viernes, 19 de febrero de 2016

EMIGRACIÓN, BIOPOLÍTICA Y ECONOMÍA

EMIGRACIÓN, BIOPOLÍTICA Y ECONOMÍA




Económicamente, lo decisivo son los seres humanos, muy por delante del petróleo, las materias, primas, el agua, la tecnología, etc. Por eso, el Estado tiene como una de sus principales tareas el garantizar el suministro de sujetos explotables a la clase gran-propietaria. Esa regulación total de la mano de obra, desde la sexualidad, concepción y crianza al acto de trabajo, jubilación y fallecimiento, es la biopolítica, o política estatal para los factores biológicos primarios del quehacer productivo.

         Bajo el régimen esclavista antiguo, por ejemplo en Roma, el Estado obtenía una parte conspicua de los productores en las guerras de conquistas. La captura de prisioneros era mucho más importante que la de metales preciosos y bienes consumibles. El régimen salarial del actual capitalismo mundializado, que en poco se diferencia de la esclavitud, no necesita aprisionar mano de obra allende las fronteras pues ésta viene por sí misma. Llega sin ningún coste adicional, no sólo habiendo sufragado sus gastos de crianza sino también los de traslado. Esto es tan portentoso que pasmaría a los viejos esclavistas cazapersonas de los tiempos de Augusto, Abd al-Rahman III o los negreros -blancos y negros- del siglo XVIII.

         La causa inmediata está en la revolución de los transportes, de los medios de comunicación y de los sistemas de adoctrinamiento que ha tenido lugar tras la II Guerra Mundial. Ello permite que millones de personas cada año abandonen los países pobres para ir a trabajar a los ricos, no sólo en EEUU y la UE sino también en las petromonarquías teofascistas islámicas, etc. Por tanto, los países receptores están hoy menos interesados en producir su propia mano de obra, quehacer siempre gravoso, que en captar trabajadores de fuera, con una inversión en crianza y transporte… ¡cero!

         Examinemos el caso de España. Ha recibido unos 6 millones de emigrantes productivos en los últimos 20 años. Si aceptamos que criar la mano de obra autóctona cuesta unos 3.000 euros anuales por persona durante 20 años, concluimos que lo ahorrado (y por tanto, capitalizado) por cada inmigrante es de 60.000 euros. Para los 6 millones el total de lo ingresado es de 360.000 millones, aporte fabuloso que mide la cantidad de riqueza real transferida gratuita y unilateralmente desde los países pobres a un país imperialista llamado España. Pero esto es sólo el principio, pues los beneficios que el par ente estatal-clase empresarial extrae de la inmigración masiva son muchos más.

         La gran afluencia de emigrados, como expone un economista de la derecha española frotándose las manos de gozo, ha dinamizado el mercado de la vivienda, expandido los mercados de alimentos, automóviles, combustibles, tabaco, diversiones, móviles, “servicios sexuales”, informática, etc., y relanzado el negocio bancario, al hacer crecer préstamos, hipotecas, transferencias y otros. Al mismo tiempo, los ingresos del Estado por la tributación (IVA, ITPF, etc.) “crecieron fortísimamente”, lo mismo que los de la caja de la Seguridad Social.

         Gracias a la inmigración, que percibe salarios más bajos, se mantiene la agricultura (sin ella los precios de los alimentos serían 3-4 veces superiores a los actuales), numerosos servicios, ciertos sectores industriales, etc. La conclusión es que aciertan quienes definen a la inmigración como “el negocio del milenio”. De ella proviene una parte decisiva de la plusvalía que se acumula en el capitalismo español.

         Hay más. Los inmigrantes, al enviar remesas de dinero a sus lugares de origen favorecen la implantación de la banca occidental en ellos, que alcanza una penetración difícil de lograr de otro modo. Aquellas enormes sumas monetarias, al circular por los países pobres, contribuyen a desintegrar la economía local, llevando a la decadencia a la agricultura de autoabastecimiento, la artesanía y la pequeña industria, promoviendo el paro, el régimen de monocultivo y monoproducción, la desestructuración social, la pobreza, la prostitución y el militarismo. Sin duda, la monetización y bancarización de las economías de aquéllos es uno de los grandes logros del capitalismo en toda su historia. Así está triunfando el capitalismo globalizado.

         El fenómeno migratorio hace más ricos a los países ricos y más pobres, sobre todo en términos relativos pero también absolutos, a los emisores de mano de obra. Dicha sobre-explotación toma formas singulares, por ejemplo, con las mujeres, reducidas a hembras de cría engendradoras de quienes luego han de ser exportados. Así pues, la “liberación” por el trabajo asalariado de las féminas de los países punteros se sustenta en el expolio de las mujeres de los países pobres.

Éstos se degradan a poco más que granjas de crianza de seres humanos para su envío al exterior. Tal es hoy el principal negocio de muchos de ellos (Marruecos, Ecuador, etc.). De la riqueza creada por el tráfico de los nuevos esclavos asalariados se benefician extraordinariamente las oligarquías locales del Tercer Mundo, aliadas en todo y a menudo económicamente fusionadas con el capitalismo y el imperialismo occidental.

         Para mantener el flujo de emigrantes a coste cero, los Estados potentes se sirven del aleccionamiento de las masas de los países más débiles en el “modo de vida occidental”, a través de la televisión, el cine, la acción de las ONGs, el clero, los partidos políticos, Internet, etc. Al mismo tiempo, evitan que haya una “excesiva” creación de puestos de trabajo en estos últimos, lo que perpetúa su subdesarrollo. Y si todo ello no es suficiente, se valen de atroces guerras internas para expulsar mano de obra, como en Siria, de la que se beneficia sobre todo Alemania, que desde 2003 está perdiendo población al tener más muertes que nacimientos por causa de una biopolítica brutal, represora de la libertad de las mujeres alemanas para ser madres.

         Así pues, la emigración, en tanto que hecho sociológico y económico, es muy negativa para las clases populares de los países ricos y de los países pobres, aunque extraordinariamente beneficiosa para las elites económicas de unos y otros. Concentra la propiedad ampliando las diferencias y desigualdades sociales, al fomentar la acumulación del capital, además del fortalecimiento dinerario del ente estatal. Con ella el imperialismo occidental se expande. Los efectos en el todo de nuestras vidas, y no sólo en la economía, serán tratados de nuevo en artículos posteriores.

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