Instrucciones para un mundo de sirvientes / Jonathan Swift
Traducción de Ismael Attrache
Editorial Sexto Piso, 2007
Editorial Sexto Piso, 2007
Cuando
tu amo o tu señora llamen a un sirviente por su nombre, si ese
sirviente no se halla presente, ninguno de vosotros ha de responder,
pues entonces vuestras cargas no tendrán fin, y los propios amos
reconocen que es suficiente con que cada sirviente acuda cuando es
llamado. Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre insolente y
descarado, y compórtate como si fueras la persona agraviada; eso minará
de inmediato la moral de tu amo o señora. Si ves que otro sirviente
causa un mal a tu amo, no dejes de ocultarlo, no vaya a ser que te
acusen de chivato. No obstante, existe una excepción en el caso de un
sirviente favorito, que es merecidamente odiado por toda la Familia, a
la que la prudencia obliga, por tanto, a atribuir todas las faltas que
pueda al favorito. La cocinera, el mayordomo, el mozo de cuadra, el
criado que va al mercado y todos los demás sirvientes que participan en
los gastos de la familia deben actuar como si todo el patrimonio de su
amo tuviera que dedicarse al ámbito particular de ese sirviente. Por
ejemplo, si la cocinera calcula que el patrimonio de su amo asciende a
mil libras al año, llega a la razonable conclusión de que con mil libras
al año se puede comprar carne suficiente y que, por tanto, no tiene
por qué ahorrar; el mayordomo realiza la misma estimación, y también el
mozo de cuadra y el cochero, y así lo gastaréis todo mientras honráis a
vuestro amo.
Cuando
te reprenden delante de otras personas (cosa que, con el debido respeto
a nuestros amos y señoras, es una práctica poco cortés), suele suceder
que un desconocido tiene la bondad de decir una palabra en tu descargo;
en ese caso, tienes todo el derecho a justificarte. y puedes llegar a
la legítima conclusión de que, cuando te reprendan después o en otras
ocasiones, pueden equivocarse, opinión que se verá mejor confirmada si
presentas el caso a tu manera a los otros sirvientes, que, sin duda, se
pronunciarán en tu favor. Por tanto, como he dicho antes, cuando te
reprendan, quéjate como si hubieras sufrido un agravio.
No
es infrecuente que los sirvientes que salen a hacer recados pasen
fuera un tiempo algo superior de lo que el recado exige, quizá dos,
cuatro, seis u ocho horas, o una menudencia semejante, pues no cabe duda
de que la tentación era grande, y la carne no siempre puede resistir.
Cuando vuelves, el amo monta en cólera, la señora riñe, ya continuación
vienen el desahucio, los porrazos y el despido. Pero aquí debes contar
con una serie de excusas, suficientes para servir en cualquier ocasión:
por ejemplo, tu tío ha llegado esa mañana a la ciudad después de
recorrer ochenta millas con el propósito de verte, y vuelve a marcharse
al alba del día siguiente; otro sirviente, a quien habías prestado
dinero cuando no servía en una casa, iba a huir a Irlanda; te estabas
despidiendo de otro compañero, que tomaba el barco para las Barbados; tu
padre te había mandado una vaca vieja para que la vendieras, y no
pudiste encontrar un mercader hasta las nueve de la noche; te estabas
despidiendo de un querido primo al que iban a ahorcar al sábado
siguiente; te has torcido un pie al tropezarte con una piedra, y te has
visto obligado a quedarte tres horas en una tienda antes de poder dar un
paso; te han tirado inmundicias por la ventana de una buhardilla, y te
avergonzaba ir a casa antes de lavarte y de que el olor se disipara; te
iban a alistar en la Marina, y te han llevado ante un juez de paz, que
te ha retenido tres horas antes de examinarte, te has zafado con grandes
dificultades; un alguacil, por error, te ha tomado por un deudor y te
ha detenido, te ha encerrado toda la tarde en una cárcel para morosos;
te habían informado de que tu amo había ido a la taberna, y que le había
ocurrido un percance, y tu congoja era tan grande que has buscado a Su
Señoría en cien tabernas entre Pall Mall y Temple Bar.
Toma
partido por todos los comerciantes, y no por tu amo, y, cuando te
manden a comprar algo, no propongas nunca bajar el precio; paga
generosamente todo lo que pidan. Esto es fundamentalmente para honrar a
tu amo, y quizá para tener algunos chelines en tu bolsillo; Si piensas
que tu amo ha pagado demasiado, él puede permitirse la pérdida más que
un pobre comerciante.
