miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Religión del Antropoceno





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La Religión del Antropoceno

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Según datos aportados por la Organización Meteorológica Mundial en la Cumbre del Clima reunida en Berlín, el pasado año 2016 registró el nivel más alto de CO2 acumulado en la atmósfera desde que existen registros.


Por Rafael Cid

“¡Qué lugar tan extraordinario Tigranocerta!

Por lo menos mientras dure

[…] Pero a mí, qué me importa.

A lo sumo estaré aquí uno o dos meses, y luego, ¡fuera!”

(Constantinos Cavafis)

Ahora que la supina estulticia de Trump y los de su calaña está a punto de quemar las naves con el personal dentro, parece obligado volver a reflexionar sobre los desastres ecocidas que se avecinan buscando argumentos para la batalla contra esos pirómanos más allá de los lugares trillados, que aunque sabidos y reconocidos no parecen resultar concluyentes para poner freno a tanta inmundicia. A estas alturas, decir que el lado más oscuro del capitalismo, con el mito del desarrollo, el crecimiento, el consumismo voraz y el productivismo como baluartes, está en la cronificación del problema, no es descubrir el Mediterráneo, aunque para algunos talibanes aún suene a blasfemia. De ahí que merezca la pena indagar en el tema traspasando las pautas convencionales. En ese sentido, lo pertinente sería poner el foco en un denominador común que, superando los esquemas de la diatriba tradicional, permitan comprender el ADN del fanatismo que impide admitir la creciente fragilidad del solar que nos cobija. ¿Cuál es la Religión que ha amparado el surgimiento imparable de ese asalto a la naturaleza que hoy irrumpe como Antropoceno? Un concepto relanzado académicamente por el Premio Nivel de Química Paul Crutzen para definir una nueva y conflictiva etapa de la humanidad caracterizada por la desestabilización provocada por la huella ecológica cuyo impacto se remonta al inicio de la agricultura.

En este sentido, el gran historiador inglés Arnold Toynbee nos aporta algunas claves para investigar el porqué del pertinaz negacionismo que aún impera al margen de razas, ideologías y culturas. Lo expone en uno de los epílogos del que pasa por ser su libro póstumo, Los griegos: herencia y raíces, texto concluido poco antes de su fallecimiento en 1975, una suerte de testamento vital. Son apenas dos páginas, pero de una radicalidad y contundencia que no dejan lugar a dudas sobre el gradiente ecológico del autor del soberbio Estudio de la Historia. Para el Toynbee de los últimos días, una de las causas de la destrucción medioambiental que lidera el ser humano armado con todo su arsenal tecnológico y económico, su verdadero epicentro, proviene del totalitarismo religioso. Más en concreto, de aquellas doctrinas supremacistas que programaron al hombre como dueño y señor del entorno vital. Así legitimaron las “creencias del libro” pregoneras del antropocentrismo (judaísmo, cristianismo e islamismo) la sagrada lucha por la existencia, su yihad urbi et orbi. Aquellos vientos (…y Dios creo al hombre a su imagen y semejanza), trajeron estos lodos (el depredador absoluto y su presa, la naturaleza)

“El cristianismo heredó del judaísmo la creencia en un dios trascendente y solitario, al que rinde culto, a quien se considera creador del universo (incluyendo al hombre), el cual autorizó a los seres humanos para que exploten la parte no humana de la Naturaleza”, denuncia. Y Toynbee, que siempre escribe la palabra Naturaleza con mayúscula, da el dato preciso de donde mana el estigma. “La autorización que supuestamente concedió Dios aparece en el versículo 28 del capítulo primero del Génesis: Procread y multiplicaos, y henchid a tierra; sometedla y dominadla”. Aunque no nos interesa aquí, ese mandato del altísimo (alteza y altar son parientes semánticos) para la hermandad de los creyentes, si sirve para explicar el ferviente anatema que aún profesan modernas y prósperas sociedades en temas como el aborto y otros relacionados con la fertilidad unidimensional.

A renglón seguido el historiador repasa las etapas de esa trabazón Hombre-Naturaleza. “Las órdenes de Yavé fueron inofensivas mientras el hombre estuvo a merced de la Naturaleza; pero desde principios de la Edad Paleolítica Superior, entre 70 mil y 40 mil años, comenzó a cambiar el equilibrio de poder a favor del hombre. El ritmo de cambio se ha acelerado, y desde comienzos de la Revolución Industrial, hace unos 200 años, ha ido a la carrera”. Observemos que Toynbee no señala directa y exclusivamente al capitalismo como vector de esa nefasta inversión de valores, sino que fija su despegue fulminante con la aparición de los sistemas de producción extractivos y su corolario de concentración poblacional y colmatación de recursos. Hay, pues, un análisis neto, desideologizado, en la línea de los escritos de Ivan Illich, Lewis Mumford y otros críticos del “mejor de los mundos posibles”.

