domingo, 24 de mayo de 2020

La epopeya del soldado español que descubrió Persépolis y el mundo lo olvidó durante siglos


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La epopeya del soldado español que descubrió Persépolis y el mundo lo olvidó durante siglos

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Israel Viana
El 17 de julio de 1618, García de Silva y Figueroa se encontraba por fin ante Abbás el Grande de Irán. Enviado por Felipe III como embajador, a este soldado y explorador español –nacido en Zafra, Badajoz– le costó cuatro años llegar a su cita con el Sha para intentar establecer una alianza militar contra los turcos. Durante el viaje sorteó todo tipo de peligros y aventuras para exponerle los planes del Rey de España al líder persa, pero, una vez allí, este se negó a recibirle y le ordenó que regresara sin una respuesta. Nada de eso debía importarle ya a nuestro protagonista, porque acababa de realizar uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia: Persépolis, la antigua y desaparecida capital del Imperio persa.
A raíz de ello, el embajador –que aparece arriba según la ilustración de Miguel Zorita– se convirtió en el primer europeo en ofrecer una descripción de la escritura cuneiforme, la más antigua del mundo. Y dejó para la posteridad, además, uno de los libros de viajes más bellos de los últimos siglos: «Comentarios de don García de Silva y Figueroa de la Embajada al rey Abbás de Persia» (Ediciones Orbigo, 2015). Una obra que, a pesar de su importancia y del revuelo que causó en el ambiente intelectual de Europa a principios del siglo XVII, no fue traducido al español hasta el siglo XX y condenó al embajador al olvido.
Han sido algunos los historiadores que han intentado contar su vida en épocas pasadas, pero «es notablemente poco lo que se conoce», apuntaba Joaquín María Córdoba en su artículo «Un caballero español en Isfahan» (CSIC, 2005). «Y aunque no podamos decir que tengamos un retrato minucioso, sin duda hemos conseguido recuperar el perfil de un ser concreto. Uno que nos produce la gozosa alegría del que ve surgir de entre las brumas la imagen del ser querido al que buscaba», añade después.
La muerte
Figueroa tuvo la mala suerte de fallecer a los 75 años, en alta mar, cuando estaba apunto de llegar a España tras una década de viaje. Fue en febrero de 1624, poco después de salir de Ormuz. Su última anotación es del 28 de abril y hacía referencia al rumbo de su nave, pero la copia que conserva la Biblioteca Nacional de España contiene una acotación más: «Murió el 22 de julio a las ocho horas de la noche por el Mal de Loanda [escorbuto], a 110 leguas al norte de las islas de Flores y Cuervo. Echaron su cuerpo al mar, en un cajón cargado de piedras, que flotó en calma alrededor de la nao durante dos días».
Según este relato, la escena debió ser trágica para su tripulación, como si el cadáver no quisiera apartarse del barco en el que había estado a punto de cumplir su sueño de regresar a casa una década después. Como legado dejó aquel «monumento a la literatura española y europea de viajes», según lo califica Córdoba. Una obra en la que Figueroa describe su viaje y sus descubrimientos con increíble detalle, ordenando sus recuerdos en «libros» y estos, a su vez, dividiéndolos en capítulos con «epígrafes para mayor comodidad de los lectores», aclaraba.
La comitiva partió de Lisboa, en 1614, para llegar a Goa, la capital de la India Portuguesa. Allí permaneció dos largos años retenido. Tras reiniciar la marcha y cruzar a toda vela el Océano Índico, avistó la costa de Arabia el 8 de abril de 1617. Escribe Figueroa que el calor allí era muy grande y la visión de la tierra, tristísima, de «un color arena bermeja, sin aparecer en ella ningún verde ni señal de ser habitada». Después costearon Omán y atravesaron el estrecho de Ormuz hasta llegar a Persia, donde descubrió que el Sha se encontraba realmente en la zona del Caspio. En noviembre el embajador marchó a Shiraz y allí decidió esperar hasta la primavera para ir a su encuentro.
La ruinas de «Chilminara»
Cuando se echó de nuevo a la mar en abril de 1618 con rumbo a Isfahan, en Irán, se apartó de la ruta para ver unas ruinas de las que le habían hablado. En su libro las denomina «Chilminara». Tenía la intuición, por lo que había leído en las fuentes antiguas y por lo que le habían contado en Europa, que «este sitio, sin poderse dudar de ello, debe ser la antigua Persépolis». Y cuando allí y descubrió las ruinas, se quedó tan perplejo que no dudó ni un minuto de ello. La carta que le mandó a su amigo el marqués de Bedmar, embajador en Venecia, era tan rica en detalles y explicaciones que la noticia circuló en los círculos ilustrados de las principales ciudades de Europa por un tiempo.