Ni
se te ocurra mover un dedo para cualquier labor que no sea aquella para
la que has sido específicamente contratado. Por ejemplo, si el mozo de
cuadra se encuentra borracho o ausente y al mayordomo le ordenan que
cierre la puerta del establo, la respuesta es fácil: «Le ruego me
excuse, Excelencia, yo no entiendo de caballos»; si a una esquina del
tapiz le hace falta un clavo para sujetarla, y al lacayo le piden que lo
clave, puede decir que él no entiende de esas tareas, pero que Su
Excelencia puede llamar al tapicero.
Los
amos y las señoras suelen regañar a los sirvientes por no cerrar las
puertas tras ellos, pero ni los amos ni las señoras tienen en cuenta que
esas puertas hay que abrirlas antes de poder cerrarlas, y que abrir y
cerrar puertas es doble trabajo; por tanto, lo mejor, lo más corto y lo
más fácil es no hacer ni una cosa ni la otra. Pero, si insisten tanto en
que cierres la puerta que no puedes olvidarlo con facilidad, da un
portazo tan grande al salir que tiemble toda la estancia y que todo
vibre en su interior, para que tu amo y tu señora adviertan que sigues
sus instrucciones.
Si
ves que te ganas los favores de tu amo o señora, aprovecha alguna
ocasión, de forma muy suave, para decir que te marchas; y, cuando te
pregunten el motivo, y parezcan reticentes a que los dejes, responde que
prefieres vivir con ellos antes que con cualquier otro, pero que un
pobre sirviente no tiene la culpa si se esfuerza por mejorar, que el
servicio no es una herencia, que tu trabajo es cuantioso y tu salario
escaso; ante lo cual, si tu amo tiene algo de generosidad, sumará cinco o
diez chelines por cada cuarto de libra antes que dejarte marchar. Pero,
si no te hacen caso, y no tienes intenciones de irte, haz que otro de
los sirvientes diga a tu amo que él te ha convencido para que te quedes.
Los
buenos bocados que puedas hurtar durante el día, guárdalos para darte
un festín con los demás sirvientes por la noche, e incluye al
mayordomo, siempre y cuando te proporcione la bebida. Escribe tu nombre y
el de tu amada con el humo de a vela en el techo de la cocina, o en la
sala de los sirvientes, para mostrar tus conocimientos.
Si
eres un hombre joven y apuesto, cuando le susurres a tu señora en la
mesa, pásale la nariz por toda la mejilla, o, si tu aliento es bueno,
sóplale en toda la cara; sé que esto ha tenido excelentes resultados en
algunas familias.
No
acudas hasta que te hayan llamado tres o cuatro veces, pues sólo los
perros acuden al primer silbido; cuando el amo exclame: «¿Quién anda
ahí?», ningún sirviente está obligado a ir, porque nadie se llama
«Quién anda ahí».
Cuando
hayas roto todas las vasijas de barro del piso de abajo (cosa que se
suele hacer en una semana), la olla de cobre puede cumplir la misma
función: en ella se puede hervir la leche, calentar las gachas, servir
cerveza floja, o, en caso de necesidad, hacer las veces de orinal. Por
tanto, empléalo indistintamente para todos esos usos, pero no lo laves
ni lo friegues nunca, no vayas a quitar el estaño.
Aunque
los cuchillos están permitidos en la sala de los sirvientes durante las
comidas, debes guardarlos, y utilizar sólo los de tu amo.
Debes
convertir en una regla invariable que ninguna silla, taburete o mesa
de la sala de los sirvientes o de la cocina tenga más de tres patas, que
ha sido la práctica antigua y continua en todas las familias que he
conocido, y se afirma que está basada en dos buenas razones: primero,
mostrar que los sirvientes se hallan en un perpetuo estado tambaleante;
segundo, se consideraba un signo de humildad que las sillas y las
mesas de los sirvientes tuvieran como mínimo una pata menos que las de
sus amos. Reconozco que existe una excepción a esta regla en lo que
respecta al cocinero, a quien, en virtud de una vieja costumbre, se
permitía dormir en una butaca después de la cena, pero casi nunca las
he visto con más de tres patas. Pues bien, los filósofos achacan esta
endémica cojera de los sirvientes a dos causas, consideradas como las
artífices de las mayores revoluciones en estados e imperios: me refiero
al amor y a la guerra. Un taburete, una silla o una mesa son las
primeras armas cogidas en una algarada o una escaramuza general; y,
después de la paz, la sillas, si no son muy sólidas, pueden sufrir en el
transcurso de un lance amoroso, pues la cocinera suele estar gorda y
pesar mucho, y el mayordomo levemente beodo.