Es en el interregno de la crisis de los hidrocarburos de los años setenta del siglo pasado cuando Toynbee registra los primeros signos ciertos de desestabilización con un falso positivo. “Para 1974 el equilibrio ya había tomado un sentido completamente opuesto, y el hombre por fin abrió los ojos ante esa irónica y alarmante verdad: su victoria sobre la naturaleza amenazaba con destruirlo”. Y ello porque la dialéctica depredador-presa se estaba resolviendo bajo la lógica del expolio de arriba-abajo en una fábula que recuerda la del capitalismo rampante inter vivos. “La triunfante tecnología ha reducido el índice de mortalidad humana, pero, por otra parte, ha hecho subir el índice de casi cualquier otra forma de vida: ha consumido recursos naturales irremplazables, y ha contaminado la exigua biosfera”.

Semejante ceguera, según el sabio británico, tiene una clara y decisiva imputabilidad que recae inexorablemente en el ámbito del olimpo celestial. “Este triunfo tecnológico suicida es fruto del monoteísmo judaico, pues esta religión expulsó de la Naturaleza a la divinidad, con lo cual expuso a la Naturaleza no humana a ser explotada por la codicia humana, y abrió el camino para la ruina de la humanidad con la autorización de un dios hipotético, único, trascendente y omnipotente”. Frente a esta deriva, expone Toynbee, existe una salida consistente en descreer de las verdades reveladas y asumir conciencia de nuestra propia existencia en común rango con la Naturaleza. “El antídoto contra el monoteísmo es el politeísmo, el cual reconoce la divinidad de la Naturaleza no humana y sus derechos divinos que el hombre viola por su cuenta y riesgo. El culto de los poderes divinos inherentes a la Naturaleza no humana constituye la forma más antigua de religión humana de la que se tenga memoria”. Un rasgo que, aunque no aparece en el texto de referencia, remite a la plenitud de la civilización helénica, cuando sus protagonistas lograron emanciparse de la tutela celestial para “filosofar” en vez de “devocionar”. Quizás de ahí Proudhon sacó que la revolución sucede a la revelación.

Porque de lo contrario, el modelo esquilmador puede mutar en otras realidades igualmente nocivas, al margen de los avances materiales que las sociedades produzcan. “Al cambiar el equilibrio del poder entre el hombre y la Naturaleza no humana, los dioses, que en un principio representaban imponentes fuerzas naturales, se vieron prostituidos y convertidos en organizaciones inmorales del poder humano colectivo denominados estados”. ¿Fue un visionario Toynbee al sugerir una misma línea de consanguineidad mórbida entre la idea de Dios y el imaginario Estado, ambos con licencia para actuar al margen de la ética de la responsabilidad?

El tema queda abierto a la especulación creativa. Aunque en su última aportación Toynbee insiste en el necesario repliegue de la religión sobre la razón. “En nuestros días, la Madre Tierra ha comenzado a demostrar que no se puede violar su reino –la biosfera- impunemente. Yavé pudo autorizar a los hombres para que la sometieran, pero esto no disculpa ante esa diosa las libertades impías que se ha tomado con ella Adán, el concesionario de Yavé. Entre los dioses, como entre estados soberanos, la fuerza constituye la última ratio”. Incluso un eminente jurista como Hans Kelsen parece abrazar esa tesis holísitica cuando sugiere desde su especialidad que “la sociedad entendida como la convivencia fáctica de los seres humanos, puede ser pensada como una parte de la vida en general, y, por ello, como una parte integrante de la naturaleza” (Teoría pura del Derecho).

La severa advertencia de Toynbee sobre la fe ciega que alimenta a algunas sectas del negacionismo medioambiental adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que él entendía el devenir histórico como una relación biunívoca entre “desafío” y “respuesta”. Frente a teorizaciones “pesimistas” que, como las propuestas por Oswald Spengler, veían las sociedades fatalmente determinadas en su condición de organismos sujetos a ciclos, el historiador creía al contrario que las colectividades humanas son un sistema de relaciones entre individuos. Un ecosistema pagano Hombre-Naturaleza. Porque del troquel instituido por los Estados teocráticos solo sale miseria. A la altura del sideral siglo XXI, siguen siendo visiones fundamentalistas de aquellos monoteísmos del “pueblo elegido”, agudamente señalados por Toynbee, las que atizan las principales hogueras del planeta: el Estado judío de Israel; el Islámico del ISIS y el del destino manifiesto que pastorea Trump.

Según datos aportados por la Organización Meteorológica Mundial en la Cumbre del Clima reunida en Berlín, el pasado año 2016 registró el nivel más alto de CO2 acumulado en la atmósfera desde que existen registros.

(Nota. Este artículo se ha publicado en el último número de Rojo y Negro).

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