domingo, 25 de febrero de 2018

FEMINISMO: UNA IDEOLOGÍA DE ODIO

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FEMINISMO: UNA IDEOLOGÍA DE ODIO



El feminismo es una ideología de odio. Ideología en cuanto sistema cerrado de ideas que se blinda a cualquier contrastación con la realidad; funciona, por tanto, mediante una dogmática y un argot propio, como corresponde a una secta.
De odio porque el feminismo se considera el legítimo administrador de una inmensa corriente de sufrimiento que viene desde el mismo inicio de la humanidad –desde Adán y Eva, se consideren realidad o mito- y llega hasta nuestros días. La mujer ha sido vejada, maltratada, violada, humillada, discriminada y asesinada; toda mujer; y ese caudal de dolor alimenta un inmenso odio.

El feminismo es una mutación del marxismo y en sí tiene poco que ver con la tradición que parte de las sufragistas. Es una ideología postmoderna y postmarxista. André Glucksman en su clarividente y profético libro La estupidez aventuró que, tras la caída de las ideologías cientificistas, y específicamente del marxismo, lo que se iba a adueñar del escenario era la estupidez, una inmensa y ubicua estupidez. El feminismo se mueve en esa línea: es un marxismo para estúpidas y puesto que algunos hombres también se definen como feministas, también para estúpidos. Una burda copia de la dialéctica marxista
La dialéctica feminista es una burda copia de la marxiana, sustituyendo capitalismo por patriarcado y capitalistas por hombres. Las mujeres son el proletariado –oprimido- y los hombres son los capitalistas –opresores-. Y, como en el marxismo, siempre ha sido así, en todo momento: la historia ya no es la historia de la lucha de clases, sino la lucha de sexos, aunque el feminismo, con pulsión supremacista, no consigue articular una parusía, fin épico de triunfo al final de los tiempos, una sociedad sin clases o su remedo una sociedad sin sexos o sin heterosexualidad. En ese sentido, por su aversión a la maternidad –perpetúa el patriarcado- su utopía es la extinción. Eva nunca debió aparearse con Adán, nunca debió perpetuar el patriarcado. Es la primera traidora al género.

Esa mutación de marxismo de detritus explica que los comunistas –los restos del naufragio- hayan asumido con tanta facilidad y fervor el feminismo. Algunos incluso exageran la nota, como el comunista español Alberto Garzón, que culpó de la masacre de gays en una sala de fiestas de Orlando –perpetrada por un musulmán integrista, lleno de fanatismo contra la sodomía- al heteropatriarcado, lo cual es una redundancia en la estupidez, porque no puede haber, manifiestamente, otro patriarcado que el hetero; un gaypatriarcado es imposible; una sociedad LGTBI está siempre llamada a extinguirse. Ni las feministas ni el colectivo LGTBI -por defender lo obvio, que en estos tiempos es necesario, como decía George Orwell– hubieran visto la luz sin familias, sin padres y madres. Por supuesto, el feminismo, como mutación marxistoide, tiene un alto componente totalitario en su brebaje. “No existe otra manera de desmantelar el patriarcado que no sea atacándolo todo, desde el lenguaje androcentrista hasta las leyes paternalistas. El trabajo del feminismo requiere cambios tanto estructurales como conductuales; nadie ni nada se salva. La transformación social y cultural que requiere el feminismo es absoluta”, con estas ínfulas revolucionarias se expresa Raquel Rosario Sánchez, una dominicana, activista feminista.

El patriarcado, por supuesto, es un imaginario, un constructo, un esencialismo, del que se hace participar a todos los varones (algunos tienden a referirse a este feminismo postmoderno como hembrismo, alternativo al machismo), de todos los tiempos y de todas las épocas. Aunque ese inmenso caudal de odio es unidireccional: sólo se dirige contra la sociedad occidental, contra las naciones libres y contra los hombres “blancos”. Y sólo es crítica con el cristianismo. Es decir, precisamente contra el medio ambiente donde han podido florecer. Es el patriarcado “occidental”, el que combaten, mientras las feministas se mantienen muy exquisitamente silenciosas ante las vejaciones que sufren las mujeres en otros ámbitos geográficos y religiosos, donde los malos tratos son canónicamente ordenados y donde la violada es flagelada. Todo esto tiene mucho de farsa y de impostura; también mucho de negocio, pues las feministas –una minoría agresiva, que odia también al resto de las mujeres, a las que no considera puras y que siente una aversión neurótica hacia la palabra madre y su contenido de maternidad- han ido adquiriendo poder, aumentando el número de inútiles puestos laborales para feministas profesionales y, sobre todo, incrementando el desvío de fondos públicos hacia sus organizaciones.
No es cierto que antes de que el feminismo desarrollara su agresiva “ideología de género” y animara a la denuncia irrestricta de los malos tratos, hubiera más asesinatos de mujeres. Había sustancialmente menos. Entre otras cosas, porque entre 1950 y 1977 los homicidios no hicieron otra cosa que decrecer, en España y en todo Occidente. Pero para cualquier ideología la realidad es un estorbo.

Jane Austen, una escritora muy realista y detallista, y toda la literatura femenina del siglo XIX nunca hablan ni citan nada parecido a malos tratos, pero ese silencio debía ser imposición del patriarcado. Si todos los hombres hubieran sido –como pretenden estas marxistas de baratillo- violadores y asesinos, y no maridos amables y solícitos, devotos de sus madres y sus hijas, la especie humana no se hubiera perpetuado. Los hombres, por ejemplo, han tenido el dudoso privilegio de entrar en guerra –y morir, claro- para defender a sus mujeres. En el orden tribal, en las guerras entre tribus enfrentadas, es habitual matar a todos los varones y raptar a las mujeres. Ambas suertes son nefastas, pero la del patriarcado de la tribu tampoco es envidiable. Hasta estas últimas décadas siempre se citaba como muestra de la explotación capitalista en la revolución industrial que estaban obligados a trabajar mujeres y niños. Del paisaje del Manchester industrial ahora se han borrado las mujeres. También fue un dudoso privilegio patriarcal desembarcar en la playa de Omaha bajo el fuego patriarcal enemigo, pero, ahora, de inmediato te salen que en el Ejército Rojo soviético había algunos batallones de mujeres.

El odio que destila el feminismo, y que está provocando mucho sufrimiento innecesario para mantener el negocio en expansión, no se circunscribe a los hombres, sino que se extiende a las mujeres reales, no a las del imaginario feminista. El feminismo odia a las mujeres que son madres, un título de inmensa dignidad, pues reproducen el patriarcado. Los hijos son aquí algo similar a la plusvalía capitalista. Las feministas sólo identifican maternidad con aborto, lo que en su argot sectario es interrupción voluntaria del embarazo. Como resume Lidia Falcón, líder del exiguo Partido Feminista, “parir es una catástrofe”. En ese sentido, el efecto más letal del feminismo –además, de convertir el hogar en una guerra de sexos- es su criminalización de la maternidad, su corrosiva contribución a la depresión demográfica de Occidente. No hace mucho se reunían en Brasilia ecofeministas en un simposio titulado “La Tierra es mujer”. Siempre, como metáfora e incluso como divinización en ciertas culturas, se había dicho que la Tierra es “madre”, pero madre es para una feminista una palabra obscena, hacia la que siente una íntima e infinita repulsión. Por eso son un peligro tan grave para la civilización.
Enrique de Diego
(Visto en
http://ramblalibre.com/

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