viernes, 6 de enero de 2017

El fracaso histórico del liberalismo en Colombia: un enfoque crítico

El fracaso histórico del liberalismo en Colombia: un enfoque crítico

Por Miguel Eduardo Cárdenas Rivera
El liberalismo en Colombia tuvo una gran influencia desde fines del siglo XVIII cuando en 1794 Antonio Nariño tradujo y publicó la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, proclamada por la Revolución francesa en 1789.
El presente estudio versa sobre el liberalismo en Colombia. Adopta como criterio de fondo que el liberalismo no puso en práctica las reformas sociales que propuso adelantar desde la década del treinta del siglo pasado, en especial la reforma social agraria –que luego intentó en los sesenta– sin avanzar en ese propósito –lo que dio pábulo a la insurgencia–; en los noventa maduró hacia el neoliberalismo, y a estas alturas del desenvolvimiento histórico del conflicto interno armado no es dable aceptar que si retornase a la senda liberal reformista pudiera dar una salida a la crisis colombiana. El liberalismo colombiano no logró dar base orgánica y material a políticas públicas orientadas a la distribución justa de la riqueza; a pesar de entender que la paz requería reformas sociales, no las pudo hacer. Así, la guerra es una catástrofe que tiene su fundamento en el fracaso del liberalismo como intenta demostrar el artículo.
Introducción
El liberalismo en Colombia: orígenes y persistencia
El liberalismo en Colombia tuvo una gran influencia desde fines del siglo XVIII cuando en 1794 Antonio Nariño tradujo y publicó la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, proclamada por la Revolución francesa en 1789. Este acto, de carácter subversivo bajo la égida de la “utopía del liberalismo democrático” (Fals, 2008, p. 244), va a marcar una etapa conocida como la “revolución de independencia” que, más adelante –luego de grandes confrontaciones ideológicas y militares acaecidas a partir de “la fundación de la República” en 1819– lleva al Radicalismo a imponer la idea “liberal pura”, como fue plasmada en 1863 en la Constitución de Rionegro.
Este proyecto de nación “sin mito fundacional”, fue derrotado en la Guerra de 1885 por “La Regeneración”. En este crucial período, el liberalismo colombiano fue sometido a una severa defenestración y convertido en un eunuco que desapareció para siempre como una fuerza para la transformación política. Así –en ese recoveco de la historia– se generó la actual catástrofe producto del freno a la revolución social por parte del catolicismo conservador (España, 2003, p. 283). No obstante, tal postura ideológica –de gran factura retórica– pervive en la actualidad, como se comprueba en la reivindicación de un enfoque “liberal” in extremis –que clama por un Estado hobbesiano– en el libro La Nación vetada: Estado, desarrollo y guerra civil en Colombia de Mauricio Uribe López (2013). Perspectiva que lo aúna de manera estrecha con el libro Violencia pública en Colombia 1958-2010 de Marco Palacios (2012b). El liberalismo es el pegamento conceptual de estos dos autores (1).
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El presente trabajo tiene por objeto estudiar de manera crítica la historia del liberalismo en Colombia, para así escudriñar en su fracaso y explicar la acritud del fenómeno de la violencia. (2) Para ello abarca de manera crítica estas dos obras, con énfasis en la forma como Uribe López aplica desde la ciencia política una categoría económica (el “sesgo anticampesino del modo de desarrollo”). Por su parte, Palacios, en su ejercicio como historiador, no asume la categoría “guerra civil”, sino que utiliza y define una fórmula genérica y evasiva que denomina la “violencia pública”.
La estructura del libro de Uribe López comprende cuatro capítulos: el primero asume como enfoque el “institucionalismo histórico y la economía política del desarrollo” para hacer el estudio de caso sobre la “guerra civil prolongada”; el segundo hace un estudio comparativo de la guerra civil colombiana; el tercero escudriña el problema de fondo de la obra: el “veto a la nación y el antiestatismo de las élites”; el cuarto asume la inaplicación del liberalismo político a la Rawls como guía de interpretación de la crisis colombiana, enlazada al ya mencionado “sesgo anticampesino”.
