"La
Guerra Civil española seguramente ha dado pie a más mentiras que ningún
otro acontecimiento desde la Gran Guerra, pero, a pesar de todos esos
sacrificios de monjas violadas y crucificadas ante los ojos de los
reporteros del Daily Mail, dudo mucho que sea la prensa fascista la que
más daño ha hecho. Los periódicos de izquierdas, gracias a unos métodos
más sutiles, son los que han impedido que los británicos alcancen a
comprender la verdadera naturaleza del conflicto". - George Orwell.
Homenaje
a Catalunya (publicado en 1938) es reconocido como uno de los mejores
testimonios de la Guerra Civil donde se aprecia la crítica al marxismo
totalitarista, que invade sus páginas, entreverado con las vivencias del
escritor en nuestro país. La cólera, los miedos y las manías del
miliciano Eric Blair desfilan con nitidez por los capítulos. Hay quien
dice, no sin razón, que la mejor biografía de George Orwell es su propia
obra. Y no cabe duda de que la experiencia española fue el hecho que
más le marcó ideológicamente. También determinó el resto de su vida. El
desengaño de Orwell tal vez no fue porque los republicanos perdieran la
guerra sino más bien porque se ahogó (por las dos partes) una revolución
de la clase trabajadora.
A continuación un extracto de "Homenaje a Catalunya", (pag. 94-96):
Durante
los primeros meses de la guerra, el verdadero opositor de Franco no fue
tanto el gobierno como los sindicatos. En cuanto se produjo el
levantamiento, los trabajadores urbanos organizados replicaron con un
llamamiento a la huelga general y exigieron y obtuvieron, luego de
cierta lucha, armas de los arsenales oficiales. De no haber actuado de
manera espontánea y más o menos independiente, es probable que nunca se
hubiera podido parar a Franco. Desde luego, no puede afirmarse esto con
toda certeza, pero por lo menos hay motivos para pensarlo. El gobierno
no había hecho nada o prácticamente nada por impedir el levantamiento,
que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuando comenzaron las
dificultades su actitud fue débil y vacilante; tanto es así, que España
tuvo tres primeros ministros en un solo día. Además, la única medida que
podía salvar la situación inmediata, armar a los trabajadores, fue
tomada con renuencia y en respuesta al violento clamor popular. Se
distribuyeron las armas y, en las ciudades importantes del este de
España, los fascistas fueron derrotados mediante un tremendo esfuerzo,
principalmente de la clase trabajadora, con la colaboración de parte de
las fuerzas armadas (guardias de asalto, etcétera) que se mantenían
leales. Se trataba del tipo de esfuerzo que quizá sólo puede realizar un
pueblo que lucha con una convicción revolucionaria, esto es, que lucha
por algo mejor que el statu quo. Se cree que, en los diversos centros de
la rebelión, tres mil personas murieron en las calles en un solo día.
Hombres y mujeres armados tan sólo con cartuchos de dinamita atravesaban
corriendo las plazas abiertas y se apoderaban de edificios de piedra
controlados por soldados regulares provistos de ametralladoras. Los
nidos de ametralladoras que los fascistas habían colocado en puntos
estratégicos fueron aplastados por taxis que se precipitaron sobre ellos
a cien kilómetros por hora. Aun no sabiendo nada sobre la entrega de la
tierra a los campesinos, sobre la creación de consejos locales,
etcétera, resultaría muy difícil creer que los anarquistas y
socialistas, que formaban la columna vertebral de la resistencia, hacían
todo eso a fin de preservar la democracia capitalista, la cual,
especialmente desde el punto de vista anarquista, no era más que una
maquinaria centralizada de estafa.
