domingo, 13 de enero de 2019

La monarquía en una encrucijada


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La monarquía en una encrucijada 

 

 

Carlos Barrio

“La realeza es un crimen contra el que todo hombre tiene el derecho a alzarse y armarse. Todo rey es un rebelde y un usurpador…. Nadie puede reinar inocentemente”. Esta frase, pronunciada por el jacobino Louis de Saint Just el 14 de noviembre de 1792 durante el proceso contra el rey francés Luis XVI, sintetiza una corriente de opinión prevalente entre buena parte de la izquierda clásica y que enfatiza el carácter antagónico de la institución monárquica y la democracia.
Frente a Hegel que defendía la institución monárquica alegando que esta suponía una especie de personificación hipostasiada de la comunidad nacional, Marx, por el contrario, enfatizaba en su Crítica a la filosofía del derecho de Hegel que la monarquía no dejaba de ser una forma de dominación política que obtiene su legitimidad de algo totalmente irracional como es el mero hecho biológico de la pertenencia a una estirpe. En concreto decía Marx lo siguiente: “El nacimiento es un título despreciable que pertenece al orden zoológico, en este coincide el rey con el caballo; ambos son lo que son por su nacimiento y sangre”.
En la historia del pensamiento político se han intentado multitud de definiciones relativas a la esencia de la institución monárquica. En general todas ellas yerran porque no tienen en cuenta que la institución monárquica ha experimentado una evolución histórica desde una posición institucional, donde el monarca acaparaba todo el poder político, hasta las monarquías parlamentarias actuales, donde el monarca asume un papel residual, como mero órgano constitucional que realiza funciones arbitrales y moderadoras del funcionamiento de las instituciones políticas, sin peso político real.
La institución monárquica sigue suscitando enormes recelos, ya no sólo entre partidos políticos más escorados hacia la izquierda, sino incluso entre ciertos sectores de la sociedad más conservadores
De hecho, en la monarquía parlamentaria por antonomasia, Reino Unido, multitud de gobiernos laboristas han cohabitado con dicha institución, llevando a cabo programas políticos de corte progresista. Sin embargo, la institución monárquica sigue suscitando enormes recelos, ya no sólo entre partidos políticos más escorados hacia la izquierda, sino incluso entre ciertos sectores de la sociedad más conservadores. En el caso español, junto a explicaciones de orden conceptual, existen otras de orden histórico que tienen que ver con el proceso de restauración monárquico y su vinculación con el régimen autoritario del general Franco, así como a la opacidad en lo relativo a su funcionamiento durante buena parte del régimen político surgido con la promulgación de la constitución de 1978.
Examinando primeramente las razones de orden conceptual, encontramos que frente a las justificaciones clásicas de la institución monárquica de orden teocrático, el llamado derecho divino de los reyes, o de orden metafísico que convierten al monarca en órgano e instrumento del derecho justo (iustum animatum), en la actualidad se prefieren las justificaciones de orden sociológico, como la llamada legitimidad carismática del monarca, que en el caso español se traducen en el mito político del rey garante de la transición política de la dictadura a la democracia, o en el embrujo que sobre las clases populares ejercería la institución monárquica, que hace del boato y del ceremonial su razón de ser y que permite a la clases populares proyectar sus anhelos infantiles de grandeza y trascendencia. Walter Lipmann incide en esta idea cuando afirma que la forma de gobierno republicana seculariza en demasía el poder político, privándole de su prestigio y de toda su majestuosidad.
Por otro lado, la idea de continuidad dinástica, esencial a la institución monárquica, otorga a esta un prestigio y una neutralidad aparente que hace percibir en los ciudadanos una idea de unidad en el seno de estado democrático, sometido a multitud de vaivenes ideológicos según cambian los colores del gobierno de turno. Tampoco han faltado las justificaciones de corte patrimonialista de cierto anarcocapitalismo, como la defendida por Hans Herman Hoppe en Monarquía, democracia y orden natural. Frente al régimen democrático, que esta dominado por el colectivismo y el cortoplacismo de las decisiones políticas, la monarquía, por su propio interés, gestionará con mayor atino, evitando medidas confiscatorias que devalúen los activos del reino. Lamentablemente y a tenor del comportamiento, poco ético cuanto menos, del anterior monarca parece poco realista sustraer el monarca del pesimismo antropológico del liberalismo clásico.