Nunca
he soportado ver sirvientas de tan poca elegancia que van por la calle
con las enaguas prendidas con alfileres. Es una necia excusa aducir que
las enaguas se van a ensuciar, cuando cuentan con un remedio tan fácil
como bajar tres o cuatro veces unas escaleras limpias después de llegar a
casa.
Cuando
te paras a charlar con un criado amigo tuyo de la misma calle, deja
abierta tu puerta de entrada, para que puedas acceder sin llamar al
volver; de lo contrario, tu señora puede saber que has salido, y
recibirás una reprimenda.
Os
insto de la forma más ferviente a la unanimidad y a la concordia. Pero
no me entendáis mal, podéis pelear entre vosotros tanto como gustéis;
recordad solamente que os enfrentáis a unos enemigos comunes, que son
vuestro amo y señora, y que tenéis una causa común que defender. Haced
caso a un experto: quien, por maldad hacia a otro sirviente, va con el
cuento a su amo, será destruido por una confederación general en su
contra.
El
principal lugar de encuentro para todos los sirvientes, tanto en
invierno como en verano, es la cocina; en ella deben consultarse las
grandes cuestiones de la familia, ya incumban al establo, a la lechería,
a la despensa, a la lavandería, a la bodega, al cuarto de los niños,
al comedor o al aposento de la señora; en ella, en vuestro elemento,
podéis reír y chillar y armar jaleo con toda tranquilidad.
Cuando
un sirviente llega a casa ebrio, y no puede acudir a la llamada, debéis
decir de consuno a vuestro amo que estaba muy enfermo y se ha
acostado, debido a lo cual vuestra señora será tan bondadosa que
mandará traer algo que reconforte al pobre hombre o a la pobre doncella.
Cuando
tu amo y señora salgan juntos a cenar, o a hacer una visita por la
noche, sólo es necesario que quede un sirviente en la casa, a no ser que
dispongas de un golfillo callejero para que abra la puerta y se ocupe
de los niños, en caso de que los haya. Quién debe quedarse se decidirá
echándolo a la paja más corta, y el que se quede en casa puede
consolarse con la visita de una enamorada sin peligro de que los
sorprendan juntos. Estas oportunidades no deben pasarse por alto, pues
se presentan en contadas ocasiones, y no existe riesgo cuando sólo hay
un sirviente en la casa.
Cuando
tu amo o tu señora llegan a casa y requieren a un sirviente que en ese
momento se encuentra fuera, debes aducir que acaba de salir en ese
preciso instante, respondiendo a la llamada de un primo moribundo.
Si
tu amo te llama por tu nombre, y no respondes hasta el cuarto aviso, no
debes apresurarte; si te reprende por la demora, puedes decir con todo
derecho que no has acudido antes porque no sabías para qué te llamaban.
Tras
recibir un rapapolvo por una falta, cuando salgas de la habitación y
bajes las escaleras, farfulla en alto para que te oigan; eso les hará
creer que eres inocente.
Cuando
alguien venga a visitar a tu amo o señora mientras no están en casa, no
te molestes en recordar el nombre de la persona, pues no cabe duda de
que tienes demasiadas cosas de las que acordarte sin contar con ésa.
Además, eso es tarea del portero, y culpa de tu amo si no cuenta con
uno, y ¿quién se acuerda de los nombres? Seguramente los confundirías, y
no sabes leer ni escribir.
En
la medida de lo posible, nunca cuentes mentiras a tu amo o señora, a
menos que tengas esperanzas de que no las descubran antes de media hora.
Cuando despidan a un sirviente, deben contarse todas sus faltas, aunque
su amo o señora nunca supieran de su existencia, y todos los destrozos
cometidos por otros, atribuidos a él (da ejemplos). Y, cuando pregunten
por qué no los pusiste antes al corriente, la respuesta es: «Señor, o
señora, de veras tenía miedo de que os enojaseis, y que, además,
pensarais que obraba de mala fe». Cuando hay señoritos o señoritas en la
casa, suelen suponer un gran impedimento a las diversiones de los
sirvientes; el único remedio es ganárselos con chucherías, para que no
vayan con cuentos a papá y a mamá.
Recomiendo
a los sirvientes cuyos amos viven en el campo, y que esperan propinas,
que siempre se coloquen estado de revista cuando un desconocido se
marche, a que deba pasar forzosamente entre vosotros; y le hará falta
más seguridad o menos dinero de lo habitual para que logre escapar y,
según cómo se comporte, acordaos de cómo tratarle la próxima vez que
vaya. Si te mandan a comprar algo a una tienda con dinero efectivo, y
resulta que en ese momento estás en blanco (cosa harto frecuente),
escóndete el dinero y apunta los artículos en la cuenta de tu amo. Así
se benefician el honor de tu amo y el tuyo, pues él gana crédito gracias
a tus recomendaciones.
