lunes, 10 de septiembre de 2018

La física del capitalismo


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La física del capitalismo


La gente tiende a pensar en el capitalismo en términos económicos. Karl Marx discutió que el capitalismo es un sistema político y económico que transforma la productividad del trabajo humano en grandes beneficios y rendimientos para aquellos quienes poseen los medios de producción. Sus partidarios sostienen que el capitalismo es un sistema económico que promueve […]

La gente tiende a pensar en el capitalismo en términos económicos. Karl Marx discutió que el capitalismo es un sistema político y económico que transforma la productividad del trabajo humano en grandes beneficios y rendimientos para aquellos quienes poseen los medios de producción.
Sus partidarios sostienen que el capitalismo es un sistema económico que promueve mercados libres y la libertad individual. Y tanto detractores como defensores casi siempre miden el impacto del capitalismo en términos de riqueza, renta, salarios y precios, y oferta y demanda. Sin embargo, las economías humanas son complejos sistemas biofísicos que interactúan con un mundo natural más amplio, y ninguna puede ser completamente examinada sin tener en cuenta sus condiciones materiales subyacentes. Mediante la exploración de algunos de los conceptos fundamentales de la física, podemos desarrollar una mejor comprensión de cómo funcionan todos los sistemas económicos, incluyendo las formas en las que actividades capitalistas de alto consumo energético están cambiando la humanidad y el planeta.
Este artículo explicará cómo las características fundamentales de nuestra existencia natural y económica dependen de los principios de la termodinámica, la cual estudia las relaciones entre magnitudes como energía, trabajo y calor. Una firme aprehensión de cómo funciona el capitalismo a nivel físico nos puede ayudar a entender por qué nuestro próximo sistema económico debería ser más ecológico, priorizando la estabilidad a largo plazo y la compatibilidad con la ecosfera global que sostiene a la humanidad.
Tal comprensión requiere un vistazo a algunas nociones centrales de la física. Estas incluyen: energía, entropía, disipación y las diversas leyes de la naturaleza que las unen. Los rasgos centrales de nuestra existencia natural, como organismos vivos y seres humanos, emergen de las interacciones colectivas descritas por estas realidades físicas esenciales. Aunque estos conceptos pueden ser difíciles de definir sin referencia a modelos y teorías específicos, sus atributos generales pueden ser esbozados y analizados para mostrar la poderosa interacción entre la física y la economía.
El intercambio de energía entre diferentes sistemas tiene una influencia decisiva en el orden, la fase y la estabilidad de la materia física. La energía puede ser definida como cualquier propiedad física conservada que pueda producir movimiento, como trabajo o calor, al ser intercambiada entre diferentes sistemas. La energía cinética y la energía potencial son las dos formas más importantes de almacenamiento de energía. La suma de estas dos magnitudes se conoce como energía mecánica. Un camión acelerando cuesta abajo en una autovía acumula una buena cantidad de energía cinética –esto es, energía asociada con el movimiento–. Un pedrusco tambaleándose al borde de un risco tiene mucha energía potencial, o energía asociada con la posición. Si se le da un leve empujón, su energía potencial se transformará en energía cinética por influencia de la gravedad y caerá. Cuando los sistemas físicos interactúan, la energía es transformada en muchas formas diferentes, pero su cantidad total siempre permanece constante. La conservación de la energía implica que el resultado total de todos los flujos energéticos y transformaciones debe ser equivalente a la cantidad de entrada.
Los flujos de energía entre diversos sistemas representan el motor del cosmos, y aparecen en todos los lugares, tan a menudo que difícilmente los detectamos. El calor fluye naturalmente de las regiones más cálidas a las más frías, de ahí que nuestro café se nos quede frío por la mañana. Las partículas se mueven de zonas de altas presiones a zonas de bajas presiones, y así es como el viento empieza a aullar. El agua viaja de regiones de alta energía potencial a regiones de baja energía potencial, haciendo que los ríos fluyan. Las cargas eléctricas viajan desde regiones de alto voltaje a regiones de escaso voltaje, y es así que las corrientes son desatadas a través de los conductores. El flujo de energía que atraviesa los sistemas físicos es uno de los rasgos más comunes de la naturaleza y, como estos ejemplos enseñan, los flujos de energía requieren de gradientes –diferencias de temperatura, presión, densidad u otros factores–. Sin estos gradientes, la naturaleza nunca daría flujos netos, todos los sistemas físicos permanecerían en equilibrio y el mundo sería inerte –y muy aburrido–. Los flujos de energía también son importantes en tanto que generan trabajo mecánico, que es cualquier desplazamiento macroscópico en respuesta a una fuerza. Levantar una pesa y chutar un balón son sendos ejemplos de llevar a cabo trabajo mecánico en otro sistema. Un resultado importante de la física clásica iguala la cantidad de trabajo con la variación en la energía mecánica de un sistema físico, revelando una útil relación entre estas dos variables.