La estructura del libro de Palacios comprende cuatro capítulos: el primero es un ensayo que se titula “Palabras, momentos y lugares de un conflicto armado inconcluso”; el segundo, de gran rigor, analiza la “Guerra Fría y la Revolución”; el tercero trata el asunto de la “Guerra a las drogas, escalamiento y guerra sucia”, y el cuarto aborda la “Paz cuatrienal”.
El hilo conductor del libro de Uribe López es la idea liberal pura que asume el institucionalismo como base del debido funcionamiento del mercado, entendido como la institución fundamental. Ese institucionalismo se confunde con la idea de Estado en el sentido hegeliano (como garantía de la preservación de lo general sobre lo particular). Es un libro liberal que se queja de la ausencia de liberalismo como causa fundamental del problema que analiza.
Su contenido es el resultado de una profunda mirada del problema de la construcción de la Nación que no cuestiona al Estado como categoría, ni se pregunta ¿qué es el Estado? o al menos se permita indagar ¿qué tipo de Estado? Uribe, luego de hacer un perspicaz recuento sobre el debate en torno al problema de Estado en el capitalismo actual, no se arriesga a desatar el nudo gordiano de tan complicado asunto, ergo no asume una crítica a la categoría Estado. Pareciera como si el Estado (burgués) fuese bueno y necesario per se. Así, de la mano de Kant y Hegel, Uribe hace que Hobbes adquiera plena personalidad liberal. No obstante, Uribe se apoya en Centeno para anotar que:
La perspectiva neoliberal denunciaba la existencia de un poderoso Leviatán que había sumido a la región en el caos económico y político. Las dictaduras y los regímenes autoritarios que habían predominado en el paisaje político regional alimentaban aún más la imagen del Estado latinoamericano como un Leviatán opresivo. (Uribe, 2013, p. 161)
Uribe López trata de establecer una sutil diferencia para indicar que el liberalismo sirve como antídoto al neoliberalismo, cuando en realidad este último es una maduración del sistema de explotación en que se fundamenta el ejercicio del poder del capital. Y en esa dubitación se pregunta y se responde a sí mismo:
Cuál Leviatán opresivo si a pesar del indiscutible despotismo de múltiples gobiernos en la historia de la región buena parte de las muertes producidas por la violencia política han sido consecuencia de la incapacidad del Estado para imponer su autoridad. (Uribe, 2013, p. 161)
Omite así la realidad histórica de los resultados de la Doctrina de la Seguridad Nacional tal como se aplicó en forma criminal a través de la Operación Cóndor en el Cono Sur y del paramilitarismo en Colombia, como una de las más grandes “operaciones encubiertas” que el “Leviatán opresivo” desplegó a través de la acción del aparato de seguridad continental del gobierno de los Estados Unidos a instancias del Departamento de Estado y el Pentágono a través de la CIA (Cispal, 2012).
Así, su rechazo a la guerra proviene de una postura moral, no la asume como fenómeno político con raíces histórico–sociales. Omite la sustancia del problema: la violencia propia del capitalismo,(3) que en su estudio sobre el “estilo de desarrollo” Uribe López denomina el “sesgo anticampesino” (2013, pp. 505-535), con seguridad el aporte más interesante del libro.
Una explicación que se requiere matizar sobre este tópico es la siguiente: (…) La lucha por la paz ha integrado los objetivos contra el liberalismo, ha permitido el reconocimiento de la guerra como un dispositivo feroz de legitimación del poder capitalista (Hardt & Negri, 2007, p. 103).
