Javier Giraldo
CEPRID
Si
bien hay una euforia de paz que se traduce en eslóganes o en frases de
cliché que se repiten por todas partes, cuando se profundiza un poco en
lo que hay detrás de esos eslóganes o en los aspectos que esas frases
superficiales eluden, aparecen muchas preocupaciones.
Colombia
ha vivido en los últimos 4 años una búsqueda de acuerdo de paz entre el
gobierno y la guerrilla de las FARC, luego de 60 años de conflicto
armado que ha dejado muchos millones de víctimas y ha llevado a la
degradación progresiva de la guerra en muchos aspectos. Este proceso ha
ido revelando progresivamente los laberintos, a veces sin salida, en que
es necesario internarse para buscar acuerdos de paz. El país ha vivido
ya 33 años de procesos de paz fracasados durante el último ciclo de
violencia, sin contar las negociaciones, acuerdos y eliminaciones de ex
combatientes de ciclos anteriores que se identifican con las mismas
causas. Una larga tradición demuestra que los acuerdos no se cumplen y
que los combatientes rebeldes son eliminados tras el desarme, pero no
sólo ellos sino las fuerzas sociales y políticas que les son cercanas.
Hace
pocos días se firmó en La Habana un documento que define el penúltimo
de los 6 puntos de la agenda acordada al comienzo de los diálogos,
incluyendo ya el compromiso de un cese de fuego bilateral y
supuestamente definitivo. Sin embargo el país se encuentra profundamente
polarizado por el crecimiento y poder creciente de posiciones políticas
de extrema derecha. Parece que reviven las posiciones de la Guerra
Fría, potenciadas por el monstruoso poderío económico de un empresariado
multinacional que defiende rabiosamente sus intereses excluyentes con
medios muy poderosos.
Si bien hay una euforia de paz
que se traduce en eslóganes o en frases de cliché que se repiten por
todas partes, cuando se profundiza un poco en lo que hay detrás de esos
eslóganes o en los aspectos que esas frases superficiales eluden,
aparecen muchas preocupaciones. Algunos analistas más críticos llaman la
atención sobre ciertas contradicciones como las siguientes:
1)
Se percibe un doble lenguaje: en uno de ellos se afirma que el proceso
no se ha enfocado como una rendición de rebeldes delincuentes sino como
un reconocimiento de una guerra que tenía raíces sociales y en la cual
los dos polos cometieron crímenes; el otro lenguaje, usado por el
gobierno fuera de la mesa de diálogos, tiene todo el enfoque de la
rendición, la derrota y el sometimiento a una legalidad y una estructura
de poder supuestamente democrática. El gobierno y la clase dominante
repiten que el proceso es fruto de un triunfo militar del Estado que ha
doblegado a la guerrilla y la ha obligado a sentarse a la mesa de
negociación.
2) Aunque en los formalismos de la mesa
de negociaciones se aceptó discutir las raíces del conflicto, sobre todo
en los temas de tierra y democracia, predominó la negativa rotunda del
gobierno a tocar en lo más mínimo el modelo económico y el modelo
político, quedando todas las propuestas relativas a esas raíces del
conflicto como “salvedades” o “constancias” de lo que fue imposible
discutir. El gobierno repite que no negocia el modelo vigente y que sólo
invita a la guerrilla a que, una vez dejadas las armas, se presente a
los debates electorales para solicitarle a la sociedad que apoye sus
propuestas de reformas. Esto sería normal si hubiera democracia, pero el
gobierno sabe que mientras no reforme el sistema electoral, uno de los
más corruptos del mundo, y el sistema de propiedad de los medios masivos
de información, ni la guerrilla ni ningún movimiento de oposición podrá
conquistar triunfos democráticos.
3) Muchas
polémicas interminables llevaron finalmente a los rebeldes a aceptar la
simetría de trato a los combatientes de ambos lados, desconociendo la
gravedad enormemente mayor de los crímenes de Estado y las
características del delito político y del derecho a la rebelión. También
tuvieron que aceptar la inmunidad de los ex presidentes frente a la
justicia y la ruptura de las responsabilidades de mando, ambos
principios consagrados en el Estatuto de Roma cuyo desconocimiento
refuerza y amplía la impunidad rutinaria.