Aunque los flujos de energía puedan producir trabajo, raramente lo hacen de manera eficiente. Sistemas macroscópicos grandes, como camiones o planetas, pierden o ganan energía mecánica habitualmente mediante sus interacciones con el mundo exterior. El protagonista en este gran drama es la disipación, definida como cualquier proceso que reduzca parcialmente o elimine completamente la energía mecánica disponible de un sistema físico, convirtiéndola en calor u otros productos. Al interactuar con el ambiente exterior, los sistemas físicos suelen perder energía mecánica con el paso del tiempo, por fricción, difusión, turbulencia, vibraciones, colisiones y otros efectos disipativos, impidiendo cada uno de ellos que cualquier fuente de energía se convierta completamente en trabajo mecánico. Un ejemplo sencillo de disipación es el calor producido cuando nos frotamos las manos rápidamente. En el mundo natural, los flujos de energía macroscópicos están acompañados frecuentemente por pérdidas disipativas de un tipo u otro. Los sistemas físicos capaces de disipar energía son proclives a ricas y complejas interacciones, haciendo de la disipación una característica central del orden natural. Es difícil de imaginar un mundo sin disipación y sin las interacciones que la hacen posible. Si la fricción desapareciera repentinamente del mundo, la gente se resbalaría y se deslizaría por todos lados. Nuestros coches serían inútiles, como la idea misma de transportarse, porque las ruedas y otros aparatos mecánicos no tendrían ninguna adherencia al suelo u a otras superficies. Nunca seríamos capaces de darnos la mano o mecer a nuestros bebes. Nuestros cuerpos se deteriorarían rápidamente y perderían su estructura interna. El mundo sería extraño e irreconocible.
La disipación está estrechamente relacionada con la entropía, uno de los conceptos más importantes en termodinámica. Mientras que la energía mide el movimiento producido por sistemas físicos, la entropía rastrea el modo en que la energía es distribuida por el mundo natural. La entropía tiene varias definiciones estándar en física, todas ellas básicamente equivalentes. Una definición popular en termodinámica clásica afirma que la entropía es la cantidad de energía térmica por unidad de temperatura que se vuelve no disponible para trabajo mecánico durante un proceso termodinámico. Otra notable definición proviene de la física estadística, que observa cómo las partes microscópicas de la naturaleza se pueden unir para producir resultados grandes, macroscópicos. En esta versión estadística, la entropía es una medida de las diversas formas en que los estados microscópicos dentro de un sistema más grande pueden ser reorganizados sin cambiar ese sistema. Para un ejemplo concreto, piensa en un gas típico y un sólido típico en equilibrio. La energía se distribuye de manera muy distinta en estas dos fases de la materia. El gas tiene mayor entropía que el sólido porque las partículas del primero tienen bastantes más configuraciones de energía posibles que los lugares atómicos fijos en sólidos y cristales, los cuales tienen solo un pequeño rango de configuraciones de energía que preserven su orden fundamental. Debemos enfatizar que el concepto de entropía no se aplica a ninguna configuración específica de materia macroscópica, sino que se aplica como limitación al número posible de configuraciones que un sistema macroscópico puede tener en equilibrio.
La entropía tiene una profunda conexión con la disipación a través de una de las leyes más importantes de la termodinámica, la cual reza que los flujos térmicos nunca pueden ser completamente convertidos en trabajo. Las interacciones disipativas aseguran que los sistemas físicos siempre pierdan algo de energía en forma de calor en cualquier proceso termodinámico natural en el que la fricción y otros efectos similares estén presentes. Ejemplos reales de estas pérdidas termodinámicas incluyen las emisiones de los motores de coche, corrientes eléctricas que se encuentran con resistencia y capas de fluidos que interactúan experimentando viscosidad. En termodinámica, estos fenómenos son frecuentemente considerados como irreversibles. La continua producción de energía térmica por fenómenos irreversibles merma gradualmente las existencias de energía mecánica que los sistemas físicos pueden explotar. De acuerdo a la definición de entropía, el agotamiento de energía mecánica útil implica generalmente que la entropía aumente. Dicho formalmente, la consecuencia más importante de cualquier proceso irreversible es el aumento de la entropía combinada de un sistema físico y sus alrededores. En un sistema aislado, la entropía continúa creciendo hasta que alcanza algún valor máximo, momento en el que el sistema se queda en equilibrio. Para aclarar este último concepto, imagina un gas rojo y un gas azul separados por una pared en un contenedor sellado. Retirar la pared permite que los dos gases se mezclen. El resultado sería un gas de color morado y esa configuración equilibrada representaría el estado máximo de entropía. También podemos relacionar la disipación con la noción de entropía en física estadística. La proliferación de energía térmica a través de sistemas físicos cambia el movimiento de sus moléculas en algo más aleatorio y disperso, incrementando el número de microestados que pueden representar las propiedades macroscópicas del sistema. En sentido amplio, la entropía puede ser vista como la tendencia de la naturaleza a reconfigurar estados de energía en distribuciones que disipan energía mecánica.