En primer lugar, no es creíble que la guerra –en general– sea un dispositivo feroz de legitimación del poder capitalista. No lo son las guerras de liberación. En segundo lugar, no hay una violencia propia del capitalismo, sino varias: las dictaduras y la represión física es una de ellas, pero hay otras: ideológicas, políticas y culturales por medio de las cuales, en coyunturas determinadas, el sistema puede lograr el consenso de las mayorías durante periodos más o menos largos. Cuando pierde ese consenso –o sabe que lo va a perder –por ejemplo porque emprende transformaciones modernizantes neocoloniales– recurre a la violencia pura y simple. Esta es la explicación de buena parte de las dictaduras en América Latina en los años 60–80, por establecer alguna fecha. Pero con características específicas en cada país, incluida Colombia.
  1. La continuidad de la violencia: expresión de una dinámica sistémica
Es necesario saber cómo Colombia transitó por la modernización neocolonizadora, para lo cual es menester conocer la historia de las luchas campesinas en Colombia (Romero, s.f.). La violencia extrema, pura y simple, que caracterizó varios decenios a la sociedad colombiana, es también diferente de la que existió en otros países de América Latina. En Colombia, las atrocidades fueron impensables. Hubo una “cultura” de la atrocidad que aparentemente respondió a ciertos códigos. Ese terror extremo practicado tuvo, al parecer, un objetivo muy preciso: desalojar a los campesinos de sus tierras para dejarlas en manos de los terratenientes.
Quizá le asiste razón a Uribe López cuando se refiere a las carencias del institucionalismo, que sirvieron como campo abonado para la violencia extrema. Aunque la razón principal de esta última fue el despojo de los campesinos. Eso es bastante más que un simple “sesgo anticampesino”. Lo cierto es que ese largo periodo de violencia extrema contribuyó a que en ciertas capas sociales colombianas la vida humana pasase a carecer de valor.  De manera creativa, la literatura(4) y el cine dieron explicación del asunto, a partir de la aparición en 1983 de la película Cóndores no entierran todos los días, basada en la novela de 1972 de Gustavo Álvarez Gardeazábal.(5)
No se puede desconocer la relación entre conflicto social e insurgencia en el caso colombiano. También es cierto que no se puede hacer un paralelo en Colombia entre la lucha armada y la lucha de clases. Se asevera que si la insurgencia encarnó un proyecto liberador, dejó de serlo hace tiempo, y ahora es más un obstáculo que una ayuda al desarrollo de la lucha de clases. Por ello, Palacios tiene razón cuando escribe –conocedor de la categoría “hegemonía” en Gramsci–:
Es erróneo suponer que las FARC hubieran alcanzado, así fuera momentáneamente, el control militar completo o la hegemonía ‘gramsciana en esos territorios’. Siempre han sido débiles en los cascos urbanos y deben negociar constantemente las lealtades de la población selva adentro. (Palacios, 2012b, p. 129)
Sorprende la reiterada alusión al ideólogo del nazismo Carl Schmitt para explicar la categoría de enemigo (Serrano, 2002). Este es un lapsus teórico inaceptable que toma fuerza en el enfoque que consigna el prólogo de Jorge Giraldo Ramírez al libro de Uribe López, quien en clave hobbesiana arguye contra toda evidencia sobre la “debilidad del Estado colombiano” (Uribe, 2013, p.24).
