sábado, 21 de enero de 2017

Análisis | El fantasma de la Gran Depresión





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Análisis | El fantasma de la Gran Depresión


Xavier Vidal-Folch



Con la entronización de Donald Trump, una amenaza planea contra la economía mundial: la de los viejos conocidos déficits gemelos estadounidenses. A saber, el déficit presupuestario, o la diferencia entre gastos en ascenso e ingresos fiscales en descenso. Y el déficit comercial, o la diferencia entre exportaciones a la baja e importaciones a la baja. Tarde o temprano la combinación de ambos suele desembocar una recesión. Y eso sin contar el más peligroso fantasma: los devastadores efectos de una política súper proteccionista de la industria nacional (contra México, contra China), que puede derivar en guerras comerciales, y éstas, en un retraimiento de los intercambios mundiales de efectos potencialmente depresivos.

En realidad, esos déficits resultarían innecesarios si lo que se pretende es el relanzamiento económico de la superpotencia. Porque la herencia que Trump recibe de Barack Obama es históricamente casi inmejorable. En términos relativos, porque el último presidente debió afrontar la peor crisis interna y mundial desde la Gran Depresión de 1929 y porque cosechó en ello un éxito reconocido, pese a que la oposición parlamentaria republicana lo tuvo maniatado. Obama practicó, con el apoyo de la Reserva Federal, un triple rescate: el financiero (las secuelas de Lehman Brothers, que trató bien George W. Bush en su primera fase); el de la economía real (la resurrección del automóvil y otros sectores productivos); el social (al incorporar a la asistencia sanitaria a más de 20 millones de conciudadanos, mediante el Obamacare).

Pese a algunos enojosos puntos negros (aumento de la desigualdad y del paro juvenil), la economía norteamericana pasó de caer un 5’4% en 2009 a crecer un 3,5% en el último trimestre de 2016. El PIB per cápita cerró su segunda legislatura aumentando cerca de un 4%. El empleo sumó 12 millones de puestos a los 133,7 millones de partida –recuperando su nivel precrisis-- y el desempleo cayó del 10% al 4,6%, casi pleno empleo. O más exactamente, un paro virtualmente “friccional”: de mero tránsito, entre el momento de perder el puesto de trabajo y el de recolocarse. Y el déficit presupuestario se redujo en un 60%, a costa, eso sí, de aumentar la deuda pública un 25% (del 52,4% del PIB en 2009 al 76,5% en el primer semestre de 2016). Para dar una idea de la magnitud, recuérdese que en España se triplicó durante la primera legislatura de Mariano Rajoy.

Pese a esta notoria recuperación, el presidente entrante pretende calentar la economía a ritmo e intensidad muy superiores, mediante un estímulo fiscal tan deseable si se produjera en la anémica Europa como dudosamente adecuado para una economía ya tan relanzada, que se ha permitido aumentar los tipos de interés del dinero en dos ocasiones. Trump anunció notables rebajas de los principales impuestos, tanto en Renta, como en Sociedades (del 35% al 15%). Y un notable aumento del gasto público: 550.000 millones de dólares para un programa de infraestructuras (efectivamente necesitadas de una enérgica puesta al día) y un plan todavía no detallado de incremento del gasto militar. Recordemos que Ronald Reagan lo aumentó en cerca de un ¡50%!, mediante una versión cómicamente keynesiana del gasto –pero en Defensa-- que contradictoriamente partía de promesas presupuestarias ultraliberales: reducción de ingresos, reducción de gasto, reducción del déficit.

De las cifras definitivas de esos programas, la cadencia de los cambios y la real evolución recaudatoria, dependerá la magnitud del déficit fiscal. Pero casi nadie duda --y la Reserva Federal así lo cree y por eso acelera la subida de tipos--, de que lo habrá. Y cuantioso. Desde luego que esa receta debería relanzar a cortísimo plazo la economía.