La descripción tradicional de entropía que se ha dado más arriba se aplica en el marco de la termodinámica del equilibrio. Pero en el mundo real, los sistemas físicos raramente existen a  temperaturas fijas, en perfectos estados de equilibrio o en aislamiento total del resto del universo. El campo de la termodinámica del no equilibrio examina las propiedades de sistemas termodinámicos que operan lo suficientemente alejados del equilibrio, como organismos vivos o bombas explosivas. Los sistemas no equilibrados son la savia del universo; hacen al mundo dinámico e impredecible. La termodinámica moderna sigue siendo una obra inconclusa, pero ha sido usada para estudiar con éxito un amplio espectro de fenómenos, incluyendo flujos térmicos, la interacción entre gases cuánticos, estructuras disipativas e incluso el clima global. No hay definición universalmente aceptada de entropía en condiciones de desequilibrio, aunque los físicos han ofrecido varias propuestas. Todos ellos incluyen el tiempo al analizar interacciones termodinámicas, permitiéndonos determinar, no solo si la entropía aumenta o disminuye, sino también cuán rápido o lento cambian los sistemas físicos en su camino hacia el equilibrio. Los principios de la termodinámica moderna son, por tanto, esenciales para ayudarnos a entender el comportamiento de los sistemas del mundo real, la vida misma incluída.
El objetivo físico central de toda forma de vida es evitar el equilibrio termodinámico con el resto de su entorno mediante la disipación continua de energía, como sugirió el físico Erwin Schrödinger en la década de los 40, cuando usó la termodinámica del no equilibrio para estudiar los rasgos clave de la biología. Podemos denominar a este objetivo vital como el imperativo entrópico. Todos los organismos vivos consumen energía de un ambiente externo, la usan para avivar procesos e interacciones bioquímicos vitales y entonces disipar la mayor parte de la energía consumida de nuevo al ambiente. La disipación de energía a un ambiente externo permite a los organismos conservar el orden y la estabilidad de sus propios sistemas bioquímicos. Las funciones esenciales de la vida dependen de esta estabilidad entrópica de manera crítica, incluyendo funciones como la digestión, la respiración, la división celular y la síntesis de proteínas. Lo que hace única a la vida en tanto que sistema físico es la auténtica variedad de métodos de disipación que ha desarrollado, como la producción de calor, la emisión de gases y la expulsión de residuos. Esta capacidad generalizada para disipar energía es lo que ayuda a la vida a sostener el imperativo entrópico. De hecho, el físico Jeremy England ha discutido que los sistemas físicos en baño caliente inundado con grandes cantidades de energía pueden tender a disipar más energía. Esta “adaptación motivada por la disipación” [dissipation-driven adaptation] puede llevar al surgimiento espontáneo de orden, reproducción y autoensamblaje entre unidades microscópicas de materia, aportando una pista potencial hacia la dinámica misma del origen de la vida. Los organismos también usan la energía que consumen para llevar a cabo trabajo mecánico como, por ejemplo, caminar, correr, escalar o escribir en un teclado. Aquellos organismos con acceso a muchas fuentes de energía pueden realizar más trabajo y disipar más energía, satisfaciendo las condiciones centrales de la vida.
