones financieras y adoptado muchas otras medidas. Pero estas propuestas, a ojos del neoliberalismo, son una herejía (aunque 11 países de la eurozona empezaron a gravar las transacciones financieras a partir de 2014).

En contra de nuestra voluntad, se nos ha arrastrado a una guerra de clases. La única respuesta que le queda a la ciudadanía está en el conocimiento y la unidad. Lo que ha impuesto el 1 por ciento puede ser revocado por el 99 por ciento. Pero más vale que nos demos prisa: el tiempo se está agotando.


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