Entretanto,
los trabajadores contaban con armas y ya a esas alturas se negaban a
devolverlas. (Un año más tarde se calculaba que los anarcosindicalistas
en Cataluña poseían todavía treinta mil fusiles.) Las propiedades de los
grandes terratenientes profascistas fueron tomadas en muchos lugares
por los campesinos. Junto con la colectivización de la industria y el
transporte, se hizo el intento de establecer los comienzos de un
gobierno de trabajadores por medio de comités locales, patrullas de
obreros en reemplazo de las viejas fuerzas policiales procapitalistas,
milicias proletarias basadas en los sindicatos, etcétera. Desde luego,
el proceso no era uniforme y llegó más lejos en Cataluña que en
cualquier otra parte. Había zonas donde las instituciones del gobierno
local permanecían casi inalteradas, y otras donde coexistían con los
comités revolucionarios. En ciertos lugares se crearon comunas
anarquistas independientes, algunas de las cuales siguieron existiendo
hasta que el gobierno las disolvió un año después. En Cataluña, durante
los primeros meses, el poder estaba casi por completo en manos de los
anarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor parte de las
industrias clave. De hecho, lo que había ocurrido en España no era una
mera guerra civil, sino el comienzo de una revolución. Ésta es la
situación que la prensa antifascista fuera de España ha tratado
especialmente de ocultar. Toda la lucha fue reducida a una cuestión de
«fascismo frente a democracia», y el aspecto revolucionario se silenció
hasta donde fue posible. En Inglaterra, donde la prensa está más
centralizada y es más fácil engañar al público que en cualquier otra
parte, sólo dos versiones de la guerra española tuvieron alguna
publicidad digna de mención: la versión derechista de los patriotas
cristianos enfrentando a los bolcheviques sedientos de sangre, y la
versión izquierdista de los republicanos caballerosos que sofocaban una
revuelta militar. Pero el hecho central fue exitosamente ocultado.
Existían
varias razones para ello. Gracias a la prensa profascista circulaban
espantosas mentiras sobre supuestas atrocidades, y los propagandistas
bien intencionados creían, sin duda, que ayudaban al gobierno español al
negar que España se había «vuelto roja». Pero la principal razón era
ésta: exceptuando los pequeños grupos revolucionarios que existen en
cualquier país, todo el mundo estaba decidido a impedir la revolución en
España; en especial el Partido Comunista, respaldado por la Rusia
soviética, invirtió su máxima energía contra la revolución. Según la
tesis comunista, una revolución en esa etapa resultaría fatal y en
España no debía aspirarse al control ejercido por los trabajadores, sino
a la democracia burguesa. Es innecesario señalar por qué la opinión
«liberal» adoptó idéntica actitud. El capital extranjero había hecho
fuertes inversiones en España. La Barcelona Traction Company, por
ejemplo, representaba diez millones de capital británico, y los
sindicatos se habían apoderado de todo el transporte en Cataluña. Si la
revolución seguía adelante, no habría ninguna compensación, o muy
escasa; si prevalecía la república capitalista, las inversiones
extranjeras estarían a salvo. Y puesto que era indispensable aplastar la
revolución, simplificaba enormemente las cosas actuar como si la
revolución no hubiera tenido lugar. De esa manera era posible ocultar el
verdadero significado de los acontecimientos. Podía hacerse aparecer
todo desplazamiento de poder de los sindicatos al gobierno central como
un paso necesario en la reorganización militar. La situación resultaba
muy curiosa: fuera de España pocas personas comprendían que se estaba
produciendo una revolución; dentro de España, nadie lo dudaba. Hasta los
periódicos del PSUC, controlados por los comunistas y más o menos
comprometidos con una política antirrevolucionaria, hablaban de «nuestra
gloriosa revolución». Y, mientras tanto, la prensa comunista en los
países extranjeros vociferaba que no había ningún signo de revolución en
ninguna parte; la toma de fábricas, la creación de comités de
trabajadores y demás cosas no habían tenido lugar o bien habían
ocurrido, pero «carecían de importancia política». De acuerdo con el
Daily Worker (6 de agosto de 1936), quienes afirmaban que el pueblo
español luchaba por la revolución social o por cualquier otra cosa que
no fuera una democracia burguesa eran «canallas mentirosos». Por otro
lado, Juan López, miembro del gobierno de Valencia, declaró en febrero
de 1937 que «el pueblo español derramaba su sangre no por la República
democrática y su constitución de papel, sino por... una revolución».
Así, parecería que los canallas mentirosos integraban el gobierno por el
cual luchábamos. Algunos de los periódicos extranjeros antifascistas
descendieron incluso a la penosa mentira de afirmar que las iglesias
sólo eran atacadas cuando los fascistas las utilizaban como fortalezas.
La realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como
algo muy natural, porque estaba perfectamente sobreentendido que el
clero español formaba parte de la estafa capitalista. Durante los seis
meses pasados en España sólo vi dos iglesias indemnes, y hasta julio de
1937 no se permitió reabrir ninguna ni realizar oficios, excepto en uno o
dos templos protestantes de Madrid.
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