Y en sus antros sagrados donde ejercen el crimen, estos delincuentes siguen actuando a sus anchas, encubiertos y protegidos por el Vaticano, favorecidos por el silencio y la invisibilidad de las víctimas y, en la mayoría de los casos, en total impunidad.
El hábito les sirve de máscara a estos abominables hampones, corruptos y corruptores de menores, predicadores de la mentira, depravados que traicionaron a Cristo y convirtieron el Evangelio en una carnada o una trampa para cazar inocentes, que convierten en carne de burdel para satisfacer sus perversiones sexuales.
Son dignos herederos de la organización criminal de la Iglesia llamada Tribunal de la Santa Inquisición, que tantos y tan horrendos crímenes cometió contra la Humanidad, la cultura y la civilización.
Y ya forman legiones los pederastas de la ‘santa madre iglesia’. Esos cabrones de prostíbulo clandestino que asesinan el candor y la inocencia de los niños, pululan en todas partes: Alemania, Argentina, Australia, Canadá, Chile, Colombia, España, Estados Unidos, México e Irlanda reportan decenas de miles de crímenes de esos bandidos religiosos. Sin embargo, la mayoría de abusos son encubiertos por los jerarcas del clero o no se denuncian.
La ONU, a través de su Comité sobre los Derechos del Niño, acusó al Vaticano en un informe que dice: “El Comité está muy preocupado de que la Santa Sede no haya reconocido la amplitud de los crímenes cometidos, no haya tomado las medidas apropiadas para afrontar los casos de pedofilia y para proteger a los niños, y haya adoptado políticas y prácticas que han propiciado la continuación de los abusos y la impunidad de los autores”.
Los curas pedófilos son una amenaza para el cuerpo y el alma de la sociedad, una plaga de ratas de altar, más peligrosos que la fe que profesan y más falsos que la cháchara mitológica que predican.
Pero estos rufianes de la fe, santificados por el cinismo, tienen defensores: el Derecho Canónico y los concordatos firmados con cada país, que les garantizan la impunidad, al impedir que sean judicializados por los tribunales y cortes del Estado donde delinquen; y el Vaticano, que protege y oculta a sus criminales cambiándolos de parroquia.
Sólo algunos de esos mercenarios del Vaticano están presos pagando condena. El Papa Benedicto XVI pidió perdón por los delitos de estos curas apóstoles del Demonio, pero esos crímenes son imperdonables.
Hay que desenmascararlos y denunciarlos, y que la justicia les aplique todo el rigor de la ley civil. Debería establecerse la castración y la pena de muerte para proteger a la niñez y a la sociedad de las acciones de estos monstruos teológicos.
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