El espectro sangriento de una presidencia de Clinton se cierne sobre la escena mundial
por P.T. Carlo
-El verano de 2016 está demostrando ser decisivo tanto en los Estados
Unidos como en el resto del mundo. Las largas sombras actualmente
proyectadas contra el muro de la historia pronto se transformarán en su
forma completa el próximo noviembre, cuando la contienda presidencial se
decida finalmente. Siendo la más larga y siniestra el ascenso de
Hillary Clinton al cargo de Presidente de los Estados Unidos de América.
La mayoría de los estadounidenses son
instintivamente conscientes de ello, y es este instinto el que ha hecho
que los porcentajes desfavorables a Hillary Clinton se eleven a niveles históricos.
Esta aversión anti-Clinton nace tanto de la experiencia como de la
intuición, ya que los estadounidenses tienen vivo el recuerdo de la
presidencia de su marido y asumen, con razón, que una segunda
presidencia Clinton repetiría todos los vicios de la primera, pero sin
ninguna de sus virtudes.
De hecho, la década de 1990 todavía ocupa un lugar
preponderante en la imaginación de la mayoría de los seguidores de
Clinton. Los años 90 representan una época de relativa prosperidad
económica y de dominio geopolítico en el imaginario colectivo
estadounidense. Las relaciones raciales, aunque inflamadas brevemente
durante los disturbios de Los Ángeles de 1992, se mantuvieron
relativamente plácidas para los estándares de la historia de EE.UU., y
con la caída de la URSS, los Estados Unidos se convirtieron en una
incuestionable hegemón global. Un hegemón que poseía
libertad perfecta para golpear a sus enemigos, tanto reales como
imaginarios, con casi total impunidad a través del globo. Como los
pueblos de Serbia e Irak aprendieron, demasiado bien, a través de una
experiencia horrible. En este sentido, al menos, los años 90 fueron
buenos tiempos para los Clinton y sus compañeros de viaje neo-liberales.
Quienes se habían convencido a sí mismos, junto con gran parte de la
población de los Estados Unidos, de que habían entrado finalmente en el
profetizado “fin de la historia” de Francis Fukuyama.
Aunque Donald Trump promete “hacer grande a
Estados Unidos de nuevo” su retórica recuerda, no los amados 90 de los
Clinton, sino más bien la década de 1953-1963, el tiempo entre la guerra
de Corea y el asesinato de John F. Kennedy. Una era de prosperidad de
la clase media y de expansión industrial, cuando el bien pagado trabajo
industrial permitió a los trabajadores no cualificados alcanzar el
“sueño americano” de tranquilidad y confort económico suburbano. Una era
de baja criminalidad y un objetivo común. Una época en la que un
presidente amado soñaba por primera vez con un hombre en la luna, y las
portadas de las revistas como Popular Mechanics exhibían
grandes visiones de un futuro dominado por las maravillas y las
comodidades de la tecnología estadounidense. Aunque, por supuesto,
profundamente materialista y filistea en su naturaleza (y por tanto,
genuinamente norteamericana), es una visión que sigue siendo muy
distinta de las visiones violentas, patológicas, soñadas por los Clinton
y sus asociados.
En contraste con la mirada hacia adentro, con la
síntesis populista-nacionalista de Trump, Clinton ofrece a los
estadounidenses lo que es quizás la más completa pura versión del
neoliberalismo, todavía presentado dentro de un escenario político
nacional. Y que consiste tanto en un apoyo sin complejos a la
explotación capitalista internacional del trabajo, como en una
dedicación virulenta a la continuidad del predominio geopolítico
unipolar del floreciente imperio de los Estados Unidos. Su objetivo
explícito no es simplemente permitir que sus propios ciudadanos vivan
una buena vida de hedonismo sin inhibiciones, sin raíces (el American Dream), sino también imponer este concepto de “la buena vida” al resto del mundo.