Del mismo modo, las relaciones termodinámicas entre energía, entropía y disipación imponen poderosas constricciones en el comportamiento y la evolución de los sistemas económicos. Las economías son sistemas dinámicos y emergentes forzados a funcionar de ciertas maneras debido a las condiciones sociales y ecológicas que les subyacen. En este contexto, las economías son sistemas de no equilibrio, capaces de disipar rápidamente energía a algún ambiente externo. Todos los sistemas dinámicos ganan fuerza de alguna reserva energética, alcanzan picos de intensidad mediante la absorción de un suministro regular de energía, y entonces se deshacen de los cambios internos y externos que o bien perturban flujos vitales de energía o bien hacen imposible continuar disipando más energía. Pueden incluso llegar a experimentar ondulaciones a largo plazo, creciendo por un tiempo y luego encogiéndose, volviendo entonces a crecer de nuevo antes de colapsar finalmente. Las interacciones entre sistemas dinámicos pueden producir resultados altamente caóticos, pero las expansiones y contracciones de energía son los rasgos esenciales de todos los sistemas dinámicos. La energía consumida por todos los sistemas económicos o es convertida en trabajo mecánico y los productos físicos de ese trabajo, o es simplemente desaprovechada y disipada al medio ambiente. Podemos definir la eficiencia colectiva de un sistema económico como la fracción de toda la energía consumida dirigida a crear trabajo mecánico y energía eléctrica. Las economías que incrementan la cantidad de trabajo mecánico que generan son capaces de producir más bienes y servicios. Pero por muy importante que pueda ser, el trabajo mecánico representa una fracción relativamente pequeña del uso total de energía en cualquier economía; la gran mayoría de energía consumida por todas las economías es despilfarrada rutinariamente en el medio ambiente a través de residuos, disipación y otros tipos de pérdida energética.
Históricamente, el crecimiento económico ha estado en gran medida supeditado a que la gente consumiera más energía de sus entornos naturales. Cuando los humanos eran cazadores y recolectores, el principal recurso que realizaba trabajo mecánico era el músculo humano. Nuestro estilo de vida nómada se mantuvo durante unos 200.000 años, aunque padeció significativas interrupciones tras la Edad de Hielo. A lo largo de milenios, las condiciones ecológicas cambiantes por todo el mundo forzaron a numerosos grupos a adoptar estrategias agrícolas y pastoriles. Las economías agrarias dependían considerablemente de plantas cultivadas y animales domesticados para facilitar la generación de excedentes de alimentos y de otros bienes y recursos. Estos modos de consumo y producción agrarios dominaron en las sociedades humanas durante casi diez mil años, pero con el tiempo fueron reemplazados por un nuevo sistema económico. El capitalismo surgió y se extendió gracias a la expansión colonial, las olas industrializadoras, la proliferación de enfermedades epidémicas, las campañas genocidas contra poblaciones indígenas y el descubrimiento de nuevas fuentes de energía.
La economía global se ha vuelto desde entonces un sistema interconectado de finanzas, ordenadores, fábricas, vehículos, máquinas y mucho más. Crear y mantener este sistema requirió de una gran transición que aumentó la tasa de producción energética a partir de nuestros entornos naturales. En nuestros días nómadas, el índice diario de consumo energético per cápita rondaba las 5.000 kilocalorías. En 1850, el consumo per cápita había aumentado hasta prácticamente 80.000 kilocalorías cada día y desde entonces se ha hinchado hasta alcanzar, hoy, alrededor de unas 250.000 kilocalorías. Desde la perspectiva de la física, el rasgo fundamental de todas las economías capitalistas es una tasa excesiva de consumo de energía centrada en estimular el crecimiento económico y los excedentes materiales. El despliegue colectivo de bienes capitales puede generar niveles increíbles de trabajo mecánico, permitiendo a la gente producir más, viajar grandes distancias y levantar objetos pesados, entre otras actividades. El capitalismo es de lejos más intensivo en energía que cualquier otro sistema económico previo, y ha provocado consecuencias ecológicas sin precedentes que pueden amenazar su misma existencia. Todavía queda sin saber durante cuánto tiempo puede la humanidad sostener las actividades del capitalismo intensivas en energía, pero no hay duda de que la fantasía del crecimiento ilimitado y beneficios fáciles no puede continuar. Todos los sistemas dinámicos deben llegar a un final en algún momento.
Durante los últimos dos siglos, ineficientes economías capitalistas han descargado grandes cantidades de pérdidas energéticas a sus entornos naturales en forma de residuos, químicos, sustancias contaminantes y gases de efecto invernadero. El efecto agregado de todos estos residuos y disipación ha sido, fundamentalmente, alterar flujos de energía críticos por toda la ecosfera, desencadenando una gran crisis social y ecológica en el mundo natural. Esta crisis socioecológica está aún en sus primeras fases, pero ya ha engendrado desastres como la deforestación, el calentamiento global, la acidificación de los océanos y sustanciales pérdidas de biodiversidad.
