La
versión materialista de la conciencia supone que ésta es algo así como
la fortuita cereza en el pastel de la evolución material, un epifenómeno
de la complejidad que azarosamente produce cerebros hiperconectados que
se preguntan sobre el origen del cosmos, construyen catedrales y
formulan ecuaciones matemáticas. Aunque la misma ciencia reconoce que
explicar la conciencia es problemático y por el momento irresoluble (se
le llama simplemente el “problema duro”), se decanta marcadamente a
considerar que la conciencia es algo extremadamente raro, la punta de
lanza del cosmos: somos nosotros, la crema y nata intelectual, islas de
luz mental en el frío e irreflexivo espacio cósmico. El hombre que se
piensa a sí mismo es un ser único (desoladoramente inteligente) que ha
vencido a la entropía ayudado por la ciega marcha de la complejificación
de la materia, por un tirada de dados (desdiosados).
Algunos científicos, sin
embargo, se maravillan de lo extremadamente improbable que es el
surgimiento no sólo de un ser inteligente sino de planetas, estrellas y
elementos estables, de que hubiera podido nacer la vida y que se
erigiera el relativo orden del universo sobre el caos. A esto se le
conoce como el principio antrópico y sugiere que tal vez las leyes del
universo están milimétricamente ajustadas (fine-tuned) para que la vida y toda su procesión de seres y procesos sea posible. Un ejemplo de esto es la núcleosíntesis de las estrellas que produce elementos pesados: para
que se produjera el carbono de un mar inestable de helio e hidrógeno, a
enormes temperaturas, la ventana de energía cinética necesaria es
mínima (y estadísticamente improbable) y sin embargo se mantiene en el
rango justo que permite la creación de los átomos que son el fundamento
de la vida. ¿En el universo –como en un casino–, la vida, la casa, tiene
las de ganar? ¿Los números de la lotería cósmica están arreglados?
En
contraste con la visión materialista, los grandes sistemas filosóficos
de Oriente han considerado siempre que la conciencia humana es sólo una
extensión de la conciencia del universo, que permea el espacio ya sea
como manifestación explícita o en estado latente, la larva perpetua de
la cual somos ocasionales crisálidas. Esta misma idea también se
encuentra en el origen de la filosofía occidental, en Platón y muchos
otros filósofos griegos. Dice Platón en el Timeo que el cosmos
es un animal divino, y en su totalidad un ser inteligible. El ser humano
como animal o alma individual participa en el alma del mundo. Toda la
ciencia humana, su logos (su razón y medida) es una irradiación y una
asimilación del Logos primordial que arquetípicamente dio forma al
universo y que magnetiza al alma racional del ser humano a regresar a
casa, a la región pura de las ideas y las formas, a la eternidad. (En
esto podemos encontrar cierta coincidencia con la visión de algunos
físicos de que las matemáticas existen en una especie de suspensión
eterna, fuera del tiempo y el espacio, y que la mente humana sólo
descubre estos patrones, que in-forman nuestra realidad). Bajo
esta perspectiva, se desdobla el argumento de que no es que seamos
capaces de inteligir el universo por una coincidencia azarosa, sino que
estamos construidos para conocer el universo y aprehender sus leyes y el
universo mismo está hecho para producir inteligencia, para revelarse a
sí mismo. No sería: “Inteligencia: soledad en llamas”, como escribió el
poeta José Gorostiza, sino más bien la inteligencia como el llamado
seminal a reconocerse parte de una congregación cósmica, el imán en el
fragmento, la llama ubicua del pensamiento-espejo.
Heráclito,
quizás el primer psicólogo, dice en sus famosos fragmentos: “Habiendo
escuchando, no a mí, sino al logos, es sabio convenir que todas las
cosas son uno”, y también: “Si vas a los límites del alma, no los
encontrarías, aunque recorras todo camino: tan profundo es su logos”.
Encontramos una identidad entre la naturaleza (la física), el logos (la
medida) y el alma (la psique). Enrique Hülsz Piccone, en un ensayo sobre “psique y logos”, explica así estos fragmentos:
Resulta
importante, así, su aparente afinidad con physis, que anticipa el
“orden universal” (kosmos, cf. B30), la “ley” (nomos, cf. B114) cósmica,
y la “proporción” y “medida” (B31b) de la realidad toda.
James
Hillman, quien atribuye a Heráclito el título del primer exponente de
la psicología profunda, introduce un concepto ecopsicológico, cercano al
panpsiquismo de la antigüedad:
Cuando
cambian las nociones de lo que es el ambiente, vemos el ambiente
diferente. Se vuelve más difícil hacer una clara división entre psique y
mundo, sujeto y objeto, aquí adentro y allá afuera. Ya no puedo estar
seguro si mi psique está en mí o si yo estoy en mi psique.