Este programa universal, imperialista, de
explotación y dominación es el objetivo explícito de la ideología del
neoliberalismo, cuya causa parecerá aún más urgente a una Hillary
Clinton recién elegida y poderosa. Ella entonces tendrá que enfrentar la
realidad de un país dividido en casa, y de un orden mundial neoliberal
que declina rápidamente en el extranjero. Ya que Rusia, China, Irán y
otros, comienzan a empujar contra el reino del imperialismo cultural
conducido por los EE.UU..
Una más cautelosa presidencia Trump probablemente
abordaría la situación con una buena dosis de pragmatismo, dejando que
el momento de hegemonía unipolar de los Estados Unidos se desvanezca de
forma natural, según el mundo se desplaza lentamente hacia un más
orgánico y sostenible estado de multipolaridad.
Por supuesto, no puede decirse lo mismo, sin
embargo, para el camino que llevaría una potencial administración
Clinton. Clinton no tendrá más remedio que desperdiciar todas sus
energías detrás de una estridente defensa de último recurso del Imperio
americano, tanto en sus manifestaciones físicas, culturales, como
psicológicas.
Aunque ridiculizada por sus detractores como un
peligroso halcón impulsado por la ideología en la política exterior, y
elogiada por sus devotos como una mano estable y experimentada que posee
considerable perspicacia analítica, la verdad es que, en realidad,
ambas evaluaciones son correctas. Es importante tener en cuenta, sin
embargo, que para Hillary Clinton ésta última actúa simplemente como un
barniz para la primera. Su visión estratégica, por potente que sea,
permanece simplemente al servicio de las poderosas fuerzas ctónicas que
impulsan su dañada psique. A pesar de las apariencias en contrario, en
su más pura esencia, sigue siendo una verdadera fanática.
Cuando uno mira hacia atrás la trayectoria de su
carrera política, no es difícil percibir ésta como una serie de
movimientos cuidadosamente calculados que servían sólo para acercarla
continuamente un poco más cerca de capturar la presidencia y el poder
último que ofrece. Si bien esto no es exactamente un análisis original,
todavía es sorprendente e instructivo contemplar la longitud
verdaderamente extraña, y la magnitud de la ambición que le ha impulsado
hasta aquí. El galanteo de su marido, que se ha convertido en una
leyenda en los Estados Unidos y se ha traducido en al menos una
reclamación grave de asalto sexual, era, obviamente, conocido por ella
desde el principio de su relación. Su aparente ambivalencia (si no la
abierta aprobación) con respecto al comportamiento de su marido, es
igualmente un secreto a voces y ha contribuido, al menos en parte, a los
constantes rumores con respecto a su potencial homosexualidad.
Independientemente de estos rumores, es del todo
justo afirmar que Clinton, independientemente de si ella es lesbiana
practicante, es al menos una funcional. Su personaje proyectado, desde
los trajes de pantalón andróginos a su abierto desprecio hacia los
papeles femeninos tradicionales de esposa y madre, junto con una
devoción fanática a la causa de los “derechos humanos” universales LGBT,
es una emulación casi exacta de la estética y sensibilidad de una
lesbiana machorra. Se trata de una imitación directa de las concepciones
occidentales de la masculinidad corporativa reconceptualizadas a través
de la casa de los espejos de la ideología feminista de 1970. Esto es
ese lesbianismo críptico, que sirve como andamiaje ideológico primario
para el pensamiento y la acción de Clinton. Una ideología que es
impulsada casi exclusivamente por un profundo resentimiento hacia todos
aquellos que no vienen a confirmar sus principios.
Este es el resentimiento que sirve de motivación
para todos sus esfuerzos, tanto en el pasado como en el futuro. Una vez
que Clinton se asegure los plenos poderes de la presidencia de EE.UU.,
tendrá entonces la última herramienta con la que hacer la guerra contra
los que percibe como sus torturadores, es decir, todos aquellos que no
afirman de buen grado sus particularmente desviadas inclinaciones
ideológicas.
