Durante décadas las autoridades de la capital italiana ignoraron las advertencias lanzadas por Federica Angeli, reportera de La Repubblica, quien narra la historia a este semanario. La mafia se está apoderando de Ostia, insistía la periodista, habitante de ese suburbio romano. La guerra comenzó en 2013, cuando un fiscal local, experto en combatir organizaciones criminales, se tomó en serio la tarea y comenzó la limpia. Pero una vez eliminadas las pandillas locales, Roma es una plaza que se disputan los grandes clanes tradicionales.
ROMA (Proceso).- El diálogo se desarrolla en los ochenta. El clan criminal Los Fasciani, aparentemente de poca monta y que se está afincando en la localidad costera de Ostia, negocia el envío de cocaína con narcotraficantes colombianos, según se desprende de escuchas telefónicas, grabaciones ambientales y testimonios recogidos desde entonces por la policía italiana.
El contacto entre los delincuentes es directo y sin intermediarios, como ocurre entre pares. En los años siguientes vendrá el envío de cargamentos de cocaína desde España o directamente de la isla de Sicilia, para venderla en esa localidad marítima, a 20 kilómetros del centro de Roma.
Federica Angeli, quien cuenta a Proceso esta anécdota, sabe de lo que habla: nació por estos lugares, fue a la escuela rodeada de bandas y, ya reportera del diario La Repubblica, investigó sobre el silencioso ascenso y transformación de estas pandillas en grupos del crimen organizado en este municipio de la capital de Italia.
Pero al principio pocos le daban crédito.
“Incluso algunos fiscales me decían que estaba loca, que exageraba; y así fue durante muchos años”, cuenta Angeli, quien, por estos hechos desde hace cuatro años y medio paga un precio muy alto, infrecuente para un periodista en Europa: andar en un automóvil blindado, con escolta policiaca permanente.
“Lo que está claro es que durante mucho tiempo los jueces no se lo tomaron en serio. Todos los ignoraron. Así, los clanes de Ostia, autóctonos de Roma, se convirtieron en una mafia”, asegura.
Y ahora, apenas el pasado 7 de noviembre, ocurrió algo en Ostia: a plena luz del día, Roberto Spada, del clan homónimo, le propinó una golpiza a un reportero del canal de la televisión pública italiana Rai2, e hizo saltar el asunto en las portadas de la prensa nacional e internacional.
Habían transcurrido apenas dos meses desde que la opinión pública italiana descubrió que Suburra, la serie de Netflix que retrata el arraigo de los clanes en esa localidad, no es sólo ficción, sino la síntesis dramatizada de un territorio que ha estado bajo control no de las mafias tradicionales italianas –Camorra, Ndrangheta, Cosa Nostra–, sino de otros clanes afincados allí desde los ochenta. Precisamente los Fasciani, los Spada, los Triassi.
Angeli, cuya vida está en peligro justamente por sus investigaciones –empezadas hace más de dos décadas–, lo tiene claro. La golpiza al periodista habría quedado en una simple nota en las páginas de sucesos, si el hecho no hubiera sido otro indicio de una realidad negada mucho tiempo en este municipio de Roma, una ciudad donde –salvo el paréntesis de la Banda de la Magliana, en los setenta– ningún grupo criminal ha llegado a ejercer un control completo.
“El artículo 416 bis del Código Penal italiano, que precisa el delito de asociación mafiosa, reconoce el control del territorio como elemento clave para determinar ese tipo de asociación criminal. Ese control es el que han ejercido los clanes de Ostia”, afirma Angeli, a quien ahora llaman desde todo el mundo para que cuente su experiencia.
“Estos no son los mafiosos con el rostro de campesinos primitivos, como los de antes. Tienen actitudes de gángsters urbanos, pero también se portan como empresarios. ¿Qué significa eso? Primero, compran el edificio, después el barrio, y sólo tras eso, garantizado el control territorial, empiezan a vender droga”, añade.
“Un ejemplo es Ostia Nuova, el barrio controlado por los Spada, por donde yo no pude andar durante mucho tiempo”, agrega.
