Gilles Kepel, el islam y el terror en Francia
Apenas un mes después de los atentados que se cobraron la vida de 130 personas en París, Gilles Kepel publicó Terreur dans l’Hexagone (Gallimard). Mark Lilla escribió que era el libro esencial sobre la Francia contemporánea, “el mejor relato de los factores y acontecimientos que contribuyeron a crear la situación actual”.
Kepel estudia la radicalización islámica desde hace décadas. Como ha señalado Lilla, a diferencia de otros estudiosos que tienden a buscar una sola clave interpretativa para todo, el autor analiza factores sociales, culturales, políticos, generacionales o tecnológicos, observa con rigor los hechos y discursos, y describe la influencia de los acontecimientos en Francia y el mundo sobre el asunto que estudia.
Para Kepel, que ha escrito el libro con el sociólogo Antoine Jardin, el yihadismo se debe entender en relación a un fenómeno más amplio: la evolución del islamismo radical y del salafismo en Francia. Su enfoque es cronológico. Divide el periodo entre 2005 y 2012, la “época de la incubación”, y la época “de la erupción: de Hollande a Charlie y al Bataclan”, entre 2012 y 2015. Pero un acontecimiento clave se produjo dos décadas antes, en 1983: se trata de la “manifestación por la igualdad y contra el racismo” o “marche des beurs”, que partió de Marsella y acabó reuniendo a cien mil personas ante el Elíseo. Según Kepel, un error de Mitterrand fue plantear la respuesta como un rechazo al racismo, en lugar de fomentar la integración (otro error del presidente socialista fue propiciar el crecimiento del Frente Nacional para fragmentar la derecha).
Durante bastante tiempo no hubo terrorismo musulmán en Francia: se produjeron algunos atentados, pero derivaban de conflictos en otros países. El Estado no supo reaccionar frente a la infiltración salafista en las banlieues. Los salafistas lograron convertir en “islamofobia” todas las críticas al islam y a una particular interpretación. En ocasiones, los poderes públicos de izquierda y derecha contribuyeron a su ascenso: por el bloqueo que provocaba la confusión entre crítica a la religión y el racismo, y también porque a veces los salafistas se convertían en garantes del orden. Entre nuevas generaciones de inmigrantes y sobre todo descendientes de inmigrantes una versión dogmática del islam se convirtió en un marcador identitario. No solo creció una visión dogmática del islam en algunas zonas, sino que se produjo una islamización de las costumbres. La adherencia a las prescripciones religiosas se transformó en una norma social. Para Kepel, se produjo una sustitución del conflicto político por un conflicto identitario.
Otra fecha clave del relato del volumen es 2005. En ese año se produjeron los disturbios en las banlieues. Entre los acontecimientos que intensificaron las revueltas estuvo la muerte de dos jóvenes que huían de un control policial. Pero, según el autor, no se dio suficiente importancia a otro suceso: el lanzamiento, por error, de gas lacrimógeno en una mezquita por parte de la policía. El componente religioso de las protestas, y lo que eso contaba de la nueva generación, se pasó por alto.
En 2005 el hispano-sirio Abu Musab-al Suri publicó en la red la “Llamada islámica a la resistencia global”, una obra de 1600 páginas que planteaba un cambio en la estrategia yihadista. Frente a la organización piramidal de la Al Qaeda de Bin Laden, que no había logrado una movilización global tras el 11-S, proponía una organización más horizontal y en células, centrada en Europa y en los descendientes de los inmigrantes. El objetivo final sería desatar una guerra civil en el continente. Ese documento, dice Kepel, ha sido muy influyente en lo que llama “yihadismo de tercera generación”, tras Afganistán y la Al Qaeda de Osama Bin Laden.
En 2005 también se fundó YouTube. El autor señala la importancia del uso de internet y las redes sociales para propagar el discurso yihadista. La descripción de esa producción cultural, de la que forman parte vídeos como los de Omar Omsen, que ofrecen una versión de la historia de la humanidad explicada al futuro yihadista a manera de relato fundacional, resulta perturbadora y fascinante. Kepel señala dos factores decisivos en la radicalización de esos años de incubación, entre 2005 y 2012: las facilidades de las nuevas tecnologías y la guerra de Siria.
Otro aspecto interesante del libro es el paralelismo que traza con el ascenso de la derecha xenófoba. El islamismo y el Frente Nacional son dos movimientos identitarios que tienen, a juicio del autor, un elemento especular. Comparten una impresión de exclusión y un relato utópico redentorista. Kepel habla de las pasarelas entre la djihadosphère y la fachosphère. “La islamofobia y el salafismo son síntomas de una misma crisis social. Dos respuestas acaso opuestas que encuentran un público en una franja de la sociedad que se considera apartada”, escribe el autor, que en los últimos meses ha tenido una polémica con Olivier Roy. (Roy habla de la islamización de la radicalidad y de nihilismo, mientras que Kepel destaca la importancia de la religión y del estudio del discurso yihadista.)
Kepel describe errores de líderes y de políticas. Además de los reproches a Mitterrand, lamenta que Nicolas Sarkozy se aproximara a las tesis del Frente Nacional. Eso propició un considerable apoyo musulmán al PSF en 2012, aunque parece que después ha habido un descenso de la participación electoral de la población musulmana (entre otros factores han contribuido la ley del matrimonio homosexual, que provocó la alianza entre sectores islámicos y la derecha cristiana, y la respuesta francesa al terrorismo en el norte de África o Siria).
Otro fallo es que se extendiera el uso del paraguas de la islamofobia para deslegitimar cualquier crítica. También hay instituciones que no han funcionado bien. Entre ellas destaca la cárcel, que ha servido para propiciar la radicalización. La organización de la segunda generación de yihadistas exigirá una adaptación de las fuerzas policiales. Para Kepel,
los actores
que reivindican el islam “integral” bajo sus diversas formas, desde la
sobreexcitación identitaria hasta el deslizamiento hacia la violencia,
transforman por el recurso a la religión su furor social en estrategia
política. En un contexto similar, la iglesia, la mezquita, la sinagoga,
el templo, protestante o masónico, esos lugares de la fe o de obediencia
a los que la laicidad de la República reconoce un lugar legítimo en el
seno de la sociedad de los hombres, no podrían erigirse en sustitutos
primordiales de la intervención del Estado. Si una institución debe ser
refundada y reconstruida para tratar a largo plazo este inmenso déficit,
es la instrucción pública.
A veces Kepel parece tener complejo de
Casandra. A menudo lamenta que el debate sobre el terrorismo en Francia
no sea más riguroso, la inacción que permitió que se creara una ruptura
cultural, la preferencia por las declaraciones altisonantes o anuncios
absurdos (como cuando se hablaba de la retirada de la nacionalidad a
terroristas que habían nacido en Francia) frente a las medidas
informadas y la consulta a los expertos. A su juicio, se tratan los
síntomas pero no las causas. El relato es a menudo desalentador, pero en
Terreur dans l’Hexagone, y en intervenciones tras atentados
posteriores, Kepel tiene momentos de un optimismo moderado. En el libro
señala la respuesta unitaria a los ataques de noviembre y un rechazo por
parte de muchos musulmanes al discurso salafista y a la violencia que
puede fomentar. Tras el atentado de Niza, decía: “no podemos dejar solo al Estado”, “es la sociedad entera la que debe movilizarse”.
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