Salvo que haya cambios revolucionarios en nuestro sistema económico, esta crisis solo continuará y se intensificará. Mientras esto ocurre, la acumulación de problemas en el mundo natural amenaza la viabilidad a largo plazo de la civilización global. Los productos que disipamos al medio ambiente pueden ser inútiles para nosotros, pero frecuentemente sirven como reservas de energía para otros sistemas dinámicos. Las pérdidas de energía suelen tener un efecto amplificado sobre la civilización humana, es decir, que sus verdaderos costos son mucho mayores de lo que se puede ver o entender superficialmente. Considérense las condiciones insalubres en ciudades a lo largo de la historia. Las ciudades de las economías premodernas eran típicamente sucias, con basura y deshechos llenando muchos espacios públicos. Esas pérdidas energéticas, empero, fueron una fuente crítica de alimento y nutrientes para una gran variedad de otros organismos vivientes, especialmente insectos y demás animales pequeños que podían sobrevivir en medio de la civilización humana. Cuando estas criaturas se convirtieron en huéspedes de enfermedades letales, la basura humana ayudó a concentrar sus números precisamente en los peores lugares: zonas de alta densidad como las ciudades. En consecuencia, las epidemias normalmente generaron muchas más muertes de las que habrían provocado de otro modo, con la carnicería inconcebible de la peste negra como ejemplo primordial. Hoy día nos enfrentamos a nuestras propias versiones de este antiguo problema, pero a una escala mucho mayor. Hay varios tipos de gases en la atmósfera, conocidos como gases de efecto invernadero, capaces de absorber la radiación calórica que se dirige hacia afuera. Cuando estos gases en la atmósfera atrapan y emiten la radiación de vuelta a la superficie del planeta, grandes cantidades de fotones excitan a los electrones, átomos y moléculas en la superficie hacia mayores niveles energéticos en un proceso llamado efecto invernadero. Estas excitaciones y fluctuaciones adicionales a nivel microscópico representan colectivamente el calor que experimentamos a nivel macroscópico. El efecto invernadero es crítico en el sentido de que hace a la tierra lo suficientemente cálida como para ser habitable. Durante las dos últimas centurias, sin embargo, los países ricos e industrializados han reforzado este proceso natural mediante la inyección en la atmósfera de grandes cantidades de nuevos gases de efecto invernadero, causando, en consecuencia, mayor calentamiento global. Este reforzamiento artificial del efecto invernadero suele actuar como una poderosa reserva energética para otros sistemas dinámicos y fenómenos naturales, incluyendo tormentas, inundaciones, sequías, ciclones, incendios, insectos, virus, bacterias y proliferación de algas.
Un planeta en calentamiento también podría reforzar mecanismos positivos de retroalimentación en el clima, capaces de inducir incluso más calentamiento, más allá del que es ya causado por nuestras emisiones de efecto invernadero. Estos mecanismos, como el derretimiento de hielo marino y la descongelación del permafrost, permitirían al planeta absorber mucha más energía solar mientras naturalmente emite vastas cantidades de gases de efecto invernadero. El caos resultante haría que cualquier intento humano por mitigar el calentamiento global fuera en vano. Justo esto es lo que debería preocuparnos: el caos que estamos desatando en el planeta mediante el sistema capitalista encontrará una manera de producir un nuevo orden, uno que amenace a la civilización misma. Mientras el capitalismo se extienda, la crisis ecológica se agravará. Los cada vez más intensos sistemas dinámicos de la naturaleza interactuarán más con nuestras civilizaciones y podrían interrumpir severamente los flujos de energía vitales que sostienen la reproducción social y las actividades económicas. Las regiones con alta densidad poblacional que están a merced de desastres naturales recurrentes son especialmente vulnerables. El ciclón Bhola mató alrededor de 500.000 personas cuando golpeó Pakistán del Este en 1970, provocando una serie de protestas y disturbios masivos que culminaron en una guerra civil y contribuyeron a la creación de un nuevo país, Bangladesh. Numerosos estudios han concluido que la peor sequía que Siria ha sufrido en casi mil años ha sido parcialmente culpable de las tensiones políticas y sociales que culminaron en la actual guerra civil. El clima es un sistema dinámico resiliente, capaz de asimilar muchos cambios físicos distintos, pero esta resiliencia tiene sus límites, y la humanidad se encontrará en graves problemas si sigue intentando transgredirlos.
Estos argumentos destacan una de las grandes fallas de la teoría económica moderna: carece de fundamento científico. Las filosofías económicas ortodoxas, desde el monetarismo hasta la síntesis neoclásica, se centran en describir los efímeros rasgos financieros del capitalismo, confundiéndolos por leyes de la naturaleza inmutables y universales. La teoría económica capitalista ha sido en su mayor parte transformada en una filosofía metafísica cuyo objetivo no es proveer de fundamentos científicos a la economía, sino producir propaganda sofisticada, diseñada para proteger la riqueza y el poder de una élite global. Cualquier explicación científica de la economía debe comenzar por darse cuenta de que los flujos energéticos y las condiciones ecológicas ––no la “mano invisible” del mercado–– dictan los parámetros macroscópicos a largo plazo de todas las economías. Importantes contribuciones en esta línea han venido del campo de la economía ecológica, especialmente de los trabajos seminales de los economistas Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly, aunque también del ecologista de sistemas Howard Odum. El propio Marx incorporó preocupaciones ecológicas en su pensamiento político y económico. Las aportaciones de estos y otros pensadores revelaron que los rasgos económicos del mundo son propiedades emergentes moldeadas por realidades físicas y condiciones ecológicas subyacentes; entenderlas resulta crítico para cualquier comprensión de la economía.