En el caso de Giraldo vale señalar ese notorio fenómeno que sucedió:
Cuando no pocos intelectuales conservadores y neoconservadores se detuvieron alarmados en las puertas del edificio teórico schmittiano, muchos de los que provenían del marxismo y otras variantes del pensamiento crítico se adentraron en el mismo irresponsable y desaprensivamente, sin medir las consecuencias de sus actos. (Borón & González, 2004, p. 136)
Reconoce Giraldo Ramírez en su nota introductoria que “en Colombia la estrategia de la guerra prolongada de Mao Ze Dong ha superado toda expectativa y ha hecho empalidecer, en el plano temporal, las guerras revolucionarias que se libraron en Asia y África” (Uribe, 2013, p. 23)
En efecto, en esta parte del mundo como en otros lugares, influyó –tal vez en demasía– el pensamiento de Mao –ideólogo marxista y dirigente de un proceso político concreto en la China imperial, semifeudal y colonial–. Mao (1968) advierte sin titubeo que:
Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derrota a otra. En la sociedad de clases, las revoluciones y las guerras revolucionarias son inevitables; sin ellas, es imposible realizar saltos en el desarrollo social y derrocar a las clases dominantes reaccionarias, y, por lo tanto, es imposible que el pueblo conquiste el Poder. La tarea central y la forma más alta de toda revolución es la toma del Poder por medio de la fuerza armada, es decir, la solución del problema por medio de la guerra. Este principio marxista-leninista de la revolución tiene validez universal. (Mao, 1968, p. 188)
En Colombia, esta concepción se aplicó al revés y de manera torticera; así, parte de la guerrilla maoísta, anduvo por un vericueto de la historia, para mutar en el flagelo del paramilitarismo. Segmentos de estructuras guerrilleras no desmovilizadas se sumaron al paramilitarismo, como el Frente Pedro León Arboleda del Ejército Popular de Liberación, que en 1996 adhirió a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) al mando de Carlos Castaño Gil (Vélez, s.f.). También el Frente Urbano Yariguíes del Ejército de Liberación Nacional en Barrancabermeja se desdobló como estructura paramilitar en 2002 (Aponte & Vargas, 2011, p. 46). Es difícil comprenderlo, pero en Colombia sucedió que sectores de las guerrillas se convirtieron en paramilitares. El común entendimiento de la historia en Colombia afirma que el paramilitarismo fue un mecanismo contrainsurgente establecido por las élites instaladas en Colombia para extender su poder y contener o destruir todo aquello que atentara contra sus intereses, focalizándose en la destrucción precisamente de las guerrillas(6).
El antropólogo y siquiatra Alberto Pinzón (en entrevista realizada el 18 de agosto de 2014) explica como uno de los puntos más reiterados en el discurso oligárquico es el aserto según el cual los revolucionarios solo están por la “toma del poder” a secas. Esta consigna se ha utilizado por el imperialismo y sus togados para quitarle la segunda parte, que es la más esencial e importante, y que consiste en tomar el poder para hacer “cambios profundos” o estructurales en la sociedad. No es “el poder por el poder” como históricamente y toda la vida lo ha hecho la oligarquía sino para hacer los cambios revolucionarios. Ahí está la esencia de la discusión que no se quiere dar.
Palacios, al intentar una comprensión del fenómeno insurgente, llama la atención acerca de cómo en lo militar:
La tecnología, los helicópteros y sistemas de comunicación satelital han permitido a la fuerza pública, más que a cualquier grupo ilegal, ‘matar la distancia’, literalmente y en ‘tiempo real’, una ventaja técnica que se pierde ante el déficit del factor estratégico. (Palacios, 2012b, p. 53)
Y efectúa un balance estratégico para aseverar que:
El verdadero problema que hubo de enfrentar la guerrilla en general al terminar la década de 1980 fue el creciente poderío paramilitar basado en el mismo principio de que ‘el poder nace del fusil’ y en la misma técnica de ‘construir’ territorios y ‘bases liberadas’. (Palacios, 2012b, p. 58)
  1. El liberalismo en la historia colombiana: intento y fracaso en la búsqueda de una salida a la crisis
Debe observarse que los dos libros analizados tienen un marco contextual en cuanto a la producción bibliográfica de su objeto de estudio. A efectos de valorar su importancia y establecer su peso específico, es preciso remontarse a 1967 y abarcar hasta 2013. Es un arco que se abre con el fracaso de la llamada “generación de La Violencia” que estudia el Maestro Orlando Fals Borda en su opus magnum titulado La Subversión en Colombia (aparecido en 1967 y actualizado en 2008). Un balance histórico del período lo hace Fidel Castro Ruz, quien lo consigna en su documento La paz en Colombia (2010). Una obligatoria referencia por el realismo crudo del relato es el libro de Yesid Campos Zornoza El Baile Rojo (2008). Como lo es el importante libro Paramilitarismo en ColombiaLa Modernidad que nos tocó de Alonso Otero (2007).(7) En el contexto que describimos da frutos la tarea editorial del Grupo de Memoria Histórica de la CNRR que a lo largo de una década realizó 22 estudios sobre la barbarie más reciente, estudios que confluyen en el Informe Basta ya (2013) (8) -con el que el que se cierra el arco-.