4) El
desarrollo de los diálogos ha producido perplejidad en las capas más
conscientes de la sociedad, al comprobar que el Estado ha recurrido
simplemente a la negación de los obstáculos más grandes para la paz,
considerándolos como inexistentes o realidades del pasado ya superadas:
el paramilitarismo, la doctrina militar del enemigo interno y de la
seguridad nacional y la criminalización de la protesta social. Nadie
puede entender tampoco que las negociaciones no hayan llevado a un
acuerdo sobre la reducción de la fuerza armada del Estado sino más bien a
anunciar que esa fuerza se va a aumentar y a reforzar. Todo el mundo se
pregunta: ¿si es verdad que se acaba la guerra, por qué el monstruoso
gasto militar no se va a acabar sino a aumentar?
5)
El recurso a la justicia transicional, que ha sido el punto de llegada
en el tema de las víctimas del conflicto, uno de los aspectos más
polémicos y que más tiempo han consumido en las negociaciones, no deja
tranquilos a numerosos analistas de ambos lados. Se pactó una
Jurisdicción Especial para la Paz, diseñada por un grupo de juristas de
alto nivel, dentro de los criterios básicos de la justicia transicional.
Supuestamente el derecho nacional no operará allí sino sólo los
tratados internacionales; habrá magistrados también extranjeros; los que
confiesen crímenes internacionales, sean guerrilleros, militares,
empresarios u otros, tendrán penas alternativas y no de prisión, y los
que no confiesen serán condenados a prisión. La fórmula ha sido elogiada
por muchos aunque se critica la violación flagrante de algunos
artículos del Estatuto de Roma para favorecer a los gobernantes. Sin
embargo dicha fórmula alberga dos principios que pueden dar al traste
con las escasas expectativas de justicia: los principios de priorización
y de enfoque hacia los máximos responsables. Ya hay aplicaciones en
curso de esos principios por parte de la justicia colombiana, frente a
modalidades concretas de genocidio, que anuncian la utilización corrupta
de esos dos principios, como mecanismos privilegiados de impunidad.
Esto hace mirar el acuerdo de justicia con reservas.
6)
En general, las motivaciones de disuasión que han sido utilizadas para
promover los acuerdos de paz, descansan en gran parte en la
imposibilidad práctica de lograr cambios sociales por medio de la lucha
armada, dado el poder monstruoso y apabullante de las armas estatales
respaldadas por el poderío imperial de mayor alcance destructivo en la
historia reciente de la humanidad: los Estados Unidos. Brilla por su
ausencia, sin embargo, toda consideración ética de los clamores y
sufrimientos que llevaron a levantarse en armas a los combatientes
contra el Estado. El discurso político predominante es pragmático y
egoísta y muestra indiferencia arrogante por posibilidades reales de
justicia. Los discursos del Presidente Santos en el exterior han
insistido, ante todo, en una paz que beneficiará a los empresarios e
inversionistas transnacionales, quienes podrán intensificar su
extracción de recursos naturales, pero entre tanto su gobierno reprime
con una violencia cruel las protestas sociales de las comunidades
afectadas por la destrucción ecológica y social que han causado y siguen
causando esas empresas multinacionales.
Desde la
extrema derecha se condena el proceso porque favorece la impunidad de
los rebeldes, seguramente responsables de no pocos crímenes de guerra,
pero desde el movimiento popular se teme más a la impunidad de los
poderosos y de los agentes del Estado y del paramilitarismo, cuyos
crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidios superan enormemente
en cantidad y en crueldad los crímenes de la insurgencia y su impunidad
se traduce en la continuidad de un poder represivo que seguirá afectando
a los sectores más desprotegidos de la sociedad y bloqueará con
violencia las reformas sociales que se reclaman con urgencia.
A
pesar de los esfuerzos formales por construir un Estado de Derecho,
sobre todo desde la Constitución de 1991, el poder real lo sigue
ejerciendo una minoría poderosa articulada a intereses transnacionales,
llegando a configurar un Estado esquisofrénico en el cual lo formal se
apoya en lo legal y lo real se apoya en las mil redes clandestinas de
violencia paraestatal cuya relación con el Estado es negada rotundamente
por los funcionarios del régimen y los medios masivos de información.
La
primera experiencia reciente de justicia transicional la realizó un
gobierno de extrema derecha –el del Presidente Álvaro Uribe- en 2005,
mediante la ley 975 llamada paradójicamente “Ley de Justicia y Paz”.
Hubo entonces una negociación con los paramilitares, quienes a todas
luces apoyaron su candidatura a la presidencia. Luego de negociaciones
con los líderes paramilitares más connotados, obtuvo su sometimiento a
una justicia indulgente en que la pena máxima fluctuaba entre 5 y 8 años
aunque los crímenes atroces en cada caso sumaran muchos millares.