El pensamiento ecológico difiere de las escuelas ortodoxas de economía de varias maneras fundamentales. La más importante es que la teoría ecológica sostiene que no podemos concebir los residuos y las pérdidas disipativas como “externalidades” y “el costo de hacer negocios” dado cuán importantes estas pérdidas energéticas pueden ser a la hora de moldear la evolución de los sistemas económicos. Lo que los economistas mainstream denominan “externalidades” incluye los productos físicos que tiramos al medio ambiente –cualquier cosa desde contaminantes y basura de plástico hasta químicos tóxicos y gases de efecto invernadero–. Las consecuencias de pérdidas extremas de energía pueden tener un efecto profundo en la futura evolución de los sistemas dinámicos. Como continuamente señalan los científicos, las pérdidas de energía de nuestras economías modernas son tan grandes e intensas que están empezando a alterar de manera fundamental los flujos energéticos de toda la ecosfera, desde el robustecimiento del efecto invernadero hasta el cambio de la química de los océanos. Algunas de estas nuevas concentraciones de energía actúan entonces como reservas que impulsan la formación y funcionamiento de otros sistemas dinámicos, los cuales a menudo perturban las actividades normales de la civilización. He ahí la razón fundamental de que nuestras acciones económicas no puedan ser escindidas del mundo natural: si los efectos asociados con nuestras pérdidas energéticas se tornan lo suficientemente poderosos como para destruir las funciones normales de nuestras civilizaciones, entonces ninguna clase de políticas económicas ingeniosas nos salvará de la ira de la naturaleza.
La mayoría de gente hoy en el poder cree que puede administrar cuidadosamente el capitalismo y prevenir los peores efectos de la crisis ecológica. Una corriente popular de optimismo tecnológico sostiene que la innovación puede resolver los problemas ecológicos fundamentales que enfrenta la humanidad. Han sido propuestas diversas soluciones para arreglar nuestras calamidades ecológicas, desde la adopción de fuentes de energía renovables hasta programas más estrafalarios, como la captura y almacenamiento de carbono. Todas estas ideas comparten la presunción de que el capitalismo por sí mismo no tiene que cambiar, porque las soluciones tecnológicas estarán siempre disponibles para cumplir con más crecimiento económico y un medio ambiente más sano. Desde Beijing a Silicon Valley, los tecnocapitalistas disfrutan discutiendo que el capitalismo puede seguir marchando mediante ganancias en eficiencia energética. La última razón por la que esta estrategia fallará en el largo plazo es que la naturaleza impone límites físicos absolutos a la eficiencia que ningún grado de progreso tecnológico puede superar. El colapso reciente de la Ley de Moore debido a efectos cuánticos es un ejemplo destacado. Otro es la barrera en la eficiencia que el ciclo de Carnot supone para todos los motores de calor prácticos.
Pero nuestras preocupaciones más acuciantes tienen que ver con las relaciones subyacentes entre innovación tecnológica y crecimiento económico. La fe en las soluciones tecnológicas nos ayuda a alcanzar mayor innovación tecnológica y crecimiento económico, aumentando las demandas totales sobre el mundo biofísico y la disipación asociada con el sistema capitalista. Podemos examinar estas relaciones mirando, en primer lugar, cómo la gente y los sistemas económicos responden a aumentos de eficiencia. Para tener una idea de si el capitalismo puede aportar grandes mejoras en eficiencia tenemos que desarrollar una teoría general que explique cómo la eficiencia colectiva de nuestros sistemas económicos cambia a lo largo del tiempo.
Cuando mejora la eficiencia del combustible, a menudo conducimos mayores distancias. Cuando la electricidad se vuelve más barata, encendemos más electrodomésticos. Incluso aquellos que, orgullosos, ahorran energía en casa a través del reciclaje, del compostaje y otras actividades, están más que felices de subirse a un avión y volar por medio mundo en sus vacaciones. La gente suele ahorrar en un área y lo intercambia por gastos en otra. Lo que acabamos haciendo con las ganancias en eficiencia puede ser a veces igual de importante que las ganancias mismas. En estudios ecológicos, este fenómeno es generalmente conocido como la paradoja de Jevons, la cual revela que los pretendidos efectos de las mejoras en eficiencia no siempre se materializan. Formulada por primera vez a mediados del siglo XIX por el economista británico William Stanley Jevons, la paradoja afirma que los aumentos en eficiencia energética son generalmente usados para la acumulación y la producción, llevando a un consumo mayor de los mismos recursos que las mejoras en eficiencia pretendían conservar. Promover la eficiencia lleva a bienes y servicios más baratos, lo cual estimula aún más la demanda y el gasto, implicando el consumo de más energía. Jevons describió por primera vez este efecto en el contexto del carbón y la máquina de vapor. Observó que los avances en eficiencia de las máquinas de vapor habían incentivado más el consumo de carbón en Inglaterra, implicándose de ello que, en realidad, un aumento de eficiencia energética no producía ahorros de energía.
