domingo, 3 de agosto de 2014

Caos y violencia en Libia, el último fracaso de la Primavera Árabe

Caos y violencia en Libia, el último fracaso de la Primavera Árabe

Día 03/08/2014 - 16.16h

La inexistencia de instituciones, entre ellas un ejército y una policía, ha puesto el país en manos de decenas de milicias enfrentadas a muerte

Tres años después de la caída y asesinato de Muamar Gadafi, Libia se derrumba como un tinglado barato de feria. La violencia desatada en las dos ciudades principales del país, Trípoli y Bengasi, ha provocado la decisión de varios gobiernos de Europa, Estados Unidos y Canadá de evacuar a sus ciudadanos. El gobierno provisional se mimetiza mientras el nuevo Parlamento surgido de las urnas hace poco más de un mes decide cancelar su próxima reunión en Bengasi, por miedo a convertirse en diana de tiro de las milicias que allí se enfrentan.
Después de disfrutar de su momento de gloria en la fiesta de la Primavera Árabe de 2011, Libia vuelve con fuerza a los titulares por razones muy distintas: el asesinato del embajador de Estados Unidos a manos de una milicia islamista, el secuestro de un primer ministro, o la ocupación del Parlamento por bandas armadas. Varios grupos armados islamistas han tomado la principal base militar de Bengasi, mientras en Trípoli las milicias aceptan un breve alto el fuego para sofocar el inmenso incendio de un depósito de carburante, tocado por los misiles.
¿Qué explica el caos en que se halla sumido el país? De modo inmediato, la situación real que se produjo tras el desplome del régimen tiránico de Gadafi, que ningún proceso político, artificialmente democrático, ha sido capaz de resolver durante los últimos tres años. Según algunos observadores, actúan en el país alrededor de 160.000 miembros de milicias armadas, a los que el gobierno de Trípoli paga 1.000 dólares mensuales para «mantener el orden» aunque de hecho obedezcan a señores locales de la guerra o a intereses tribales.

La caja de los truenos

La anarquía y la violencia política en Libia tienen su raíz en la inexistencia de un Estado o de instituciones de ningún género. Tras el golpe militar de 1969 contra la monarquía, Muamar Gadafi se encargó durante más de cuarenta años de que así fuera. Los tres poderes estaban concentrados en su persona y en su alocado arbitrio. Solo se beneficiaron sus parientes, la tribu, y los servidores más leales.
La intervención armada de Estados Unidos, Reino Unido y Francia en marzo de 2011 logró derrocar al dictador, pero no operó el milagro. La retirada precipitada de Occidente, a la vista del caos surgido al desencadenarse todo lo que antes reprimía el terror de Gadafi, fue un precedente para Washington de lo que hoy ocurre en Irak, y de lo que puede ocurrir en Afganistán.
Libia está rota por tensiones ideológicas —ha surgido un islamismo, que antes no existía, de la mano de un partido próximo a los Hermanos Musulmanes egipcios—, por intereses tribales, con el proceso secesionista abierto en el este (Cirenaica), y por intereses económicos, que buscan el control del petróleo.
Hasta la caída de Gadafi, Libia contaba con la mayor esperanza de vida de todo el continente africano y con la renta per cápita más alta gracias al petróleo. Hoy el único comercio floreciente es el de las armas: el país se ha convertido en el mayor zoco continental de rifles y misiles, del que viven en gran medida docenas de grupos armados.
Italia es el país europeo que sigue con más inquietud la caótica deriva de su antigua colonia. En primer lugar por las inversiones de sus empresas petroleras, en particular el Eni, en los pozos y refinerías libias. Y también porque las costas libias son una inmensa lanzadera de pateras de inmigrantes en dirección a Italia.
España confiaba en mantener abierta su embajada en Trípoli, pero finalmente el jueves decidió cerrar la legación después de finalizar la evacuación de 146 españoles y ciudadanos de otras nacionalidades. El ministro García-Margallo justificó la decisión en que la situación en Libia «se va a agravar hasta extremos extraordinariamente importantes».

Todos contra todos

En el verano de 2013, las milicias del federalistas del este de Libia se apoderaron de varios puertos petroleros, precipitando finalmente la caída del gobierno, que fue reemplazado por un Ejecutivo de transición débil, Pero la aceleración del desplome del país comenzó el pasado 13 de julio, cuando las milicias de la ciudad de Misrata, en el este, decidieron apoderarse del aeropuerto internacional de Trípoli, en manos de las milicias de la ciudad de Zintán —situada en el sureste— desde la caída de Gadafi. Los enfrentamientos, en los que ambas partes utilizan artillería pesada, han producido más de un centenar de muertos.
Al mismo tiempo, en la segunda ciudad de Libia, Bengasi, se registran duros combates tras el levantamiento, el pasado mes de mayo, del general retirado Jalifa Hafter. El sublevado está al frente de varias milicias y batallones del ejército que se han pasado a su bando, con el teórico propósito de expulsar a los islamistas de Bengasi. Estos, por su parte, han creado un frente, conocido como Consejo de los Revolucionarios, que aspira a vencer a Hafter y a extender su campaña al resto del país, en busca de un emirato libio. La violencia y la inseguridad anuncian un posible éxodo masivo de refugiados a los países vecinos, mientras Túnez pondera el cierre de su frontera con Libia.

El sectarismo rompe Siria y devuelve a Egipto al pasado

f. de a.
En sentido estricto, la única guerra en activo provocada por el fenómeno de la Primavera Árabe es el conflicto civil en Siria. El de Irak comenzó antes, a raíz de la invasión norteamericana, y el yemení está condicionado por el yihadismo de Al Qaida.
El levantamiento contra la tiranía hereditaria de los Assad estalló dos meses después de la caída del dictador tunecino y estuvo al principio inspirado por objetivos liberales. Pronto se convirtió en un conflicto sectario de la mayoría musulmana suní contra la minoría alauí (chií) en el poder. La manipulación del sentimiento religioso, en particular en el bando rebelde, ha dado a la guerra civil siria una dimensión panislámica que ha dejado sin argumentos a las potencias occidentales que apoyan a los insurgentes. Es difícil rechazar el argumento de que una victoria de los rebeldes no provocará la instauración en Siria de un régimen islamista igual o peor que la actual dictadura laica.
Egipto llevó a cabo su revolución siguiendo la pauta pacífica de Túnez. Mubarak cayó tan rápido como Ben Alí y los manifestantes de la Plaza Tahrir estallaron de júbilo. El entusiasmo se diluyó en las urnas tras la victoria de los islamistas, fuertes y muy organizados en el interior de Egipto. En poco más de un año, los Hermanos Musulmanes fueron capaces de demostrar con creces en qué consiste desarrollar una política sectaria, ajena a las ansias de libertad de la otra mitad del país. Su experimento de «islamismo a la egipcia» fracasó, y el verano pasado el país de los faraones retrasó la hora con el golpe militar del hoy presidente Al Sisi.

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