viernes, 29 de marzo de 2013

La maldición del Liceo


El Gran Teatro del Liceo de Barcelona es uno de los templos operísticos más importantes del mundo. En su más de siglo y medio de existencia su escenario ha sido pisado por los más afamados divos del bel canto y la burguesía lo convirtió en centro de reunión para sus encuentros; pero entre todo ese esplendor se han intercalado una serie de fatalidades que han fertilizado la creencia de que el Liceo es víctima de una siniestra maldición. ¿Maldición o infortunio? ¿Casualidad o causalidad? Que cada cual saque sus propias conclusiones.
En 1662 los Monjes Trinitarios Descalzos levantaron el Convento de la Mare de Deu de la Bona Nova en un terreno de escaso valor, una rambla por la que descendía el agua torrencial de las tormentas desde la montaña del Tibidabo hasta alcanzar el mar. El lugar elegido se encontraba extramuros, frente a una de las cinco puertas de acceso a Barcelona, justo en frente de la torre en la que durante la Edad Media tenía su ­vivienda el verdugo de la ciudad, quien levantaba el ­patíbulo para las ejecuciones en el espacio en que sería construido el pórtico del convento de los trinitarios.

Un emplazamiento como mínimo siniestro en una zona donde proliferaron conventos e iglesias, ya que su vecindario estaba compuesto por prostitutas y por la comunidad judía que poseía en las cercanías sus comercios de venta de machos cabríos. No podía existir mejor lugar para ejercer la labor evangelizadora.

Con mayor o menor fortuna, el convento de los trinitarios resistió los avatares del paso del tiempo. El arco gótico que coronaba el edificio fue testigo de cómo durante la invasión napoleónica fue utilizado de establo para las ­tropas francesas y posteriormente albergó la sede de un partido liberal hasta volver a recuperar sus privilegios ­religiosos.

Los incidentes de 1835

El día de San Jaime de 1835 se celebró una corrida de toros en honor de la futura Isabel II en la plaza del Torín situada en la Barceloneta. Ese 25 de julio los ánimos de la población estaban alterados por la noticia de que el bando carlista había matado a cinco milicianos seguidores de la infanta. A ese dato se añadió que los toros salieron con una mansedumbre que encrespó a los espectadores. Al ­pisar el ruedo el último toro de la tarde, el público, enfurecido por el dócil comportamiento del animal, saltó al ruedo e inmovilizándolo le mataron a cuchillazos.

Con los ánimos enardecidos abordaron la calle en ­dirección a Las Ramblas. Durante el trayecto el grupo fue aumentando y convirtiéndose a cada paso en más violento. En plena euforia comenzaron a quemar conventos. El de la Mare de Deu de la Bona Nova no quedó excluido en la algarada. El arco gótico fue testigo de cómo era reducido a los cimientos.

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