Variantes de esta paradoja son conocidas en economía como el efecto rebote. La mayoría de economistas aceptan que algunas versiones del efecto son reales, pero no están de acuerdo sobre el tamaño y alcance del problema. Algunos creen que los efectos rebote son irrelevantes, arguyendo que las mejoras en eficiencia estimulan menores niveles de consumo energético en el largo plazo. En una exhaustiva revisión de la literatura en la materia, el UK Energy Research Center determinó que las versiones más extremas del efecto rebote probablemente no se apliquen a las economías desarrolladas. Sin embargo, también discutieron que aún podían ocurrir grandes efectos rebote que atravesaran nuestras economías. Llegaron a la siguiente conclusión: “sería un error asumir que (…) los efectos rebote son tan pequeños que pueden ser ignorados. Bajo ciertas circunstancias (por ejemplo, tecnologías energéticamente eficientes que mejoren significativamente la productividad de industrias intensivas en energía), los efectos rebote que alcancen toda la economía pueden exceder el 50%, y podrían incrementar potencialmente el consumo de energía a largo plazo”. El hecho de que efectos rebote significativos que alcancen toda la economía sean posibles nos debería hacer reflexionar sobre la utilidad de estrategias alrededor de la eficiencia en el combate contra la crisis ecológica y el cambio climático. De hecho, todo este argumento oscurece una incertidumbre más importante: el problema de si las mejoras en eficiencia puede llegar lo suficientemente rápido como para aliviar las peores consecuencias de la crisis ecológica, las cuales todavía van por delante de nosotros. Dadas las mecánicas e incentivos del capitalismo, deberíamos tener cuidado con el actual encaprichamiento respecto al optimismo de la eficiencia.
Es común que los sistemas económicos usen nuevas fuentes de energía para expandir la producción, el consumo y la acumulación, no para mejorar fundamentalmente la eficiencia. Desde el cultivo de plantas y la domesticación de animales a la quema de combustibles fósiles y la invención de la electricidad, el manejo y descubrimiento de nuevas fuentes de energía ha producido generalmente más sociedades intensivas en energía. Aunque cualquier sistema económico puede ganar en eficiencia, esto es incidental y secundario respecto al objetivo más amplio de la acumulación. La eficiencia total de un sistema económico es altamente inercial, cambiando con gran lentitud. Vemos este exacto proceso desarrollándose ahora con las emisiones de gases de efecto invernadero, a pesar de que la crisis ecológica se extiende bastante más allá de esta problemática. Líderes políticos y empresariales han esperado durante años que el progreso tecnológico nos entregue, de algún modo, mayores índices de crecimiento económico y una acentuada reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Las cosas no han ido según el plan. El año 2017 vio un aumento global sustancial de emisiones dañinas, desafiando incluso la más modesta de las metas del Acuerdo de París. Incluso antes de esto, Naciones Unidas había advertido de una brecha “inaceptable” entre las promesas gubernamentales y la reducción de emisiones necesarias para prevenir algunas de las peores consecuencias del cambio climático. Los retos por estimular la eficiencia son más aparentes cuando vemos el capitalismo a escala global: aunque muchos países desarrollados hayan tomado medidas modestas pero mensurables en su eficiencia colectiva, esas ganancias han sido socavadas por las economías en desarrollo aún en el proceso de industrialización. Evidentemente, los cambios sustanciales en la eficiencia colectiva de cualquier sistema económico raramente se materializan en periodos cortos de tiempo. El crecimiento tecnológico bajo el régimen capitalista entregará algún progreso adicional en eficiencia, pero ciertamente no suficiente para prevenir las peores consecuencias de la crisis ecológica.