Esta campaña de venganza será librada en dos
frentes separados, uno exterior y otro doméstico, y buscará un
sometimiento absoluto o la erradicación de sus supuestos enemigos.
En el frente exterior, Clinton buscará de
inmediato restablecer el dominio de EE.UU. sobre las tres regiones
principales del conflicto geopolítico moderno: el Gran Oriente Medio, el
Mar del Sur de China, y Europa, con un enfoque especial en someter a la
Federación de Rusia
La primera acción que debe adoptar un futuro
gobierno de Clinton será un reinicio inmediato de la política de EE.UU.
en Siria. Esta intención ya se ha expresado y publicitado de forma
explícita en la prensa internacional,
y marcará una ruptura con el enfoque previo, más pragmático, de la
administración Obama. Siria fue una guerra en la que Obama nunca estuvo
particularmente interesado, y en la que se implicó sólo después de una
intensa presión de sus asesores (por ejemplo, la entonces Secretaria de
Estado, Hillary Clinton, y Victoria Nuland). Aunque Obama, por supuesto,
hubiera favorecido una solución que diese lugar a la sustitución de
Assad por un régimen títere maleable que fuera amigo de las ambiciones
estadounidenses y sionistas en la región. Sus mejores instintos lo
llevaron a evitar el enfoque anti-Assad más extremo, defendido por los
miembros de la línea más dura de su gabinete.
La estratagema de Clinton será directamente la
inversa del enfoque más tolerante de Obama hacia Assad. Para Clinton,
destruir a Assad, y por extensión, a los millones de inocentes que su
gobierno protege contra el terrorismo yihadista, representa una triple
oportunidad. Permitiéndole lograr un golpe directo simultáneamente
contra los intereses iraníes y rusos en la región, a la vez que
apaciguar a sus partidarios sionistas. Por lo tanto, esto se convertirá
en una prioridad inmediata para su administración.
Lo más probable es que esta política tome la forma
de un diluvio de armamentos avanzados a los islamistas sirios
actualmente en guerra con el gobierno de Assad, incluyendo
potencialmente a Jabhat Al Nusra, cuya reciente separación de Al-Qaeda
probablemente hará que sea un tentador aliado potencial en la nueva
cruzada contra Assad.
Además de este nuevo flujo de armas, se intentará
establecer una “zona de exclusión aérea” sobre Siria, con el propósito
expreso de denigrar la capacidad del gobierno sirio para defender a su
pueblo de los terroristas islamistas. Cómo se logrará esto todavía no
está claro, ya que con la presencia de los militares rusos se presenta
como un reto especialmente difícil. Sin embargo, una provocación de
EE.UU. buscando una guerra abierta no está del todo fuera de la
cuestión. Sobre todo porque un gobierno de Clinton puede ver a Siria
como un teatro que, dada la superioridad de EE.UU. en la proyección de
poder, permitiría potencialmente una victoria aparentemente fácil sobre
las fuerzas rusas y sirias.
Todo dependerá de las acciones del gobierno ruso,
ya sea que decida redoblar la apuesta sobre su aliado, o rendirse a la
intimidación de EE.UU., así como también la disposición de Turquía. En
este sentido, el reciente intento de golpe de estado puede servir como
una bendición disfrazada, ya que es bien sabido que, si no
explícitamente planeado por la CIA, el intento de golpe fue por lo menos
tácitamente aprobado por el gobierno de Obama. Estos factores tendrán
un gran peso en la mente del presidente Erdogan, siempre y cuando se
haga una solicitud para utilizar las bases aéreas turcas para hacer
cumplir una zona de exclusión aérea en Siria.