Basta ya trae un paquete de recomendaciones para realizar los derechos de las víctimas sobre verdad, justicia, reparación y no repetición. También hace recomendaciones para la construcción de paz. Estas recomendaciones han sido omitidas por el gobierno de turno y desconocidas por la opinión pública. Su punto de partida es reconocer que:
Durante décadas, el Estado colombiano ha moldeado su estructura jurídica respondiendo a la necesidad de hacer frente a un conflicto armado interno que lo ha debilitado y desangrado. Por eso, el ordenamiento jurídico interno, responde, en gran parte, a la lógica de un Estado en conflicto, lo que hace que en un proceso de construcción de paz sea necesario ajustar, modificar y derogar aquella normativa que interfiera con esos objetivos. Resulta entonces necesario revisar la estructura normativa e institucional a fin de que su configuración responda y facilite la transición.
Construir la paz demandará cuantiosos recursos, pero más costoso resultaría mantener la guerra. Durante décadas, el presupuesto del Estado destinado para la guerra se ha incrementado de manera significativa, lo que hace necesario, en una etapa de transición, desmontar paulatinamente esa tendencia hasta alcanzar el objetivo de diseñar y ejecutar un presupuesto para la paz y el desarrollo social. (Departamento Administrativo para la Prosperidad Social, 2013, p. 242)
El cuadro que pinta este valioso informe es el siguiente: doscientas veinte mil muertes (incluye los ‘falsos positivos’), de los cuales el ochenta por ciento eran personas no involucradas en acciones bélicas, sesenta y dos mil desaparecidos, Operación Baile Rojo contra la UP que eliminó bajo el método nazi tres mil personas entre dirigentes políticos (quinientos concejales, diputados, alcaldes congresistas) y sociales de sindicatos y ligas campesinas, cinco millones de desplazados, siete millones de hectáreas despojadas a los campesinos (aniquilación de las organizaciones campesinas). Los magnicidios de Pardo, Pizarro, Jaramillo y Galán ad portas de la maniobra constitucional de 1991. Un país teñido de sangre y batido por el sufrimiento. Millones de colombianos vapuleados, burlados, escarmentados, sacrificados. Mujeres y niñas sumidas en la violación y el oprobio. Hombres y niños hundidos en la vorágine de La virgen de los sicarios, que relata Fernando Vallejo (1994). Es un problema de una postración moral, de degradación en la vida colectiva que ha llevado a considerar a Colombia como un ‘Estado fallido’ (Acemoglu & Robinson, 2012), como una nación al borde de la disolución. Una situación por su gravedad comparable con la de Ruanda, Namibia, Pakistán, Bangladesh, Siria, Palestina, Irak, Afganistán, en materia de lo que la comunidad internacional denomina ‘crisis humanitaria’.
No se puede desconocer la relación entre conflicto social e insurgencia en el caso colombiano. Uno de los puntos más álgidos de nuestro debate es el relacionado con el vínculo entre el conflicto social y el enfrentamiento armado. Se arguye que no hay relación aceptable de causalidad, dado que si fuese posible este vínculo, otros países más pobres que el nuestro estarían en la posibilidad de generar guerras internas. En fin, si se trata de hacer un balance militar y social, sería recomendable y conveniente revisar tranquila, reflexiva y pausadamente la debacle militar durante los dos gobiernos del presidente Uribe Vélez (2002-2010) y el de su sucesor, el actual presidente reelegido Juan Manuel Santos, ambos seriamente cuestionados por su forma de ejercer el poder(9). Desde 2004 se presentaron acontecimientos hasta ahora en proceso de esclarecimiento, que partían de su peculiar forma de ver el conflicto colombiano. La estrategia se basaba en la idea de “lucha contra el terrorismo”, que niega la existencia de un conflicto con raíces sociales en el país. Así se privilegian las acciones militares y de inteligencia sobre las políticas públicas distributivas(10).