El problema inmediato será financiar ese déficit. Deberá hacerse por alguna de estas vías, o su combinación: con más deuda (cuando el margen no es infinito); con una segunda ronda fiscal contradictoria de las reducciones impositivas (y por tanto, aumento de impuestos) o mediante el incremento de la inversión financiera y productiva exterior. El riesgo es que al sobrecalentamiento inmediato le suceda un duro enfriamiento a medio largo plazo como producto del aumento de los desequilibrios internos (excesivos alzas de tipos, apreciación del dólar con el riesgo de cercenar la financiación privada interna y pues, el crecimiento) y los desordenados efectos colaterales internacionales (desvíos de los flujos de capitales globales en busca de mejores retribuciones).

Y aquí aparece el fantasma del gemelo déficit exterior. Si inversores y especuladores de todo el globo acuden masivamente a EEUU, como han empezado a hacer. Si desvían sus dineros hasta ahora invertidos localmente en moneda local, hacia activos financieros denominados en dólares, aumentará la demanda de estos y se apreciará el valor de la divisa verde. Eso acabará encareciendo las exportaciones norteamericanas, abaratando las importaciones e incrementando así el ya abultado déficit comercial. Se cumpliría así la “lógica de la cadena económica que parte del déficit fiscal, deriva a más altos tipos de interés, de estos a un dólar sobrepreciado y al cabo a un mayor déficit externo”, como describe el Peterson Institute (“Whatever happenend to the twin déficits”, 1988).

Bastante de todo esto ocurrió en los años ochenta de Ronald Reagan, que originaron el concepto de los “déficits gemelos”. Entre 1980 y 2006, el déficit del presupuesto federal subió del 2,7% del PIB al 5%. Y el déficit por cuenta corriente aumentó del cero al 3,5%. También en el primer lustro de este siglo, bajo el segundo de los Bush (2001-2009) que trocó el superávit fiscal de Bill Clinton de 2001 en un déficit del 3,5% del PIB en 2004; y aumentó el desequilibrio exterior del 3,8% del PIB al 5,7% en igual período. “Por definición, cuando el ahorro nacional cae por debajo de la inversión doméstica, esto es, cuando EEUU carece del suficiente ahorro para financiar su inversión, y en consecuencia se endeuda con el exterior, la cuenta corriente entra en déficit”, concluye la Reserva Federal de San Francisco (Michele Cavallo, “Understanding the twin déficits, 2005).Claro está que el alcance de esta hipótesis que liga ambos desequilibrios está sometido a un acalorado debate académico.

Lo que no ofrece dudas históricas es la repercusión mundial de los mismos en términos de desviaciones de flujos monetarios y distorsiones geográficas de la inversión. Y si además al conjunto se le añade un agresivo proteccionismo comercial, esos efectos negativos se convierten en un fantasma muy amenazante para la economía mundial. Las propuestas presidenciales realizadas desde antes de la toma de posesión, y en parte ya en marcha, abarcan desde la denuncia, cancelación o reformulación de los principales Tratados comerciales (NAFTA, EE UU/Canadá/México; TTP, transpacífico); TTIP, con Europa, en ciernes); a la amenaza de subir drásticamente aranceles (sobre todo a China) y el eficaz chantaje a las inversiones de las compañías automovilísticas en México (amenazándolas con aranceles a sus exportaciones desde ahí, de hasta el 35%), amén del ataque a la OMC (Organización Mundial del Comercio).

El precedente más inquietante de un paquete parecido fue el paquete proteccionista lanzado por el presidente Herbert Hoover (1929-1933). Su política de enriquecer a la propia nación empobreciendo al vecino mediante altos aranceles acabó reduciendo a un tercio el comercio entre Estados Unidos y Europa, tanto en la vertiente de las exportaciones como en la de las importaciones. Prolongó y agravó la Gran Depresión, en vez de suturarla. El consiguiente desplome de la economía mundial y su derivada, el empobrecimiento general, actuaron como caldo de cultivo al ascenso final del nazismo.

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