El segundo teatro, que servirá como prioridad a
medio plazo, será un nuevo intento de aislar aún más y debilitar a la
Federación Rusa. Esto implicará dos nuevos despliegues de fuerzas y
equipos militares estadounidenses, tanto en los estados del Báltico como
en el este de Ucrania. Todo el peso del poder de EE.UU. será utilizado
para reavivar un conflicto en la región del Donbass, que se justificará
bajo el pretexto de restaurar la “integridad territorial” de la Junta de
Ucrania. Esto permitirá a los EE.UU. continuar con su cerco a Rusia, a
la vez que el sangrado de los recursos. Esto hará a Rusia, eso esperan
los EE.UU., más vulnerable a largo plazo a un cambio de régimen hostil,
financiado por EE.UU., que será llevado a cabo por la Quinta Columna
atlantista dentro de Rusia.
El tercer teatro, que servirá como prioridad a
largo plazo, será intentar contener a China respecto a hacer valer su
soberanía en el Mar del Sur de China y la isla de Taiwán. Esta será, con
mucho, la más difícil tarea a la que hará frente una potencial
administración Clinton. China poseerá una clara ventaja militar sobre
las fuerzas de Estados Unidos en la región, debido a sus avanzadas
capacidades anti-aéreas, que le permitirán neutralizar de manera
efectiva la principal herramienta de proyección de poder EE.UU.: el
portaaviones. El curso exacto que tomaría un gobierno de Clinton en un
posible enfrentamiento con China todavía no está claro, pero dadas sus
tendencias pasadas, no sería exagerado asumir una elección por la
confrontación antes que por el acuerdo.
Las políticas internas de Clinton serán igualmente
imprudentes y agresivas. Se centrarán principalmente en acabar con
cualquier disidencia a su dominio, ya sea a la izquierda o a la derecha.
Esto no debería ser una tarea difícil, ya que la gran mayoría de las
élites de los medios de comunicación en Estados Unidos son partidarios
abiertos de su ideología. Estas élites estarán en un estado
particularmente malhumorado después de las elecciones, ya que han
llegado a considerar a Trump, y especialmente a sus seguidores, como una
amenaza mortal para la continuidad de su hegemonía. Una victoria de
Clinton les daría entonces el pretexto que necesitan para comenzar a
castigar y marginar al electorado de Trump, al que tan profundamente
desprecian.
Esto implicará no sólo purgas formales de
periodistas y académicos (lo que ya se ha convertido en algo habitual en
los EE.UU.), sino también un nuevo impulso para socavar aún más lo que
queda de la clase media norteamericana, así como la continuación en la
promoción de la intrínsecamente violenta ideología LGBT sobre los niños
de norteamérica.
No hace falta decir que los disidentes sufrirán
mucho bajo un régimen de Clinton. Aquellos que se oponen a las acciones
más agresivas de los Estados Unidos en todo el mundo serán tratados como
rayanos en la traición. Otros que se oponen a la normalización de la
sodomía y de otras desviaciones relacionadas, tales como el transgénero,
serán etiquetados como intolerantes y sufrirán consecuencias
económicas, ya que serán obligados a abandonar sus puestos de trabajo
con el pretexto de crear “entornos de trabajo seguros”.
La exención de impuestos para las escuelas de
afiliación religiosa y las organizaciones sin fines de lucro puede
revocarse si están en desacuerdo en adherirse a las leyes contra la
discriminación que requerirán la afirmación de la ideología LGBT.
Los efectos más transformadores se harán sentir en
el nivel de la educación, ya que se promulgarán nuevas normas (que ya
se están aplicando en muchos municipios) en todo el país. Desde el nivel
de jardín de infancia en adelante, se requerirá que los niños sean
sometidos a un adoctrinamiento a fondo, tanto sobre la legitimidad de
las estructuras de “familia” sodomitas, como sobre la “realidad” del
concepto de incertidumbre de género. El impulso a la normalización del
transgénero entre los niños ya está en aumento en los Estados Unidos,
con la aprobación tácita del gobierno de Obama. Esto continuará y se
acelerará mucho bajo la presidencia de Clinton, comenzando el proceso
con niños tan jóvenes como los que tienen 8 años de edad. La mutilación
genital de los niños se convertirá en una parte normal de la vida bajo
el gobierno de Clinton en la Nortemérica del siglo XXI.