Juego de tres
Al principio quienes mandaban eran los hermanos Vito y Vincenzo Triassi, surgidos de una rama de los clanes de la Cosa Nostra de Agrigento, Sicilia, y quienes, antes de instalarse en Ostia, se habían unido, mediante matrimonios mafiosos, a las familias de los también sicilianos Caruana-Cuntrera.
“Pero eso se acabó en 2007, cuando Vito Triassi fue gambizzato (recibió disparos en las piernas, ‘un aviso’, según los códigos de la mafia italiana) por dos criminales menores, ligados a los últimos herederos de la Banda de la Magliana.
“A partir de ese momento el negocio de las drogas en Ostia y en la zona este de Roma quedó bajo control de los Fasciani, quienes a su vez relegaron a los Spada –apodados Los Cíngaros, por sus orígenes gitanos– al rol de lugartenientes y encargados de los tráficos menores y los trabajos más sucios. Sólo el trasiego de armas y las apuestas ilegales quedaron en manos de los Triassi”, cuenta Angeli.
“Es en esta época cuando tienen lugar varios viajes de los Fasciani a España, donde negocian la compra de cargamentos de cocaína provenientes de Colombia. También se relacionan con los marselleses y con grupos criminales marroquíes. El diálogo es entre pares, entre grupos que se respetan”, cuenta Angeli.
Con esta arquitectura criminal y aprovechando la indiferencia hacia ellos, los clanes de Ostia se arraigaron paulatinamente en el tejido social. Así, a sus ­currículos se sumaron asesinatos, en particular entre rivales de las tres bandas y otros grupos criminales romanos. Pero sobre todo, actos de intimidación, entre ellos los atentados con artefactos explosivos, destinados a atemorizar a la población o a obligar a los comerciantes locales a “pagar piso” (el impuesto mafioso) y a funcionarios públicos a otorgarles instalaciones públicas.
Todo esto hasta 2013, es decir, un año después de que Giuseppe Pignatone fuera elegido fiscal general de Roma.
La llegada de Pignatone, siciliano y experto antimafia –con experiencia tanto en Sicilia como en Calabria, la cuna de la Ndrangheta–, pronto marcó las primeras grandes detenciones.
En junio de 2013 cayó el capo Michele Senese, un napolitano de orígenes romanos y considerado mediador entre los clanes de Ostia. En julio de ese año terminaron en la cárcel 51 personas, entre ellas Carmine Fasciani, el capo histórico de esa familia y considerado el cerebro del grupo. Un tipo tan peligroso que los investigadores piden para él el régimen de aislamiento en la cárcel napolitana de Secondigliano –reservada a los mafiosos por el artículo 41-bis de la ley penitenciaria italiana–, donde está recluido.
Con ello, los equilibrios en Ostia volvieron a cambiar. Los Spada, hasta entonces meros subalternos de los Fasciani, se catapultaron a la primera línea. “El riesgo era evidente y pronto los Spada empezaron a coleccionar errores. El más grave: generar ruido, por los comportamientos violentos que acabaron por llamar la atención de la policía”, añade Angeli.
“El problema de los Spada radica en que no tienen carisma, les faltan las ‘características del personaje’ para sentarse a negociar, por ejemplo, con el narcotráfico internacional para obtener cargamentos de droga”, concluye la periodista.
En mayo de 2014 fue arrestado también el viejo Carmine Spada, Romoletto, líder de su clan.
Con los capos históricos de los Fasciani y una parte de los Spada en la cárcel, los investigadores también abren un expediente sobre el ayuntamiento de Ostia, que descubren también gangrenado por la criminalidad.
El alcalde de Ostia, Andrea Tassone, es arrestado. Y acto seguido, en agosto de 2015 y en una decisión inédita en Italia, el entonces ministro del Interior, Angelino Alfano, y el prefecto Franco Gabrielli firman un decreto para disolver la administración municipal, por infiltración mafiosa.
El caso llega a los diarios italianos, pero no ocupa las primeras planas ni genera un debate nacional, y pronto la información desaparece, sepultada por algunos escándalos de corrupción que implican a políticos locales.
La droga sigue fluyendo hacia Ostia y Roma. En 2017 se descubre quién quedó al frente del negocio: Fabrizio Ferreri, vinculado con la familia Fasciani (aunque en un rol inicialmente secundario) y a la Cosa Nostra de Palermo, quien fue detenido el 3 de mayo de ese año. Con él, acaban entre las rejas también algunos integrantes de los Spada.