Supuestamente se desmovilizaron 32.000 paramilitares autores de 42.000
crímenes atroces pero sólo fueron condenados a las penas mínimas 22 de
ellos y casi todos están en libertad desde 2015. A esa estrategia de
negociación con grupos que no podían identificarse como delincuentes
políticos puesto que eran agentes clandestinos del mismo Estado, el ex
Presidente Uribe añadió otras estrategias para que el paramilitarismo
continuara activo: la configuración de un paramilitarismo legalizado,
vinculando a varios millones de personas a tareas de guerra mediante
redes de informantes y cooperantes y remodelando los estatutos de las
compañías privadas de seguridad para vincularlas a tareas bélicas como
auxiliares de la fuerza armada oficial. El paramilitarismo ilegal, en
grandes franjas, retornó muy pronto a sus acciones criminales con sus
mismos objetivos, a saber: persecución a todo movimiento social o de
protesta mediante escritos de clara inspiración contrainsurgente,
anticomunista y fascista; respaldo incondicional al gobierno y a sus
fuerzas armadas; apoyo a las empresas transnacionales cuya destrucción
ecológica denominan “progreso”, y sustento financiero en las redes más
poderosas del narcotráfico. El gobierno ha acuñado para ellos nuevas
siglas que los inscriben en la delincuencia común ajena a toda relación
con el Estado. Hoy se articulan y coordinan con calculada astucia las
franjas legales y las ilegales del paramilitarismo, cobijadas por un
lenguaje que las cubre con la negación rotunda de su existencia.
Desde
el comienzo de las negociaciones actuales, las FARC habían afirmado que
jamás se someterían a la justicia colombiana, dada su extrema
corrupción, su responsabilidad en la impunidad monstruosa de los
crímenes más atroces del Estado y del paramilitarismo y su desvergonzada
parcialidad y dependencia del régimen, conceptos que comparten grandes
franjas de población que consideran la justicia como éticamente
colapsada. Muchas fórmulas se propusieron para buscar imparcialidad,
incluyendo la creación de una corte penal regional apoyada por regímenes
progresistas de América Latina. Y mientras la insurgencia buscaba
estructuras judiciales más independientes, los agentes del Estado eran
atormentados por la evaluación de lo ocurrido en otros países que
emitieron leyes audaces de impunidad para militares y funcionarios,
leyes que fueron posteriormente invalidadas por tribunales
internacionales. El ex Presidente César Gaviria lanzó una carta pública
pidiendo que se blindaran de manera definitiva las medidas de impunidad,
para protegerlas de un eventual desconocimiento posterior por
tribunales internacionales o por las mismas cortes nacionales, por ello
el Acuerdo incluye también unos mecanismos de blindaje hacia el futuro,
no sea que tribunales internacionales o nacionales puedan desconocer lo
acordado. Esos blindajes no dejan de ser frágiles y en su análisis se
descubre con mayor contundencia la dependencia del derecho respecto a la
política y a los vaivenes de los poderes de turno.
En
el momento en que escribo aún no se ha firmado el Acuerdo definitivo,
pero ya se piensa que el proceso es irreversible y que en pocas semanas
se convocará a la ceremonia solemne de la firma. Se ha concertado ya un
calendario de entrega de las armas a las Naciones Unidas y de
concentración provisional de los guerrilleros en 23 zonas rurales
mientras comienzan a implementarse los diversos puntos de los acuerdos.
Como lo reconoce el cerebro de las negociaciones de parte del gobierno,
lo que se firmará no es propiamente la paz sino un cese de fuego. La paz
habrá que comenzar a construirla, principalmente en las zonas en que la
guerra ha sido más intensa. La polarización es muy grande en este
momento y muchos opinamos que, mientras no se solucionen las raíces más
profundas del conflicto, como son la extrema desigualdad, la
concentración de la propiedad de la tierra, la falta de democracia y la
criminalidad estatal tendiente a reprimir toda protesta social y a
destruir todo movimiento de base que busca modelos alternativos y justos
de sociedad, el conflicto se puede reactivar sin que sean previsibles
sus consecuencias.
Es necesario anotar, que el
Acuerdo no se va a firmar, por el momento sino con la guerrilla de las
FARC. La otra guerrilla que tiene importancia numérica e histórica: el
Ejército de Liberación Nacional, no ha logrado aún llegar a acuerdos
mínimos de agenda para iniciar el diálogo con el gobierno, aunque ha
dado pasos significativos.
http://www.javiergiraldo.org/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario