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viernes, 30 de octubre de 2015
Rusia, metapolítica del "otro mundo" (VI)
Rusia, metapolítica del "otro mundo" (VI)
Proseguimos, como cada semana, la serie de Adriano Erriguel sobre Rusia. Entramos ya en el antepenúltimo capíulo.
Adriano Erriguel
ADRIANO ERRIGUEL
“No hay alternativa”, decía Margaret Thatcher en los años 1980. El celebérrimo “TINA” (There Is No Alternative) se presentaba como el eslogan del (neo) liberalismo económico. Pero a lo que el eslogan en realidad se refería era a un modelo social total. A un modelo de dimensiones globales, económicas y políticas, sociales y culturales, que se configuraba ya como el “pensamiento único” de la posmodernidad occidental. La caída de la Unión Soviética confirmaría la exactitud del TINA: el mundo como supermercado y los Estados Unidos de América como su gendarme. ¿Fin de la Historia?
A comienzos de los años 1990 todo indicaba que el mundo post-soviético no tenía otra opción que la de pasar por el aro. Sí o sí. El modelo occidental se configuraba como el único posible. “Las presiones de la economía global y de la sociedad tecnológica son demasiado fuertes como para que una nación, por muy orgullosa que esté de su tradición propia, pueda continuar sola (…). Si Rusia quiere ser fuerte, tendrá que occidentalizarse. Desaparecida su identidad comunista y sin ninguna otra identidad posible, tiene muy pocas opciones, aparte de la de convertirse simplemente (…) en otro país europeo “normal”, con un orden interno igualmente normal”.[1] Estas líneas – publicadas en 1999 por un sovietólogo norteamericano – condensan esa típica prepotencia occidental: la guerra fría ha terminado y nosotros la hemos ganado. No hay más que un mundo posible: el nuestro. El resto del planeta queda conminado a “normalizarse”.
Un panorama que, según parece, no acaba de cuajar. En la primavera de 2015 – casi dos décadas y media después del fin de la Unión Soviética – el Presidente norteamericano Barack Obama y la Canciller alemana Bárbara Merkel constataban escandalizados que “Putin es de otro mundo”. Efectivamente, podemos constatar nosotros. Putin es de otro mundo. Del suyo. ¿Cómo es eso posible? ¿Son acaso posibles “otros mundos”? ¿Acaso hay vida fuera de la “normalidad” occidental?[2]
Experimento con un pueblo
“Esto es un paraíso para los inversores (…) imposible describir la rapidez con la que este país podría parecerse a los Estados Unidos”.
(Publicidad de fondos de inversión
norteamericanos en los años 90)
El “fin de la historia” decretado por los vencedores de la guerra fría encontró su banco de pruebas en un país roto, desmoralizado, sumido en una crisis de identidad. La caída de la Unión Soviética brindaría a Occidente un nuevo laboratorio para testar las terapias neoliberales. Tarea ésta que de ningún modo podía confiarse a los propios rusos. ¿Quién mejor que los Estados Unidos para ejercer la tutela adecuada?Al igual que hicieron con la Europa arrasada por la guerra, los Estados Unidos convertirían a la Rusia arrasada por el comunismo en un país democrático y capitalista. Las lecciones serían tan simples como duras.
“Terapia de choque” es el término acuñado por Naomí Klein para definir el uso de las catástrofes y de la conmoción social que generan para avanzar políticas impopulares. En el caso de Rusia se aplicaría todo el recital de la “Escuela de Chicago”: “monetarismo férreo, austeridad presupuestaria, supresión de los subsidios al consumo y al bienestar, privatización completa de las empresas estatales, apertura de los mercados a los inversores internacionales y reducción al mínimo del aparato estatal. Todo ello acompañado de los habituales préstamos del Fondo Monetario Internacional ’si Rusia cumple las condiciones necesarias’ ”.[3]
Procedentes de Estados Unidos, legiones de misioneros políticos y de evangelistas del libre mercado llegaron a Rusia en calidad de “expertos” y se insertaron en los partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, escuelas, administraciones y hasta en el propio gobierno. Con celo misionero “distribuyeron dinero entre políticos afines, aleccionaron a ministros, redactaron leyes y decretos presidenciales, revisaron programas políticos y prepararon la reelección de Boris Yeltsin en 1996”. [4]
De forma típicamente hollywoodense esta cruzada se vio acompañada de una narrativa maniquea: a un lado los “buenos” – el Presidente Yeltsin y su retahíla de “jóvenes reformadores” – y del otro lado las fuerzas de la oscuridad: una horda antirreformista de comunistas, nacionalistas y otros “dragones políticos” escondidos en sus cavernas parlamentarias. Seguramente por eso (democracia obliga) Boris Yeltsin se vio forzado a disolver el Parlamento cuando, en octubre de 1993, éste rehusó plegarse a las demandas de austeridad del FMI; y seguramente por eso – y para evitar su destitución por aplastante mayoría – el Presidente ruso se vio obligado a asaltarlo, con un resultado de 500 muertos, 1000 heridos y el aplauso del Occidente civilizado ante esta victoria de la democracia.
Desembarazado de incordios parlamentarios, Yeltsin continuó su terapia de choque con las bendiciones de Washington. El sistema soviético fue sustituido por un conglomerado corporativo integrado por antiguos apparatchick comunistas, principales beneficiarios de la venta de empresas estatales. Todo ello con el apoyo de los inversores occidentales que se lucraban en los procesos de privatización. El país pasó a ser dirigido por los “oligarcas”: un grupo de nuevos ricos que se dedicaron expoliar las riquezas del país y a exportar sus beneficios a paraísos fiscales, a un ritmo calculado de 2.000 millones de dólares al mes.
Con la hiperinflación y la consiguiente volatilización de ahorros, salarios y pensiones, el nivel de vida descendió a condiciones de miseria. Todo ello – junto al estallido en 1994 de la primera guerra de Chechenia – revirtió en el rechazo masivo de la población hacia Yeltsin. Ante las elecciones previstas para junio de 1996, el Presidente se situaba en quinto lugar de intención de voto. Frente a la perspectiva cierta de que el líder comunista Guennadi Zyuganov se convirtiera en nuevo Presidente, los oligarcas y sus aliados occidentales pasaron a la acción.
Los costes de la “sociedad abierta”
Ningún recurso fue ahorrado para asegurar la reelección del candidato de Washington. Los “hombres de negocios” Boris Berezovskiy y Vladimir Gusinskiy forjaron una alianza entre los principales oligarcas para volcar sus recursos en la campaña electoral de Yeltsin. Éste obtuvo un apoyo financiero que centuplicó los límites legales – límites que sí se aplicaron a las otras fuerzas – así como un monopolio de facto de los medios audiovisuales, impresos y electrónicos, en su mayoría controlados por los oligarcas. A instancia de los Estados Unidos, Rusia obtuvo un préstamo del FMI, lo que permitió pagar sueldos y pensiones justo antes de las elecciones. A todo ello se añadió el acoso de los candidatos rivales, el sabotaje sistemático de sus campañas y el fraude electoral entre la primera y la segunda vuelta de las votaciones. Finalmente un desaparecido Boris Yeltsin –sólo presente a través de imágenes pregrabadas – ganó las elecciones por un 53%. Nuevo aplauso del Occidente civilizado.
La época comprendida entre 1996-1999 fueron los años rock & roll de oligarcas, ventajistas y mafiosos de toda laya en un régimen de “capitalismo de frontera” manufacturado por los “Chicago boys”. Para la mayoría de la población los resultados fueron devastadores. “Nunca tantos perdieron tanto en tan poco tiempo”, subraya Naomí Klein. En 1998 el balance era elocuente: un 80% de agricultores en bancarrota; unas 70.000 empresas estatales cerradas; unos 74 millones de pobres – de los cuales 37 millones en situación “desesperada”–; desempleo, criminalidad, drogas, suicidios y SIDA en progresión geométrica; y un declive demográfico calculado en 700.000 personas por año. “Libertad de elegir”, que diría Milton Friedman. La “sociedad abierta” tiene sus costes.
Paralelamente Estados Unidos y sus satélites desplegaron una estrategia de acorralamiento geopolítico del antiguo adversario. En 1991 Gorbachov había aceptado la unificación de Alemania contra la promesa americana de no extender la OTAN hacia el Este. Una promesa rápidamente incumplida. La expansión de la OTAN culminó en la integración de toda Europa oriental en la Alianza Atlántica. Las guerras de Chechenia – fomentadas por los servicios secretos norteamericanos, directamente o por intermediarios saudíes y pakistaníes – sirvieron tanto para debilitar a Rusia como para fortalecer el proceso de expansión de los conglomerados energéticos angloamericanos en la cuenca del Caspio. En 1999 la OTAN bombardeó Serbia – aliada tradicional de Rusia en la zona – y, contra toda legalidad internacional, seccionó el país para crear el Estado de Kosovo. En el ámbito del desarme la Alianza Atlántica rechazaba las propuestas rusas de desnuclearización y los Estados Unidos denunciaban, en el año 2001, el tratado Anti-Misiles Balísticos (ABM).[5]
Se hacía la luz sobre una realidad de fondo: el rechazo al comunismo encubría una hostilidad permanente hacia Rusia; una hostilidad que existía antes de la Unión Soviética y que sobrevivía a su final. Para los Estados Unidos el objetivo es siempre el mismo: expulsar a Rusia del Báltico, del Caspio y del Mar Negro, extender siempre al Este las fronteras de la OTAN, tomar el control del Cáucaso y Asia Central, controlar los recursos energéticos en tránsito. Tras el fin de la guerra fría – escribía Zbigniew Brzezinski – el espacio ex soviético se convertía en un “agujero negro” que convenía controlar a toda costa para asegurar la “pax americana”.[6]
En 1999 un oscuro apparatchick era promovido por el entorno de Boris Yeltsin para suceder a éste en la Jefatura del Estado. Un hombre leal, que aseguraría al ex presidente un apacible retiro. Un hombre de paja, que sería teledirigido por los auténticos dueños del país.
Moscú, año cero
Durante algunos años Rusia se mantuvo en el fiel de la balanza, en el “año cero” de un cambio de civilización. Pero algo falló. El coste humano provocado por la ingeniería social del liberalismo fue demasiado alto. Y la arrogancia del vencedor provocó en Rusia una reacción en sentido contrario. Con una precisión de artificiero Vladimir Putin se encargaría de desmontar, paso a paso, el sistema legado por Boris Yeltsin.
La historia es bien conocida. Los oligarcas fueron apartados del poder político – cuando no acabaron exiliados o en prisión. El poder de los gobernadores regionales fue reducido, las tendencias centrífugas suprimidas, el Estado central reforzado: restablecimiento, en suma, de la “vertical del poder”. La recuperación del tejido productivo fue estimulada, los programas sociales restablecidos, la demografía fomentada. Los medios de comunicación cesaron su propaganda antiestatal y un nuevo espíritu de patriotismo encontró su cauce de expresión pública. En el orden internacional se reafirmó el papel de Rusia como una potencia con intereses específicos. Se formuló la apuesta por un orden mundial multipolar y se ejerció un contrapeso sistemático a las tendencias hegemónicas de los Estados Unidos.
Todo este programa fue realizado bajo la dirección de un hombre que es ante todo un pragmático. Un realista político con una desconfianza refleja ante los intelectuales, las ideologías y los dogmas, pero que encarna como pocos el patriotismo instintivo de las masas rusas. En ese sentido Putin es la imagen de su pueblo. Pero eso abre también un interrogante. Porque el puro pragmatismo no es, de por sí, una política, si no está al servicio de una idea superior. De una metapolítica.
¿Existe hoy una metapolítica de Rusia? ¿Ofrece ésta una alternativa al hegemonismo occidental? ¿Se encontrará Rusia, una vez desaparecido Putin, de nuevo en el “año cero”?
Centrismo patriótico
La desaparición del marxismo-leninismo dejó tras de sí el vacío. El programa de reconstrucción se enfrentaba, pues, al desafío de definir su propio modelo. ¿Una nueva “idea rusa”?
El empacho doctrinario soviético había generado entre los rusos una comprensible aprensión ante todo lo que oliera a “ideología oficial”. “Ninguna ideología será proclamada como ideología estatal o como obligatoria”, proclama la Constitución de la Federación Rusa de 1993. “Rusia Unida”, el partido promovido por el Kremlin, funciona más como un barómetro electoral de Putin que como portador de una ideología estatal. El discurso oficial se conjuga en el terreno de los “valores” (con el patriotismo como valor supremo) más que en el de la ideología. La clave de la popularidad de Putin consiste en su capacidad de transformarse en un espejo donde cada ciudadano – ya sea demócrata, comunista o nacionalista – ve lo que quiere ver. “Una figura fuerte y paternal y un balsámico discurso democrático. El discurso de Putin – señala Alexander Duguin – es como una terapia, como un om budista que contiene oposiciones irreconciliables, pero que evita a los oyentes hacer esfuerzos intelectuales”.[7]
El “sistema Putin” no es fácilmente definible. Los expertos abundan en fórmulas que enlazan términos contrapuestos: “democracia administrada”, “monarquía electoral”, “autocracia electiva”, “democracia iliberal”, “pluralismo dirigido”. Pero todos los observadores – incluso los más críticos – admiten que goza de muy alto grado de legitimación popular. Aún suponiendo que la limpieza del proceso electoral no reúna todos los estándares exigibles, todos coinciden en que el Presidente Putin cuenta con uno de los más altos índices de apoyo entre los líderes mundiales. ¿A qué responde esa realidad?[8]
La primera respuesta (la más obvia) es que Putin se beneficia de la comparación con Gorbachov y con Yeltsin, todavía recordados como una pesadilla. Pero ésa es una explicación superficial. Más adecuado es decir que Putin consiguió encarnar una fórmula ganadora: el nacionalismo (patriotismo) más el liberalismo (las reformas económicas).[9] Putin estableció una fórmula de consenso público, una especie de “centro” político a la rusa: el patriotismo como cemento de la adhesión popular y el liberalismo económico como respuesta a los desafíos de la globalización. Durante su primer mandato (2000-2004) Putin puso en marcha un paquete de reformas que resultaron en un crecimiento económico sostenido. En el plano internacional, sus primeros años estuvieron marcados por su acercamiento a Europa y por la búsqueda de una relación fiable con los Estados Unidos.
El “sistema Putin” se presenta como eminentemente conciliador. El pasado zarista, la etapa soviética y la civilización ortodoxa encuentran su lugar dentro de un gran relato nacional en el que, sin ocultar los aspectos críticos o negativos, se resalta la continuidad y los logros del pueblo ruso. La gran habilidad del sistema reside pues en su encarnación de un “centrismo patriótico” despolitizado. La tentación de la apoliteia. Ahí reside también su gran riesgo.
Las “revoluciones de colores” de los años 2003-2005 en Georgia, Ucrania y Kirguistán dieron la señal de alarma. ¿Ensayo general para una revolución en Rusia? El Kremlin volvía a descubrir que las ideas cuentan. Haría falta algo más que un “patriotismo consensual” para contrarrestar los intentos, cada vez más agresivos, de empujar al país a otra “era Yeltsin”.
Democracia soberana
El principal intento de teorización que el “sistema Putin” haya producido hasta la fecha fue elaborado por el ideólogo del “Rusia Unida”, Vladislav Surkov. En un discurso pronunciado en 2006 Surkov defendió la necesidad de una ideología. Y comenzó a trabajar en un cuadro teórico que volviera a situar a Rusia en la batalla de las ideas. [10]
Surkov parte de una idea: en el contexto de la globalización Rusia no puede aislarse sino que debe liderar el proceso. Para lo cuál necesita un despegue económico y una robusta clase media. Pero la globalización no debe entenderse como inmersión en un orden mundial hegemónico, sino como un sistema articulado en torno a diversos polos (multipolarismo) entre los cuáles se encuentra Rusia. Surkov rechaza que la democracia rusa deba plegarse a una pretendida superioridad moral de Occidente. Y propone una fórmula alternativa: democracia soberana. La soberanía como sinónimo de competitividad, que a su vez implica independencia económica, poderío militar e identidad cultural.
¿Democracia adjetivada? El matiz “soberano” es importante, en cuanto que marca la separación entre el sistema ruso y la “democracia sin adjetivos” de la Unión Europea. En esta última la democracia se focaliza en los derechos individuales mientras que la “soberanía” se reduce a un constructo legal, porque en realidad no hay independencia económica, ni capacidad ni independencia militar, ni identidad cultural más allá de la adhesión la democracia y los derechos humanos. En el sistema ruso, por el contrario, la democracia es indisociable de la soberanía del demos, que a su vez se identifica con la capacidad real para actuar como nación y como Estado. Algo que, si bien puede recordar al siglo XIX, no deja de inscribirse en una dinámica muy del siglo XXI: la de la revuelta mundial contra la globalización. La “democracia soberana” se plantea en suma como un rechazo de la pax americana, como un modelo para los países deseosos de liberarse de las presiones occidentales y definir así sus propias prioridades, sus ritmos de desarrollo y su jerarquía de valores.
Las concepciones de Surkov pasaron a moldear el discurso de “Rusia Unida”. Un discurso que recupera una serie de temas de larga presencia en la metapolítica de Rusia. En primer lugar la disociación entre Occidente y Europa: el primer concepto incluye a los Estados Unidos, el segundo los excluye. Europa se identifica como un principio intemporal y la europeidad como una identidad, mientras que la Unión Europea es denunciada como una estructura burocrática vacía de legitimidad popular. En palabras de Surkov: “no abandonar Europa, defenderse de Occidente. He ahí el elemento matriz de la construcción de Rusia”.[11]
Otro elemento de la tradición política rusa – soviética en este caso – recuperado por “Rusia Unida” es la reivindicación del internacionalismo, al que paradójicamente se le imprime un giro anti-universalista: el internacionalismo como “unión de nacionalismos” y alternativa a la mundialización. “Rusia está preparada – señala un manual del partido – para asumir su papel de “frontera de civilizaciones””. Un aspecto que enlaza con otra idea, tan intemporal como específicamente rusa: la reivindicación de una misión mundial como “necesidad de política interior, una condición insoslayable para la estabilidad del Estado ruso”.[12] ¿Ecos de la vieja tradición mesiánica?
Autoritarismo plebiscitario
La “democracia soberana” implica sobre todo una idea que Putin expresa en estas palabras: “la época en la que formas de vida prefabricadas podían imponerse sobre los países como si fueran programas de ordenador, ha pasado ya”.[13] Los intentos de “normalizar” Rusia desde el extranjero – ensayados hasta la saciedad en la era Yeltsin – han sido rechazados por la mayoría del pueblo ruso. Lo que subyace en el fondo es una cuestión de soberanía espiritual. Pero la pregunta es: ¿es la “democracia soberana” realmente democrática?
Para el neo-eurasista Alexander Duguin en Rusia “no hay democracia”. Al menos no en el sentido habitual del término. Lo que hay es una sociedad de rasgos tradicionales con una fachada democrática. Una sociedad vertebrada por tendencias “monárquicas”, por el deseo arraigado de una “figura fuerte” al frente del país – al que se percibe como una “gran familia” que requiere un “padre” –, de forma que es el propio pueblo el que “crea las condiciones necesarias para un gobierno autoritario, liquidando así la sustancia de la democracia y devolviendo el poder a las autoridades, representadas por la figura del padre”. Un resultado que, en cualquier caso, no empaña la legitimidad o legalidad democrática del proceso. “Autoritarismo plebiscitario”, lo llama Duguin.[14]
La mayoría de los sondeos independientes realizados en Rusia corroboran esta tesis. Las encuestas sociológicas realizadas en torno a los “valores democráticos” (derecho al voto, división de poderes, competencias del Parlamento, etcétera) concitan indiferencia cuando no hostilidad. Pero lo que sí se plebiscita es la idea de patria, de Estado y de potencia. Ésas son las ideas con las que la población se identifica, los valores que la mayoría quiere ver representados en la Jefatura del Estado.
El Imperio contraataca
Recién caída la Unión Soviética el disidente soviético Alexander Zinoviev había previsto que los Estados Unidos pasarían a la fase siguiente: la “guerra tibia”. Cabe también pensar que, en realidad, la guerra fría no se detuvo nunca.
El período de gracia entre Putin y Occidente tuvo un corto recorrido. “Quien no está con nosotros está contra nosotros” proclamó George Bush tras el 11 de septiembre 2001. Poco amigo de ultimátums, Vladimir Putin se negó a alinearse en 2003 con la invasión norteamericana de Irak. Incluso llegó a amagar con un eje París-Berlín-Moscú. Estaba claro que la era de Yeltsin había pasado. A los ojos del Imperio, Vladimir Putin ya estaba marcado. Episodios como la doma de los oligarcas, el restablecimiento de la “vertical del poder”, la victoria final en Chechenia, el encarcelamiento del oligarca Khodorkovsky y asuntos escabrosos como los asesinatos de la periodista Anna Politovskaya y del espía Alexander Litvinenko sirvieron para alimentar en Occidente el fantasma del ex-agente del KGB, nostálgico de la Unión Soviética. El “mundo libre” había encontrado a su nuevo villano.
En el año 2004 una serie de revueltas “espontáneas” en Georgia y en Ucrania llevaron al poder a los líderes patrocinados por Washington. El instrumento: la “sociedad civil” – ONGs, asociaciones estudiantiles, medios de comunicación – como vehículos del soft power occidental. Las “revoluciones de colores” marcaron el punto de no retorno.[15]
En la conferencia de seguridad de Munich, en febrero 2007, Putin denunció el intento de los Estados Unidos de imponer su modelo económico, político, cultural y educativo sobre al resto del mundo. Las intervenciones militares de los Estados Unidos – afirmaba el Presidente ruso – suponen el entierro del derecho internacional. Y la política americana de cerco hacia Rusia equivale a un nuevo “telón de acero”.
Por primera vez desde el fin de la guerra fría una gran potencia internacional denunciaba el orden mundial americano. Y lo hacía para invocar un nuevo modelo: el multipolarismo. Las máscaras habían caído
Los Estados Unidos intensificaron su ofensiva. En el plano estratégico Washington anunció su intención de desplegar un escudo de defensa antimisiles (ABM) en Polonia y en la República Checa. Oficialmente dirigido contra Irán y Corea del Norte, este despliegue estaba dirigido a romper el equilibrio estratégico con Rusia, poniendo a este país en el disparadero de otra carrera de armamentos. La OTAN, por su parte, anunció su intención de extenderse a Ucrania y a Georgia. Y este último país, confiado en el apoyo incondicional de los Estados Unidos, se lanzó en agosto 2008 a una campaña de limpieza étnica contra el enclave rusófono de Osetia del Sur, lo que motivó una reacción militar de Rusia. La crisis concluyó con la división de Georgia y la segregación de Osetia del Sur y de Abjazia, que se ampararon en el precedente abierto por la OTAN en Kosovo.
En el plano energético los Estados Unidos centraron sus esfuerzos en dificultar el abastecimiento de gas y petróleo ruso hacia Europa, impidiendo así la integración energética del continente. El pulso geopolítica se extendió también a Oriente medio: a la alianza entre Moscú y Teherán Occidente replicó con la desestabilización de Libia y de Siria, aliados tradicionales de Rusia en la zona. Las hostilidades se ramificaban en múltiples direcciones…
Pero a diferencia de épocas anteriores, la guerra del siglo XXI abarca tanto los aspectos político-militares como los culturales. Es lo que el filósofo italiano Constanzo Preve llamaba la “cuarta guerra mundial”, que es ante todo una guerra cultural.[16] Es lo que Alexander Duguin llama “guerras en red” (Network wars), que son ante todo guerras de información. Nos encontramos ante un fenómeno eminentemente postmoderno en cuanto no se rige por la lógica de fuerza de los conflictos “sólidos” – en los que la división amigo-enemigo está bien delimitada – sino que se dirime en el ámbito intangible y “líquido” de las representaciones del mundo. La “cuarta guerra mundial” – decía Preve – es una guerra geopolítica y cultural global encabezada por el imperio mesiánico de los Estados Unidos contra el resto del mundo “rebelde”. Su teatro de operaciones principal es el “poder blando” (soft power): la capacidad de atracción cultural, la penetración en el imaginario del adversario.
Una técnica que el Kremlin se vería obligado a aprender a marchas forzadas.
La revuelta de los privilegiados
En mayo 2008 Vladimir Putin cedió la Presidencia de la Federación a Dmitri Medvediev y pasó a ocupar el cargo de Primer Ministro. Una decisión respetuosa con la letra de la Constitución pero que encerraba también una estrategia para aplacar a Occidente: el “liberal” Medvediev – así se hizo creer – imprimiría un tono occidental a la política rusa. Pero pasados cuatro años Putin anunció que concurriría de nuevo a las elecciones presidenciales. El juego quedó al descubierto y las democracias occidentales se llamaron a engaño. El escenario adecuado para una nueva revolución de colores.
La oleada de protestas desencadenada en Moscú entre diciembre 2011 y mayo 2012 siguió al pie de la letra el guión que tan buenos resultados había dado en Kirguistán, en Georgia y en Ucrania: descalificación –– por “fraudulento”– del proceso electoral, movilización de la “sociedad civil”, cobertura sobredimensionada por los medios occidentales, storytelling de los “indignados” – la “nueva Rusia” frente a las “fuerzas del pasado”, etcétera –, simbolismos coreográficos (la “revolución de la nieve”, los “lazos blancos”), agitación “espontánea” de las redes sociales e histeria “solidaria” de artistas y celebrities. Pero a diferencia de los países anteriores, Rusia no es lugar para revoluciones de diseño. En realidad las movilizaciones de la Plaza Bolotnaya y otros lugares en Moscú – que llegaron a congregar en su mejor momento a unas 80.000 personas – representaban a un porcentaje ínfimo de la población rusa. Desde luego un número bastante más reducido al de las manifestaciones de apoyo a las autoridades. Pero su importancia reside en que fueron las primeras demostraciones de protesta que desafiaban a Putin. ¿Quiénes eran los manifestantes de la plaza Bolotnaya?
La “revolución de la nieve” no fue una consecuencia de las penurias materiales o de las políticas económicas de Putin, sino un resultado de su éxito. Señalan los analistas británicos Fiona Hill y Clifford G. Gaddy que los “revolucionarios” eran “programadores informáticos, ejecutivos, abogados, ingenieros, periodistas y banqueros. Los relativamente privilegiados social y económicamente, no los desfavorecidos. Eran gente que consumía a niveles europeos y que esperaban ser tratados como europeos en todos los aspectos, incluido el político”.[17] Se trataba, en resumen, de la burguesía media y alta criada en la estabilidad del país en 2000-2012. La nueva clase globalizada y consumista. Los aliados objetivos de la guerra cultural de Occidente.
Las protestas de los años 2011-2012 dejaron bien patente que, en el contexto de la guerra cultural global, la despolitización equivale a un suicidio. La batalla por el futuro se juega – en contra de lo que decía Marx y según lo que decía Gramsci – no en la economía sino en la cultura, en el “poder blando” de las ideas.
Las protestas tuvieron otro efecto: el de poner frente a frente a las fuerzas en liza. Estas fuerzas se reúnen – según el análisis realizado por Alexander Duguin – en tres zonas políticas, en “tres Rusias”.
“Rusia 1” es el “sistema Putin” puro y duro: el centrismo patriótico; el compromiso entre nacionalismo y liberalismo; el partido “Rusia Unida” y la “democracia soberana” de Vladimir Surkov; los funcionarios y los conformistas que siempre se adaptan al orden establecido.
“Rusia 2” es la “revuelta de los privilegiados”: la clase alta globalizada que considera que Rusia debe “normalizarse” al gusto occidental.
“Rusia 3” es, según Duguin, el segmento más numeroso y también la gran incógnita, en cuanto que es el menos ideologizado y el menos organizado. “Rusia 3” se mueve por un patriotismo instintivo, por el deseo de un Estado fuerte, por una desconfianza igualmente instintiva ante los experimentos forzados de occidentalización.
El equilibrio entre las tres Rusias, concluye Duguin, tiene los días contados. “Rusia 1” no es viable a la larga, porque el compromiso no equivale, en ningún caso, a la síntesis. Y “Rusia 2” y “Rusia 3” tienden, por su dinámica interna, a exacerbar sus apuestas. Es la dialéctica llamada a radicalizarse: la oposición entre las élites y los nuevos ricos consumistas versus las masas patrióticas y socialmente orientadas.[18]
Y en eso estalló la crisis de Ucrania.
¿De quién será el futuro?
[1] Martin Malia, Russia under western eyes. From the bronze horseman to the Lenin mausoleum. Belknap Press 1999, pag. 412.
[2] http://www.gaceta.es/jose-javier-esparza/putin-mundo
[3] Stephen F. Cohen, Failed Crusade. America and the tragedy of Post-Communist Russia. https://www.nytimes.com/books/first/c/cohen-crusade.html
[4] Stephen F. Cohen, Obra citada.
[5] El Estado de Kosovo, emporio mafioso y narcotraficante, alberga una de las mayores bases militares norteamericanas en el extranjero: Camp Bondsteel, 100 acres de tierra, más de 25 kilómetros de carreteras y una capacidad para 7000 soldados. Un elemento esencial en el despliegue militar norteamericano, con proyección al Este de Europa y a los enclaves americanos en Asia Central y Afganistán. Sobre los dirigentes de Kosovo pesa una investigación judicial por tráfico de órganos extraídos de los prisioneros de guerra serbios.
[6] Zbigniew Brzezinski, The Great Chessboard. American primacy and its geostrategic imperatives. Basic books 1998
[7] Alexander Duguin. Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos 2014. Edición Kindle.
[8] Putin fue elegido Presidente tres veces en primera vuelta: por un 52% en 2000, un 71,2% en 2004, un 63% en 2013. Las estimaciones más fiables de fraude se calculan entre 3 a 5%, un porcentaje insuficiente como para influir en el resultado final (Frédéric Pons: Poutine, Calmann-Levy 2014, Edición Kindle). Según las encuestas del independiente Centro Levada, entre 2006 y 2013, un 60-80% de la población rusa se declaraba generalmente satisfecha con la gestión de Putin. En junio 2015 el porcentaje subió a un 89%, en el contexto de la crisis en Ucrania.
[9] Así lo afirma Alexander Duguin en: Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the right.Arktos 2014. Kindle Edition.
[10] Vladislav Yuryevich Surkov (n. 1964) ocupó el cargo de Primer Vicepresidente de la Administración Presidencial entre 1999-2011. Entre 2011-2013 ocupó el cargo de Viceprimer Ministro de la Federación.
[11] Citado en Marlène Laruelle, Le Nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre. L'Oeuvre Editions 2010, pags 232-237.
[12] Marlène Laruelle, Obra citada, pag 237.
[13] Vladimir Putin, Discurso en el Foro Internacional de Valdai, 19-Septiembre 2013.
[14]Alexander Duguin, Obra citada.
[15] El apoyo a las “revoluciones de colores” es dirigido desde Estados Unidos por la Association Project on Transitional Democraties, cuyo Presidente es nombrado por la Casa Blanca y trabaja en contacto con la CIA. Las fuentes financieras estatales son la agencia de cooperación norteamericana (USAID) de la que depende el National Endowment for Democracy (NED) que a su vez financia a las agencias de acción exterior de los Partidos Demócrata (NDI) y Republicano (IRI). Entre las fuentes no estatales destacan la Fundación Soros (Open Society Institute) y la Freedom House. La llamada “sociedad civil” (básicamente, las ONGs y los medios de comunicación prooccidentales) es financiada por estos organismos, que controlan también la logística y las estrategias de protesta. (Fuente: Aymeric Chauprade, Chronique du Choc des civilisations. Chronique Éditions 2013.
[16] Constanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale. Éditions Astrée 2013.
[17] Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings Institution Press 2013, Kindle Edition.
[18] Alexander Duguin, Obra citada.
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