En tanto, los arrestos llegan a los tribunales. Carmine Fasciani es condenado en primera instancia por varios delitos, entres ellos asociación mafiosa, en un veredicto histórico para un criminal romano. Pero el Tribunal de Apelación lo exculpa de ese cargo. Y el caso acaba en la Corte de Casación, la cual en octubre pasado solicita que el Tribunal de Apelación reponga el juicio.
“El carácter mafioso del clan Fasciani debe ser reconocido”, escriben los jueces de la Corte de Casación en las motivaciones de su decisión, hechas públicas la última semana de 2017.
“La ausencia de un sentencia definitiva y los retrasos sobre el carácter mafioso de los clanes de Ostia muestra las fallas de la justicia en esta localidad, que fue abandonada mucho tiempo por el Estado”, observa Angeli. “Más aún ahora que también la extrema derecha acaba jugando un rol en la partida”, añade.
Batalla por la plaza
Eso condujo a la agresión contra Daniele Piervincenzi, cronista del canal de televisión Rai2.
Éste fue brutalmente golpeado el 7 de noviembre, cuando estaba en Nueva Ostia. Había ido a entrevistar a Roberto Spada por la supuesta vinculación de su clan con el partido neofascista Casapound, que en las elecciones municipales obtuvo 9% de los votos, uno de los mejores resultados de su historia.
“¿Tu esperanza es que con Casapound cambie algo?”, preguntó el periodista, poco antes de que el hombre le rompiera la nariz, tal como muestra un video que ha sido divulgado por la cadena y que pronto se volvió viral en las redes. Fue grabado a plena luz del día por el camarógrafo de la Rai2 que acompañaba a Piervincenzi, y quien también fue golpeado.
En el video se ve cómo Spada, aparentemente tranquilo segundos antes, de pronto le da un brutal cabezazo al periodista y luego lo persigue, golpeándolo con un palo. “¡Para, para por favor! ¿Viste lo que me hiciste?”, le implora el cronista. “¡Me rompiste los cojones, pedazo de mierda!”, le responde Spada, quien pocos días después fue arrestado. Entonces, por primera vez, la opinión pública italiana tuvo una reacción de indignación masiva.
No obstante, la tensión en Ostia es palpable y está lejos de atenuarse. Alessio Ferreri, sobrino de Carmine Fasciani y hermano de Fabrizio, fue tiroteado el 23 de noviembre. Los asaltantes, con la cabeza cubierta por cascos, entraron a la hora de la cena en una pizzería de la ciudadela marítima. Allí abrieron fuego, hiriendo a Ferreri y un amigo suyo. Dos días después tiene lugar otro tiroteo frente a la casa de Silvano Spada, primo de Roberto.
“En lenguaje mafioso el mensaje fue: ‘Ustedes (los clanes de Ostia) están acabados. Llamaron demasiado la atención, lo que nunca es bueno para el negocio criminal, y ahora salen de escena’”, cuenta Angeli.
“La incógnita es quiénes son los mandantes de estos atentados. Pues es evidente que hay un nuevo vacío de poder y que el rostro de la criminalidad de Ostia se está rediseñando”, dice la reportera, quien vive pendiente de las comunicaciones por radio de la policía.
“Conscientes de que las operaciones militares contra las mafias sirven sólo para extirpar una parte de la metástasis y llamar la atención de la opinión pública, desde noviembre las autoridades han desplegado en la zona a centenares de policías, muchos de ellos vestidos de paisano”, cuenta Angeli.
El ejército sólo fue desplegado el día de la segunda vuelta de los comicios locales en Ostia, para controlar las operaciones de voto.
“Pese a que yo misma en un principio me sentí escéptica, parece una acción decidida y contundente. Se están produciendo decenas de arrestos y, al caminar en la calle, incluso aquellos que antes me insultaban ahora van con la cabeza gacha”, añade la cronista, quien vive en Ostia con sus hijos.
“Si lograrán extirpar la lacra o si pronto Ostia tendrá nuevos amos, dependerá del Estado y de nadie más”, concluye.
Este reportaje se publicó el 14 de enero de 2018 en la edición 2150 de la revista Proceso.
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