«Los arquitrabes del palacio que remataban las puertas por lo alto estaban labrados y grabados con muchos follages. En algunas partes había inscripciones de letras del todo desconocidas», apuntaba en su mencionada obra, donde precisaba después: «Existe una impresionante inscripción tallada en jaspe negro. Sus caracteres son todavía claros y brillantes, increíblemente libres del deterioro de la edad. Las letras mismas no son ni caldeo, ni hebreo, ni griego, ni árabe ni de ningún pueblo conocido hasta ahora. Son triangulares, en forma de pirámide u obeliscos diminutos, como están ilustradas en el margen. Y son todas idénticas, excepto por su posición y ordenación. Sin embargo, los caracteres resultantes de la composición son extraordinariamente diferentes».
Figueroa llegó a la conclusión de que los símbolos cuneiformes que adornaban aquellos templos no eran simples ornamentos, sino una forma de escritura. Y es cierto que António de Gouveia (1602) y Giambattista y Gerolamo Vecchietti (1606) ya los habían reconocido como un tipo de escritura en otras esculturas halladas, pero será el embajador el primer occidental en describirlos. Por eso los folios que componen el capítulo VI del Libro Cuarto, en los que propone y argumenta minuciosamente esta hipótesis, y donde también describe las ruinas, son hoy los que merecen la mayor atención de los investigadores.
La descripción
El embajador se centra, por ejemplo, en la gigantesca plataforma revestida de gruesos sillares de cantería que se apoya en la montaña Kuh-i Rahmat, la misma que sirve de base al conjunto de edificios de Persépolis. También en la gruesa muralla de mármol que la rodea, «de una grandeza maravillosa y de más de dos picas de alto». Resalta el gigantesco tamaño y la perfecta talla de las escalinatas del primer palacio en el que se adentra. Una vez arriba, se asombra ante el pórtico, «que es sustentado por dos grandísimos caballos de mármol blanco, mayores que un gran elefante cada uno». Y a la derecha cuenta 27 columnas enormes y calcula la altura del edificio en «setenta pies, sin la basa».
Continúa su paseo por otros conjuntos de ruinas, a los que designará más tarde como los palacios de Darío, Artajerjes I, Jerjes, Artajerjes III, Palacio D y Tripylon, todos ellos con sus relieves, puertas y marcos de ventanas tallados en mármol y piedra negra perfectamente pulidos. Los relieves de estos le impresionaron tanto que mandó a un pintor de su séquito para que sacara algunos dibujos del natural, los primeros tomados «in situ» por un profesional, que durante siglos quedaron igualmente olvidados en los manuscritos de la Biblioteca Nacional.
Fue después cuando, al dirigirse hacia la ladera de la montaña, se encontró con un templo de mayor tamaño, que contaba con numerosas ventanas, puertas y columnas derribadas en el patio principal. Esta zona llamó poderosamente su atención, ya que contaba con inscripciones en los arquitrabes y los frisos. Fijó su mirada en una que estaba grabada con surcos profundos y mandó copiar uno de sus renglones «con letras compuestas de pirámides pequeñas y puestas de diferentes formas». Pronto las identificó como las escrituras de los antiguos constructores.
Una ciudad «sepultada por tantos siglos»
Al final de esta descripción, Figueroa razona su hipótesis de que Chilminara era Persépolis, para lo que recurre tanto a las fuentes clásicas que hacían referencia a ella, como a los informes que en España le había facilitado fray Antonio de Gouvea. Y concluyó que aquella era la capital «sepultada por tantos siglos». «La última anotación es de una melancólica y poética belleza –apunta Córdoba en su artículo– , cuando dice que al anochecer, recogiéndose el embajador hacia Margascan, sobrevoló su séquito gran número de cigüeñas que, a su vez, volvían a los nidos instalados sobre las legendarias columnas».
Es una lástima que los logros de nuestro embajador –que en su juventud estudió Leyes en Salamanca, sirvió en el Ejército de Flandes y fue gobernador de Badajoz– hayan tardado tanto en ser reconocidos. Lo intentó un editor parisino llamado Wicquefort, que publicó una traducción francesa de un manuscrito incompleto 43 años después de su muerte. La obra, sin embargo, cayó en el olvido no mucho tiempo después, entre el alud de nuevas publicaciones cada vez más completas y llenas de grabados magníficos. Sin embargo, la primera edición española del viaje y la embajada de Figueroa no llegó a nuestro país hasta 1903 y 1905. Su responsable fue Manuel Serrano y Sanz, que publicó el texto completo de uno de los dos manuscritos conservados en la Biblioteca Nacional.
Fuente: ABC

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