Los pogromos ideológicos dictados sobre la
población estadounidense servirán también como pretexto para las
ambiciones geopolíticas de Clinton. La teoría LGBT se convertirá en la
exportación ideológica principal de los Estados Unidos en el siglo XXI,
más aún que en la actualidad.
Como remarcó
el vicepresidente de los EE.UU., Joe Biden, a un grupo de activistas de
los derechos sodomitas en una reunión de 2014: “No me importa cuál es
su cultura… la inhumanidad es la inhumanidad, es la inhumanidad. El
prejuicio es el prejuicio, es el prejuicio … hay un precio a pagar por
ser inhumano”. El mensaje no podía haber sido más claro: someterse a los
programas sociales degenerados del Imperio estadounidense, o estar
dispuestos a pagar el precio.
No es casualidad entonces que la adopción por
parte de la Federación Rusa de leyes destinadas a prevenir la
propagación de la propaganda sodomita dentro de sus propias fronteras
soberanas, fuera recibida con tal fanatismo estridente desde el
Departamento de Estado de EE.UU.. No es en absoluto descabellado intuir
que este solo hecho provocara que la administración de Obama cambiara su
percepción global de Rusia. Desde la de un rival amistoso que podría
ser “administrado” y con el que potencialmente trabajar en cuestiones
geopolíticas importantes, a la de un enemigo mortal que ha de ser
destruido a toda prisa y con vigor.
De hecho, Clinton incluso se jactó en una entrevista
de que había “acabado a gritos con altos funcionarios rusos” respecto a
las leyes, y declaró que algunos países “sólo tienen que ser traídos”
al tema. Puesto bajo cualquier tipo de perspectiva histórica, este es un
comportamiento verdaderamente extraño para el máximo diplomático de una
nación, sobre todo en lo que respecta a una preocupación tan
aparentemente trivial. Este comportamiento sólo puede explicarse
suponiendo que ella tiene una profunda e irracional inversión en el
tema.
Nigeria, Irán y Arabia Saudita, así como varios
países de Asia y África, tienen leyes relativas a los homosexuales que
son mucho más draconianas que las más permisivas de Rusia. Rusia sigue
siendo sistemáticamente identificada como una peligrosa guarida de
intolerancia y de atraso por los diversos medios de propaganda del
Imperio neoliberal.
Esto puede parecer desconcertante al principio
hasta que uno reconoce el profundo simbolismo contenido en la postura de
Rusia. Al elegir adherirse a la moral tradicional de la cristiandad
histórica, se presenta como una alternativa de civilización directa al
modelo atlantista. Su ejemplo es particularmente potente, debido a la
condición de Rusia como potencia históricamente tanto europea como
cristiana, de una manera que, simplemente, los países africanos, de
Oriente Medio o Asia oriental no son. Es por esto que las acciones de
Rusia son vistas como tan profundamente peligrosas para el orden
atlantista, ya que es el único de los actores mundiales capaz de
proporcionar una alternativa civilizacional al neoliberalismo que pueda
resonar en los disidentes simpatizantes en Occidente.
Es por esta razón que el acto de desafío abierto
de Rusia se percibe en Washington nada menos que como un acto de
violencia directo contra el orden atlantista. Porque en un mundo donde,
como Clinton afirmó en su discurso de 2011,
“los derechos de los homosexuales son derechos humanos y los derechos
humanos son derechos de los homosexuales”, la existencia misma de Rusia
se convierte en una amenaza existencial inaceptable para el Imperio
globalista.
Si Clinton triunfa en las elecciones de noviembre,
como parece muy posible, el mundo se convertirá en un lugar
increíblemente peligroso para todos los que se opongan a sus designios
de dominación global. La coronación de Clinton señalará el inicio de una
nueva era de sangre, el terror e intimidación que sólo puede terminar,
ya sea en la victoria completa del totalitarismo atlantista, o en su
destrucción final. Oremos todos juntos fervientemente para que sea esto
último.
Fuente: Katehon.
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