miércoles, 2 de enero de 2013

¿Planillas o pandillas?

¿Planillas o pandillas?
Abraham Nuncio
E
ntre las ilusiones reales de que disponemos los mexicanos están el municipio libre, los estados libres y soberanos y el federalismo como uno de los elementos definitorios del régimen constitucional.
Mientras las anteriores constituciones liberales, la de 1824 y 1857, se ocuparon sólo de aquello que sus autores llamaron –contra toda mesura– Estados libres y soberanos otorgando a éstos facultades plenas para organizar su régimen interno, la de 1917 recuperó al municipio como célula básica del federalismo. Pero el logro de los constituyentes fue convertido por la realidad en su opuesto. La tradición ejecutivista que lastra la vida pública de México ha permitido a los gobernadores de los estados, o bien a los jefes políticos de sus partidos, mantener la incapacidad del municipio como órgano de gobierno en sus decisiones autonómicas y en sus finanzas.
Esos jefes políticos suelen ocupar las presidencias de los municipios más importantes. Y el margen de libertad de que pueden hacer uso lo han tornado en graves arbitrariedades que han dañado desde los servicios públicos hasta las áreas protegidas. La última reforma de 1999 al régimen municipal y el arribo en número considerable de otros partidos diferentes del PRI a las presidencias municipales profundizó las arbitrariedades y no amplió la autonomía del municipio.
El fenómeno se puede ver con mayor claridad en los municipios más poblados y de contornos metropolitanos.
En estos días, Monterrey ha registrado una mayor contaminación ambiental que el Distrito Federal (más de 100 Imecas, según el Sistema Integral de Monitoreo Ambiental: El Norte).
Desde principios del siglo XX, con la mutilación de la Alameda Porfirio Díaz, hoy Mariano Escobedo, para construir una penitenciaría, la ciudad empezó a ser invadida por materiales de construcción cuya argamasa es el cemento. Monopolizada la producción cementera por Cemex –su sede está en Monterrey–, desde hace casi medio siglo, esa invasión, con la complicidad de autoridades estatales y municipales, se ha tornado en una irrefrenable destrucción de las áreas verdes. Los regiomontanos se asfixian sin saberlo. El déficit de verdura es de 95 por ciento.
Los grupos interesados en la preservación del ambiente han logrado contener algunas atrocidades contra la salud y la vida: una fue el desarrollo de una zona que ponía en peligro el abasto de agua al Monterrey metropolitano, y otra que se iba a comer el área protegida del simbólico cerro de La Silla. En episodios diferentes no ha sido así; por ejemplo, la construcción de un autódromo en el Parque Fundidora (un fracaso y ahora simple pista para otros usos más populares) y recientemente la de un estadio para cuya construcción se devastaron 24.5 hectáreas del Parque La Pastora, como lo declaró a La Jornada el ecologista Guillermo Martínez Berlanga, además de tomarlo como pretexto para convertir las aguas del río La Silla en cerveza por la trasnacional Heineken-Femsa.
El municipio libre, bajo el mando absoluto de los alcaldes, ha puesto lo suyo para que tales atrocidades se cumplan sin otro trámite que el de la transa desnuda entre la parte del Estado con funciones de gobierno y su condicionamiento orgánico ahora llamado poderes fácticos.
Asentamientos en lugares peligrosos, construcción de miles de viviendas (Zuazua) sin la infraestructura correspondiente para no dañar a los municipios vecinos, establecimientos promovidos por empresarios delincuentes con la complicidad de ayuntamientos susceptibles al cohecho, como lo fue Walmart en San Pedro Garza García –igual lo hicieron en Teotihuacán–, policías integrantes de organizaciones criminales, permisos para abrir todo tipo de antros y casas de juego –y acoger al hampa: el área metropolitana de Monterrey tiene más casinos de los que existen en todo España, una de las potencias mundiales en turismo. Etcétera cuya largueza en corrupción, de-sequilibrios políticos y males sociales se extiende a todo Nuevo León y el resto del país.
En las sociedades capitalistas es difícil encontrar fórmulas en las que cada día, cada hora, no se generen daños al grueso de la población y al planeta. Pero hay referencias que permiten pensar en la contención de estos daños: los países del norte de Europa son el ejemplo más pulido. Aspirar a crear condiciones semejantes es un imperativo.
Para ello es preciso una nueva reforma al 115 constitucional. Se requiere equilibrar los poderes municipales para evitar el ejecutivismo más grotesco en el nivel básico de la Federación. El régimen del Distrito Federal es, por de pronto, un modelo a seguir. Los presidentes municipales deben ser elegidos como se elige al jefe de Gobierno del Distrito Federal y, por distritos, a los integrantes de la asamblea municipal. En municipios que sobrepasen cierta población (sobre todo aquellos que, como Monterrey, tienen una población de más de un millón de habitantes), el resultado sería tener la representación que hoy no existe y que la elección por planillas deje de ser una elección de pandillas. La función del presidente municipal (habría que aumentar, entre otras medidas, su periodo de tres a cuatro años) y de las mayorías y minorías sería más democrática.
En términos de mejoría, la reforma municipal tendría, así, un más acentuado carácter estructural que las reformas laboral y educativa tal como se las ha legislado.

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