En
esta misma veta pagana integral, con ecos del renacimiento de Gaia y de
la noósfera planetaria, antes que Lovelock o que Teilhard de Chardin,
Rilke, en su Libro de las horas, había dicho: “Si nos rindiéramos a la inteligencia de la tierra emergeríamos enraizados, como árboles”.
En su libro titulado, muy ad hoc, Cosmos y psique,
el historiador Richard Tarnas retoma esta cuestión sobre la identidad
entre la psique y el mundo y la posible participación en un mismo caudal
de inteligencia:
¿No
es más probable que la inteligencia humana, en toda su brillantez
creativa, sea en última instancia la inteligencia del cosmos, que
expresa su brillantez creativa? ¿Y que la imaginación humana se base en
última instancia en la imaginación cósmica? ¿Y, por último, que este
espíritu, inteligencia e imaginación, en su amplificación, vivan en
nosotros y actúen a través del ser humano reflexivo, que haría las veces
de recipiente único y encarnación del cosmos: creativo, impredecible,
falible, autotrascendente, desarrollo del todo, integrante del todo y a
la vez incluso esencial al todo?
Con Tarnas y con Hillman podemos sugerir un axioma: el cosmos es la psique externa; la psique es el cosmos interno. En este breve podcast de Cadena Áurea,
el filósofo Ernesto Priani comenta sobre la frase de Tarnas y llama a
considerar esta posibilidad, sobre todo a través de la imaginación, que
parece articular el mundo intelectual cósmico con el mundo de los
sentidos, vincula y sirve de interfase entre las ideas y los procesos
creativos y la psique humana.
Nuestra
conciencia fragmentaria tiende a querer ubicar y restringir las cosas a
un espacio cerrado, separado del mundo. Hablamos de un asiento de la
conciencia, de una ubicación específica del alma, de una reducida
geografía de la razón, pero, ¿no sería concebible que la inteligencia
estuviera en todas partes, que su causa y origen sea el espacio mismo,
la totalidad implicada, el océano emergente, lo que los físicos llaman
la espuma cuántica o esa energía del punto cero cuyas fluctuaciones
cuánticas podrían ser la elusiva sustancia de la conciencia en su paso hacia la materia? La conciencia como ese “círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”, como dijera Nicolás de Cusa. A lo que comenta Federico González:
Cualquier
punto de la circunferencia, al transformarse en centro, todo lo abarca.
Y cualquier punto de este círculo, o sistema, lleva en forma inherente,
constitutiva, esa misma posibilidad. La unión de contrarios ha dado
lugar a la simultaneidad de lo que ya no se diferencia. Todo está en
todo, y todo en uno.
Por último, parece apropiado –como un anillo (de Mercurio) en el dedo– citar el Poimandres, el texto nodal del Corpus Hermeticum (versión de Xavier Renau). Hermes Trismegisto narra la visión que le provocó Poimandres, el pastor de hombres, el Logos:
Poimandres me preguntó entonces: “Has comprendido lo que significa esta visión?”.
“Llegaré a comprenderla”, respondí.
“Pues
escucha”, siguió,”aquella luz soy yo, el Pensamiento, tu Dios, el que
existe antes de la naturaleza húmeda surgida de la oscuridad, y la
luminosa Palabra surgida del Pensamiento es el Hijo de Dios”.
“¿Cómo puedo entender eso?”, pregunté.
“Considéralo
de este modo: lo que en ti ve y oye es la palabra del Señor, y tu
pensamiento es Dios padre. Son indisociables uno de otro y su unión es
la vida”.
“Te estoy agradecido”, le dije.
“Centra, pues, tu atención en esa luz y accede así a su conocimiento”.
En
otras palabras la visión de Hermes de la Luz del Logos, del Dragón de
la Inteligencia, es la visión de su propia inteligencia, de su propia
razón que se mueve en el espacio, hacia la creación, hacia la vida,
hacia la Tierra. Y toda luz que ilumina es esa misma primera luz que
dividió las aguas, esa misma palabra creadora. Todo conocimiento es
autoconocimiento. No hay dos yos en el universo. La división entre sujeto y objeto es una ilusión temporal.
El filósofo hermético francés Rene Schwaller de Lubicz explica:
Llamó
a esta forma “conocimiento innato”; corresponde a una cierta manera de
ver que tenían los antiguos filósofos griegos, particularmente Herón de
Alejandría. Reconocían que inscrito en el alma estaba el conocimiento
universal que el objeto exterior despierta a través de los sentidos.
Quizás
los mejores y más impersonales de nuestros pensamientos piensan con la
mente universal. Quizás está al alcance de nosotros, en la profundidad
más íntima de nuestra identidad, la herramienta del nous
divino. Y tal vez algún día descubramos que siempre habíamos tenido los
más potentes telescopios y microscopios en nuestra intuición y en
nuestra imaginación, y podremos ver no sólo las estrellas y las galaxias
a distancias astronómicas, sino las leyes y las esencias de las
estrellas y los hombres y la gran red de analogías que los une.
Twitter del autor: @alepholo
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