viernes, 15 de febrero de 2013

La Iglesia en estado de "shock"


La Iglesia en estado de "shock"

Política •
Más allá de las intrigas reales o imaginarias, para entender la dimisión del papa Benedicto es preciso ir a su propio texto de renuncia, donde explica que su decisión fue largamente sopesada.
México • La Iglesia católica quedó en estado de shock. La dimisión del papa Benedicto XVI sobrevino, en las acertadas palabras del ex secretario de Estado y decano de los cardenales, Angelo Sodano, “como un rayo caído en medio de un cielo despejado”. Es muy probable que el anciano pontífice no compartió y menos aún consultó su grave determinación de dimitir a sus más íntimos amigos o colaboradores; basta revisar el video del consistorio ordinario en el que dio lectura al texto de la renuncia en latín, para ver cómo todos lo escuchaban con incredulidad y los cardenales se miraban estupefactos entre sí. La dimisión, lo podemos decir, fue al más puro estilo de Benedicto: sencilla, clara y contundente; marcó con toda precisión día y hora. Hecha la lectura, ya no había marcha atrás, pues el derecho eclesiástico prevé que para que la dimisión del Romano Pontífice sea válida requiere que se haga con absoluta libertad y sea manifestada de manera formal. El Papa cumplió cabalmente con ambas condiciones. Y la Iglesia entró en una sensación de orfandad, pues el Papa, como la palabra lo indica, es el padre de sus fieles, y Benedicto dejará de serlo el jueves 28 de febrero, a las 13:00 horas tiempo de México.
Si bien parece haber un mayor consenso público a favor de la dimisión del papa Ratzinger, se han abierto dos posturas que parecen incompatibles y dividen la opinión y los sentimientos de los católicos, pero que, a mi parecer, son más bien conciliables. Hay quienes, desde el inicio del actual pontificado, no dejaron de comparar a Benedicto XVI con Juan Pablo II y contrapusieron el heroísmo del papa polaco, que llevó su ministerio a cuestas, arrastrando un lento deterioro físico hasta su muerte, con lo que algunos consideran la debilidad de Benedicto, que sin llegar a ese extremo de sufrimiento y deterioro físico, deja el timón de la barca de la Iglesia.
El papa Karol Wojtyla siempre tuvo una visión mística —así la podemos llamar— de su ministerio; por eso, ante las especulaciones de su posible dimisión, dijo públicamente que si Cristo se hubiera bajado de la Cruz él tendría el derecho a renunciar. Quienes somos creyentes podemos entender y valorar el sentido de esta entrega generosa y heroica, no así quienes entienden el papado como una forma más de ejercer el poder, y veían en la decadencia física del anciano pontífice una especie de espectáculo poco presentable e indigno. Pero la cruz nunca ha sido presentable, conlleva en su esencia el escándalo, lo que muchos también tildan de locura.
En cambio, el papa Benedicto —hijo del pueblo alemán, más regido por la razón y un sentido práctico de la realidad, con una brillante trayectoria intelectual— en su impecable texto de renuncia argumenta que ya no tiene fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio de Papa, pues para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, había venido disminuyendo en su persona, de tal forma que reconocía su incapacidad. Evidentemente le asiste no solo la razón, sino también el derecho eclesiástico, que mantenía como pieza rara el Canon 332, en concreto el párrafo 2, que señala: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.
Las especulaciones de especialistas y aficionados sobre lo que llaman las “verdaderas razones” de la renuncia del Papa no se han dado tregua; lo cierto es que cada vez ha sido más difícil ocultar a la opinión pública los escándalos ocurridos en el Vaticano; la oposición y la deslealtad de altos prelados de la Curia Romana; la traición de su círculo más cercano, como el triste caso del mayordomo Paolo Gabriele; el cuestionamiento que entidades internacionales han puesto al manejo de las finanzas del Vaticano y la arrogancia e hipocresía de muchos eclesiásticos que, como dijo el Papa en su homilía del Miércoles de Ceniza, ensucian y deforman el rostro de la Iglesia, esa Iglesia que es santa, pero compuesta por pecadores, que no pueden ocultar sus ambiciones y miserias.
Pero más allá de las intrigas reales o imaginarias, para entender la dimisión del papa Benedicto que, como pocos pontífices, ha tenido una claridad y profundidad teológica sobre el significado del ministerio del obispo de Roma, es preciso ir a la fuente principal que es su propio texto de renuncia, elaborado con una sencillez abrumadora, donde explica que su decisión fue largamente sopesada, en primer lugar, en su propia conciencia, puesta en la presencia de Dios. Es desde este íntimo espacio, que es el más sagrado para toda persona, que toma esta grave, clara e irreversible decisión.
Efectivamente, es un gran gesto de desprendimiento y de humildad, es una honradez moral y una responsabilidad no solamente ética sino profundamente religiosa, pues Benedicto sabe que una vez que ha llegado a su límite, es mejor dejar el gobierno en alguien que cuente con el vigor que él ya no posee; finalmente, como dijo aquel día en que fue presentado como el nuevo pontífice, ante una abarrotada plaza de San Pedro, él es solo un humilde trabajador en la viña del Señor, y esa convicción la reitera al final: él no es imprescindible, la Iglesia seguirá avante sin él, porque su pastor supremo es Cristo y Él proveerá de un nuevo pastor a su Iglesia, que no quedará huérfana ni desamparada.
¿Fue libre su renuncia? Me parece que es innegable. Benedicto es un hombre disminuido en su vigor físico, pero no débil. Aunque su timidez y su bondad hayan sido interpretadas por muchos como vulnerabilidad, la decisión de renunciar, la manera sencilla como lo hizo y que dejó pasmado al mundo, la serenidad con la que lo hemos visto estos días posteriores a la dimisión, nos presentan la imagen de un hombre humilde, más no débil; él sabía muy bien la tormenta que iba a desatar su renuncia, la avalancha de críticas, descalificaciones y mofas, pero lo hizo, como lo explicó el pasado miércoles en la audiencia general, por el bien de la Iglesia, y a eso se le llama valentía. Su decisión ha sido coherente con su vida, en la que la Providencia lo llevó por caminos que él nunca pensó transitar, pues su anhelo fue permanecer dedicado a la vida intelectual y académica, pero pronto tuvo que asumir responsabilidades de gobierno y de poder: fue nombrado arzobispo de Múnich, y creado cardenal siendo aún muy joven, y poco después prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, labor de guardián que siempre ejerció con una extraña mezcla de firmeza, bondad y caridad. Nunca fue el gran inquisidor como el personaje malévolo y sombrío de Los hermanos Karamazov de Dostoievski; jamás alzó la voz a alguien, por el contrario, como hombre racional que es, fue profundamente abierto y dialogante; firme, sí, pero no arrogante, defensor de la integridad de la fe, sí, pero nunca agresivo, y esa forma de proceder no la pueden negar ni siquiera quienes, por su obstinación o soberbia, tuvieron que recibir la reprensión de la Iglesia. Así, pues, un hombre no apegado al poder y que nunca se acostumbró a él, se despoja a sí mismo con mucha serenidad, pues sabe que actúo honestamente y que deja a la Iglesia no a la deriva, sino en las manos de Cristo, que es su Señor.

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