Una de las mejores formas de comprender la inercia de la eficiencia colectiva es comparar la eficiencia energética bajo el capitalismo con aquella durante los días nómadas de la humanidad, hace más de diez mil años. Recuérdese que los músculos humanos realizaban la mayoría del trabajo en las sociedades nómadas, y la eficiencia de los músculos es de alrededor del 20 por ciento, puede que mucho más, bajo circunstancias especiales. En comparación, la mayoría de los motores de combustión a gasolina tienen una eficiencia de aproximadamente el 15 por ciento, las centrales eléctricas basadas en la quema de carbón tienen una media global en torno al 30 por ciento, y la gran mayoría de células fotovoltaicas comerciales rondan entre el 15 y el 20 por ciento. Todas estas cifras varían dependiendo de una amplia variedad de condiciones físicas, pero cuando se trata de eficiencia, podemos concluir sin problemas que los activos dominantes del capitalismo difícilmente lo hacen mejor que los músculos humanos, incluso después de tres siglos de rápido progreso tecnológico. Costo y conveniencia son las razones principales de por qué la innovación tecnológica funciona de este modo, enfatizando el resultado mecánico y la escala de la producción a expensas de la eficiencia. Grandes mejoras en eficiencia son extremadamente difíciles de conseguir en ambos sentidos, físico y económico. De vez en cuando, aparece un James Watt o un Elon Musk con un increíble invento, pero tales productos no representan la economía por entero. La máquina de vapor de Watt fue una gran mejora respecto a modelos anteriores, pero su eficiencia térmica fue, como mucho, del 5 por ciento. Y aunque los motores Tesla de Musk tienen una eficiencia operativa fenomenal, la electricidad que se necesita para hacerlos funcionar proviene de fuentes mucho más ineficientes, como las centrales térmicas a carbón. Si conduces un Tesla por Ohio o Virginia Occidental, las fuentes sucias de energía que lo hacen funcionar implican que tu asombroso producto tecnológico produce prácticamente las mismas emisiones de carbono que un Honda Accord. La eficiencia colectiva de las economías capitalistas permanece relativamente baja porque estas economías están interesadas en hacer crecer sus niveles de producción y beneficios, no en hacer las gigantescas inversiones necesarias para mejoras significativas en eficiencia.
En noviembre de 2017, un grupo de 15.000 científicos de más de 180 países firmaron una carta haciendo sonar las alarmas sobre la crisis ecológica y lo que nos espera en el futuro. Su pronóstico fue desalentador y sus propuestas –intencionalmente o no– equivalían a un rechazo indiscriminado del capitalismo moderno. Entre sus muchas recomendaciones útiles se encontraba una llamada a “revisar nuestra economía para reducir la desigualdad de riqueza y asegurar que los precios, la fiscalidad y los sistemas de incentivos tienen en cuenta los costos reales que los patrones de consumo imponen sobre nuestro medio ambiente”. Nuestro problema fundamental es fácil de formular: la civilización moderna usa demasiada energía. Y la solución a este problema es igualmente fácil de formular, pero muy difícil de implementar: la humanidad debe reducir el ritmo de consumo energético que ha prevalecido en el mundo moderno. El mejor modo de aminorar ese ritmo no es por medio de alucinaciones mesiánicas de progreso tecnológico, sino mediante la ruptura de las estructuras e incentivos del capitalismo, con sus impulsos por el beneficio y la producción, y estableciendo un nuevo sistema económico que priorice un futuro compatible con nuestro mundo natural.
Los gobiernos y los movimientos populares alrededor del planeta deberían desarrollar e implementar medidas radicales que nos ayudaran a mover a la humanidad desde el capitalismo hacia el ecologismo. Estas medidas habrían de incluir impuestos punitivos y límites a la riqueza extrema, la nacionalización parcial de las industrias intensivas en energía, la vasta redistribución de bienes económicos y recursos a las gentes pobres y oprimidas, restricciones periódicas en el uso de activos capitales y sistemas tecnológicos, grandes inversiones públicas en tecnologías de energías renovables más eficientes, bruscas reducciones de la jornada laboral, y puede que incluso la adopción de veganismo masivo en los países industrializados para que dejen de depender de los animales en la producción de comida. Las prioridades económicas del proyecto ecológico deben concentrarse en mejorar nuestra actual calidad de vida, no en tratar de generar niveles altos de crecimiento económico para estimular beneficios capitalistas. Si la civilización humana ha de sobrevivir por miles de años y no solo durante un par de siglos más, entonces debemos contraer drásticamente nuestras ambiciones económicas y, en su lugar, centrarnos en la mejora de calidad de vida en nuestras comunidades, incluyendo nuestra comunidad con la naturaleza. Antes que intentar dominar el mundo natural, debemos cambiar de rumbo y coexistir con él.
Fuente: https://monthlyreview.org/2018/05/01/the-physics-of-capitalism/ Traducción: David Guerrero
Traducción: David Guerrero
sinpermiso.info/textos/la-fisica-del-capitalismo

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