En 2004 se conoció el informe “Conflictividad territorial en Colombia”, elaborado por Alfredo Rangel, Armando Borrero y William Ramírez, resultado de un Convenio de Cooperación Científica para Investigación entre la Escuela Superior de Administración Pública y la Fundación Buen Gobierno. Este estudio reconoce la existencia de una parainstitucionalidad que genera alteraciones, en tanto y en cuanto, se convierte en una fuente de conflictividad por el accionar de grupos armados –ejércitos de guerrilleros y “paramilitares”– que actúan en contra o paralelamente al Estado para disputarle y suplantar su poder, y que por esta razón tienen, además de la militar, una connotación claramente política. Se plantea la hipótesis que sostiene que la conflictividad que genera este fenómeno violento, más allá de ser la sumatoria de las secuelas de un grave problema de seguridad, es un proceso de apropiación y ejercicio del poder; una forma de dominación que se soporta y se reproduce gracias a las fisuras que deja la construcción de Estado y de territorio en este país; gracias a las fisuras (intersticios) que dejan la inequidad y el desorden del desarrollo económico colombiano; y gracias a las fisuras (rupturas) de nuestro tejido social construido entre sucesivas violencias, rápidos cambios demográficos y desarraigos. Los conflictos que genera la parainstitucionalidad impactan y distorsionan el sistema político, la administración del Estado, la organización social y el desarrollo económico. Se identifican también en la hipótesis dos factores que potencian el impacto del accionar parainstitucional: el control efectivo que ejercen sobre el territorio y los comportamientos sociales, políticos y económicos de la comunidad que lo ocupa, y el ejercicio de la administración de la “justicia”.
El conflicto en Colombia tiene hondas raíces políticas y sociales. Por ejemplo, menos de un tercio de la población colombiana tiene acceso a una vida digna, (11) mientras los otros dos tercios están excluidos o en condición de vulnerabilidad. (12) Se trata de una democracia social formal, la cual fue descrita por el presidente de la República (en encargo), Darío Echandía, como un “orangután con sacoleva” (Gutiérrez, 2014).
Los diferentes gobiernos han sido incapaces de adelantar la reforma social que el país necesita. El Partido Liberal, en diferentes oportunidades, fracasó en llevar a cabo tales reformas.13 Así ocurrió con Alfonso López Pumarejo en 1934, los gobiernos liberales compartidos de los años 60 y 70, y con Virgilio Barco, quien fue incapaz de emprender las reformas económicas y sociales que acompañaran las reformas políticas emprendidas por Belisario Betancur. Por el contrario los gobiernos de los liberales César Gaviria y Ernesto Samper dieron rienda suelta al modelo neoliberal y fracasaron estruendosamente en la “superación de la pobreza” (Ospina, 2013). Con el conservador Pastrana se intentó un acuerdo de paz con las FARC-EP que fracasó luego que se desistiera de la idea de “compartir el poder”. Así se hizo al solio de Bolívar una expresión de la clase terrateniente con vínculos mafiosos que a través del accionar del paramilitarismo contuvo la ofensiva estratégica de las guerrillas revolucionarias. En este nuevo equilibrio de poder se produjo un desempate técnico a favor del régimen gracias a la intervención directa del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos a lo largo del primer gobierno de Santos, plan operacional en curso desde su época cuando fungía como ministro de Defensa de Uribe Vélez. (14)
Articulo completo: AQUÍ
* Miguel Eduardo Cárdenas Rivera. Jurista. Profesor universitario. Doctor en Derecho de la Universidad Externado de Colombia.


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