Los expertos en marketing lo saben bien. Nada más adecuado que una
buena imagen para tapar los desperfectos del producto. O dicho con mayor
contundencia: nada como una buena imagen de marca, construida por la
publicidad y por todo el arsenal de artefactos de la producción
semiótica –la cual ha sustituido a la producción material como centro
del proceso productivo– para impedir que el consumidor curioso se asome a
los interioridades, en muchos casos insondables, del producto que acaba
de adquirir.
Y así, desde que la marca se impuso sobre el producto en los albores de la fase del sistema capitalista hoy vigente, aquella constituye la mejor salvaguardia para las operaciones de obsolescencia programada, y tantas otras ardides de que se valen los fabricantes de bienes de consumo, para que la parte destinada a beneficios dentro del precio que paga el consumidor sea lo mayor posible. Todo consiste en construir una excelsa imagen de marca que tape las manipulaciones que los fabricantes ejecutan sobre los productos con tal de engrosar la cuenta de beneficios.
El escándalo de Volswagen no ha impedido que sea la empresa que más automóviles vende
Claro está que ambas comunicaciones le llegan a su destinatario a través de dos canales perfectamente diferenciados. Mientras la información sobre los estropicios en torno a los productos le llega en el marco de los telediarios o en las páginas informativas de la prensa, las imágenes de las marcas le son mostradas en los espacios inviolables que esos mismos medios de difusión de masas destinan a la publicidad, y en los que cualquier intrusión ajena está vetada de antemano. De este modo, son los mismos medios masivos que informan –obviamente, sólo en los casos extremos– sobre las manipulaciones fraudulentas que ejecutan los fabricantes en torno a sus productos los que contribuyen a ocultar esas manipulaciones a sus destinatarios, envolviendo las marcas respectivas bajo el manto impoluto e inviolable de la publicidad. Y la preeminencia de este segundo componente sobre el primero se especifica en la dependencia de los medios de difusión de masas con respecto a la publicidad; hasta el extremo de que, como es bien sabido, la presente crisis de los medios impresos tiene buena parte de su origen en la crisis de la inversión publicitaria.
Es así como se enfrentan dos escenarios perfectamente escindidos: por una parte, las manipulaciones que los fabricantes ejercen respecto de sus productos de gran consumo y que sólo en ocasiones excepcionales adquieren el rango de noticia periodística. Por la otra, las imágenes impolutas que construye la publicidad y el resto de los instrumentos de la producción semiótica en torno a las marcas, y cuya eficacia estriba en servir de tapadera a las primeras. Y el ciudadano estándar que trata de compensar sus frustraciones sociales e individuales en el consumo estará por lo general mejor predispuesto a dejarse engatusar por esas imágenes aterciopeladas que a penetrar en las interioridades de un producto que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, no entiende.
Ahora bien, el panorama adquiere toda su dimensión cuando sucede que los imaginarios de las marcas funcionan en la práctica como el corazón de los vigentes imaginarios sociales. Y ahí están, para comprobarlo, todos esos deportistas que negocian con sus derechos de imagen para ponerlos a disposición de las marcas más cotizadas. Y, por si falta algún dato más, piense un momento la lectora o el lector en todos esos famosos o famosillos que se dejan fotografiar para los medios de difusión de masas ante el decorado de algunas de las marcas de mayor glamur.
Y la pregunta que se impone es: ¿cuándo las anteriores constataciones –que por lo demás están a la vista de cualquier hijo de vecino– ocuparán el lugar que les corresponde en el debate político?
Y así, desde que la marca se impuso sobre el producto en los albores de la fase del sistema capitalista hoy vigente, aquella constituye la mejor salvaguardia para las operaciones de obsolescencia programada, y tantas otras ardides de que se valen los fabricantes de bienes de consumo, para que la parte destinada a beneficios dentro del precio que paga el consumidor sea lo mayor posible. Todo consiste en construir una excelsa imagen de marca que tape las manipulaciones que los fabricantes ejecutan sobre los productos con tal de engrosar la cuenta de beneficios.
Disfruta las contradicciones
El reciente escándalo en torno a Volkswagen, luego ampliado con menor gravedad hasta nada menos que 16 marcas de coches, es un buen ejemplo de lo anterior. El secreto estriba en tapar tales manipulaciones de los productos por una imagen de marca lo más impoluta e impactante posible. Y así, los vehículos de Volkswagen, como los del resto de las marcas implicadas –desde Mercedes Benz hasta Renault, pasando por Jaguar, Land Rover o Mitsubishi– circulan majestuosamente en su publicidad, de la que se ha eliminado cualquier ingrediente debatible. Y así, el escándalo de las emisiones amañadas no ha impedido que Volswagen AG haya sido la empresa que más automóviles ha vendido en el mundo en el primer trimestre del presente año.El escándalo de Volswagen no ha impedido que sea la empresa que más automóviles vende
Claro está que ambas comunicaciones le llegan a su destinatario a través de dos canales perfectamente diferenciados. Mientras la información sobre los estropicios en torno a los productos le llega en el marco de los telediarios o en las páginas informativas de la prensa, las imágenes de las marcas le son mostradas en los espacios inviolables que esos mismos medios de difusión de masas destinan a la publicidad, y en los que cualquier intrusión ajena está vetada de antemano. De este modo, son los mismos medios masivos que informan –obviamente, sólo en los casos extremos– sobre las manipulaciones fraudulentas que ejecutan los fabricantes en torno a sus productos los que contribuyen a ocultar esas manipulaciones a sus destinatarios, envolviendo las marcas respectivas bajo el manto impoluto e inviolable de la publicidad. Y la preeminencia de este segundo componente sobre el primero se especifica en la dependencia de los medios de difusión de masas con respecto a la publicidad; hasta el extremo de que, como es bien sabido, la presente crisis de los medios impresos tiene buena parte de su origen en la crisis de la inversión publicitaria.
Es así como se enfrentan dos escenarios perfectamente escindidos: por una parte, las manipulaciones que los fabricantes ejercen respecto de sus productos de gran consumo y que sólo en ocasiones excepcionales adquieren el rango de noticia periodística. Por la otra, las imágenes impolutas que construye la publicidad y el resto de los instrumentos de la producción semiótica en torno a las marcas, y cuya eficacia estriba en servir de tapadera a las primeras. Y el ciudadano estándar que trata de compensar sus frustraciones sociales e individuales en el consumo estará por lo general mejor predispuesto a dejarse engatusar por esas imágenes aterciopeladas que a penetrar en las interioridades de un producto que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, no entiende.
Ahora bien, el panorama adquiere toda su dimensión cuando sucede que los imaginarios de las marcas funcionan en la práctica como el corazón de los vigentes imaginarios sociales. Y ahí están, para comprobarlo, todos esos deportistas que negocian con sus derechos de imagen para ponerlos a disposición de las marcas más cotizadas. Y, por si falta algún dato más, piense un momento la lectora o el lector en todos esos famosos o famosillos que se dejan fotografiar para los medios de difusión de masas ante el decorado de algunas de las marcas de mayor glamur.
Y la pregunta que se impone es: ¿cuándo las anteriores constataciones –que por lo demás están a la vista de cualquier hijo de vecino– ocuparán el lugar que les corresponde en el debate político?
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