El tener un monarca constitucional, con funciones simbólicas residuales, presenta innumerables ventajas para la partidocracia
Como el filólogo y experto en mitología Wilhem Roscher señalaba, a pesar de los innumerables cambios que la institución monárquica ha experimentado, subsiste un núcleo esencial en la institución que radica en la idea del privilegio, que se traduce en la inviolabilidad del monarca y en el carácter hereditario y vitalicio del cargo. El tener un monarca constitucional, con funciones simbólicas residuales, presenta innumerables ventajas para la partidocracia. Por ejemplo, la de tener una jefatura del Estado políticamente inoperante o un entretenimiento para las masas que distraiga la atención de la opinión pública de temas políticos candentes.
Sin embargo, ese residuo de desigualdad ante la ley y privilegio que necesariamente lleva aparejada la institución monárquica sigue planteando problemas, en especial en sociedades cada vez más cuestionadoras de formas de legitimación no democráticas. De ahí que partidos históricamente republicanos, como el PSOE, hayan planteado introducir medidas igualitarias en la institución monárquica, como pueden ser alterar la primacía del varón en el orden sucesorio o la supresión de la inviolabilidad real, medidas todas ellas que son un oxímoron en sí mismas, pues contradicen la esencia de la institución monárquica, que no es otra que la de la desigualdad. O se es republicano o monárquico, pero no se puede ser un poco de cada cosa.
En cuanto a las razones de orden histórico, la monarquía siempre ha sido una institución capital en la historia de España. Desde los tiempos de la monarquía visigoda, esta ha sido concebida como una especie de traslación institucional de la unidad peninsular que se trataba de recuperar, tras la desintegración de la unidad política que conllevó la penetración del islam en la península ibérica. Así el rey castellano Alfonso VIII o el rey Navarro Sancho III hacían referencia a su condición de reyes peninsulares en su heráldica. De ahí que el político canovista, Antonio Goicoechea estableciera, en uno de sus famosos diez mandamientos del buen monárquico, un tercero, que vinculaba el amor a la unidad de España con el amor a la institución monárquica.
Sin embargo, no es menos cierto que vincular unidad de España con continuidad dinástica no está exenta de problemas. La historia de España no presenta esa continuidad que sí se aprecia en la historia británica, donde salvo el periodo de la llamada Commonweath de Cromwell entre 1649 y 1660, la vinculación entre identidad nacional y corona es mucho más clara. En el caso español, el convulso siglo XIX con las querellas carlistas y el advenimiento de la II república cuestionan claramente ese relato. Cuando se cuestiona el origen de la monarquía actual, al vincularla a una decisión personal del dictador Francisco Franco, se apunta precisamente a esa discontinuidad y a ese carácter no parlamentario en origen que tiene la actual monarquía española. Aunque bien es cierto que la actual monarquía es constitucional, en la medida en que se incardina en el seno de una constitución democráticamente aprobada, no es menos cierto que el constituyente era plenamente consciente de su origen apócrifo de ahí que se sometiera a la voluntad popular su legitimación democrática en una votación única con el resto del articulado del texto constitucional y que su regulación, el título II, sea uno de esos contenidos de reforma agravada que establece el artículo 168.
Con la abdicación de Juan Carlos I se abrió un periodo de abierto cuestionamiento de la institución monárquica en España
Con la abdicación de Juan Carlos I se abrió un periodo de abierto cuestionamiento de la institución monárquica en España, con partidos como Podemos, abiertamente contrarios a su permanencia sin un referéndum popular expreso que la refrende. También la abierta rebelión del secesionismo catalán y la decida apuesta por la vigencia del texto constitucional por parte del rey Felipe VI han hecho renacer los tradicionales recelos del nacionalismo catalán hacia la dinastía borbónica.
Por otro lado, el tímido acercamiento del monarca, en su reciente mensaje navideño, en favor del diálogo con el nacionalismo tampoco augura una buena sintonía con aquellos sectores de la población, cada vez más hartos del continuo chantaje institucional al que el nacionalismo nos tiene acostumbrados. El auge del populismo, la globalización o el derrumbe del consenso socialdemócrata plantean un serio cuestionamiento del célebre axioma del constitucionalismo que enunciara Alphonse Thiers: El rey reina, pero no gobierna.
Foto: Ruben Ortega

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