Cuando
tu señora te haga subir a su aposento para darte órdenes, no olvides
quedarte junto a la puerta, dejarla abierta, y manosear el pestillo
mientras te habla, y no soltar el pomo, por si acaso no recuerdas cerrar
la puerta a al marcharte.
Si
quiere el azar que tu amo o tu señora te acusen falsamente una vez en
la vida, eres un sirviente afortunado pues, por cada falta que cometas
mientras estés a su lado, sólo tienes que recordarles su falsa acusación
y declararte igualmente inocente en el caso presente. Cuando quieras
dejar a tu amo, y tu timidez te improponérselo por si le ofendes, lo
mejor es mostrarse de pronto grosero y descarado, y no observar tu
comportamiento habitual, hasta que estime necesario despedirte; y,
cuando te hayas marchado, para vengarte, di a todos tus compañeros que
busquen ocupación, que él y tu señora tienen tan mal carácter que nadie
debe osar ofrecerles sus servicios.
Algunas
atentas damas que temen coger frío, después de haber observado que las
doncellas y los ocupantes del piso de abajo suelen olvidar cerrar la
puerta cuando entran o salen del jardín, han mandado colocar una polea y
una cuerda, con un gran bloque de plomo en un extremo para que la
puerta se cierre sola y sea necesaria una mano fuerte para abrirla, lo
que supone una inmensa carga para los sirvientes, cuyas ocupaciones
pueden obligarlos a entrar y salir cincuenta veces en una mañana. Pero
el ingenio puede lograr muchas cosas, y los sirvientes juiciosos han
hallado un remedio eficaz para esa insoportable desgracia, atando la
polea de tal modo que el peso del plomo no surte efecto; no obstante, en
lo que a mí respecta, prefiero dejar la puerta abierta colocando una
piedra pesada en su parte inferior.
Échale
todas las culpas a un perrito faldero, a un gato favorito, a un mono, a
una urraca, a un niño, o incluso al último sirviente despedido; en
virtud de esta regla te exonerarás, no harás daño a otra persona, y
evitarás a tu amo o señora el engorro y la humillación de una
reprimenda.
Existen
varias formas de apagar las velas, y debes dominarlas todas: puedes
apretar el extremo contra un panel de madera, que apaga de inmediato la
mecha; puedes dejarla en el suelo y pisar la mecha con el pie; puedes
ponerla boca abajo hasta que la extinga su propio cebo, o meterla así en
un hueco del candelabro; puedes darle vueltas violentamente con la mano
hasta que se apague; cuando acuestes después de hacer aguas menores,
puedes mojar la punta de la vela en el orinal; puedes escupirte el
pulgar y el índice, y apretar la mecha hasta que se apague; la cocinera
puede apretar el extremo de la vela en una fuente de comida, o el mozo
en un recipiente de avena, o un haz de heno, o un montón de basura; la
criada puede apagar su vela apretándola contra un espejo, pues nada
limpia tan bien como la mecha de una vela; pero el mejor y más rápido
método es apagarla de un soplo, que limpia la vela y la deja bien
preparada para ser encendida.
Nada
hay más pernicioso en una familia que un soplón, uniros contra él debe
constituir vuestra principal ocupación; sea cual sea la posición que
ocupe, no dejéis pasar ninguna oportunidad de estropear lo que está
haciendo y de estorbarle en todo. Por ejemplo, si el mayordomo es el
soplón, romped sus vasos cuando deje la despensa abierta, o encerrad en
ella al gato y al mastín, que harán lo mismo; esconded un tenedor o una
cuchara para que nunca los encuentre. Si se trata de la cocinera, en
cuanto se dé la vuelta, echad un puñado de hollín o un pellizco de sal
en la olla, o ascuas humeantes en la bandeja para recoger la grasa de la
carne, o restriega el asado por el fondo de la chimenea, u oculta la
llave que da vueltas al asador. Si se sospecha de un lacayo, que la
cocinera embadurne la espalda de su nueva librea, o, cuando suba con un
plato de sopa, que lo siga quedamente con un cucharón lleno, que lo haga
gotear hasta el comedor de la planta principal, y que después la criada
profiera tal grito que la señora lo oiga. Resulta harto probable que la
doncella sea culpable de esta falta, con la esperanza de atraer
simpatías. En ese caso, la lavandera debe cerciorarse de rasgar sus
vestidos al lavarlos y, al mismo tiempo, de lavarlos sólo a medias; y,
cuando la doncella proteste, decid a toda costa que suda tanto y que su
cuerpo es tan inmundo que ensucia más un vestido en una hora que la
fregona en una semana.
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