La
victoria del candidato republicano Donald Trump en las elecciones
presidenciales de Estados Unidos representa una pésima noticia para
todos los demócratas del mundo. Y se convierte, al mismo tiempo, en una
fuente de satisfacción y oportunidades para los enemigos de la
democracia.
El demoledor resultado de un demagogo, impredecible y, por
lo tanto, peligroso líder en su carrera a la Casa Blanca sume al mundo
en la más completa incertidumbre, con repercusiones económicas y
geopolíticas inmediatas. La conmoción sufrida por los votantes
demócratas en Estados Unidos es paralela a la que viven en las capitales
europeas, que corren el riesgo de verse abandonadas por Washington en
un momento histórico particularmente complicado por la conjunción de
amenazas externas y una importante crisis de identidad interna. Tras el Brexit, el resultado de Trump podría representar la puntilla al proyecto europeo, que EE UU siempre ha inspirado y protegido.
El electorado estadounidense ha demostrado que ninguna
sociedad, por próspera que sea y por más tradición democrática que tenga
a sus espaldas, es inmune a la demagogia, que promete soluciones
rápidas y sencillas a problemas complicados —como los efectos de la
crisis económica o la gestión de la inmigración— a la vez que apunta su
discurso de odio hacia cualquier minoría o colectivo que pueda servir de
chivo expiatorio. Da igual que sean los mexicanos, rebajados a la
categoría de violadores y traficantes de droga, las mujeres, tachadas de
intelectualmente inferiores, o los musulmanes, catalogados sin
excepción como terroristas. Esperemos que, como ha ocurrido en el Reino
Unido, las minorías no sean las primeras víctimas de esta ola de
fanatismo racista.
El voto emitido augura un negro futuro de inestabilidad económica e incertidumbre política, máxime si Trump pone en marcha de forma inmediata la agenda proteccionista con la que ha seducido a sus votantes. Con su voto de ayer, los estadounidenses han decidido qué papel desempeñará su país en el mundo, y este no tiene nada que ver con lo que Estados Unidos ha logrado y representado durante los últimos 100 años. Millones de ciudadanos del país que ganó dos guerras mundiales en defensa de la libertad y contra el totalitarismo y que durante medio siglo empleó una ingente cantidad de recursos para proteger a las democracias aliadas han dado su confianza a un hombre que considera que la seguridad de EE UU depende de desentenderse de lo que sucede en el mundo y de sus aliados históricos.
Un auténtico y peligroso infantilismo aplicado a las relaciones internacionales con el que Rusia y China se estarán frotando las manos. Pero no se puede decir que no haya habido señales claras. Por primera vez en mucho tiempo ha habido sobre la mesa dos opciones no solo diferenciadas, sino claramente antagónicas; la internacionalista y multilateral defendida por Hillary Clinton frente a la aislacionista de Donald Trump. Y ambas han sido claramente explicadas durante la campaña.
Ayer se consumó una brutal sacudida a los pilares sobre los
que descansa el orden internacional, ya sea el comercio o la seguridad
plasmada en la alianza entre las democracias. Y Europa es la gran
perjudicada de este terremoto político en al menos tres asuntos de vital
importancia: el primero es la consecución del Tratado Transatlántico de
Comercio e Inversiones (TTIP), que formaba parte fundamental de la
estrategia europea para reforzar el vínculo político con Estados Unidos.
El segundo es la amenaza yihadista, frente a la cual Washington ha
colaborado hasta ahora con sus servicios de inteligencia y con un
despliegue militar en el sur de Europa. El tercero es la urgente
necesidad europea de un respaldo inequívoco estadounidense en la crisis
político-militar con Rusia. El presidente Vladímir Putin ha realizado
movimientos impensables durante la Guerra Fría convencido de que Europa
es débil para responder. Y ahora puede contar además con la reticencia
de EE UU a intervenir. La UE tiene pues sobrados motivos para estar más
que preocupada por la deriva que pueda adoptar quien ha sido su aliado
más fiable.
El sistema democrático estadounidense ha demostrado funcionar con total limpieza y transparencia y ser accesible a candidatos, como Trump, que niegan ambas características al sistema y que anunciaban de antemano que no reconocerían su derrota. Gracias a las previsiones de los padres fundadores, que siempre tuvieron en mente la idea de que alguien como Trump pudiera llegar a la Casa Blanca, la Constitución dispone de un elaborado sistema de contrapesos destinado a evitar un Gobierno despótico basado en la tiranía de la mayoría. Seguramente dichos mecanismos tendrán que emplearse a fondo con Trump, que como cualquier populista debe aprender que los votos no lo justifican todo y que, en democracia siempre prevalece la ley, la libertad y los derechos individuales.
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El voto emitido augura un negro futuro de inestabilidad económica e incertidumbre política, máxime si Trump pone en marcha de forma inmediata la agenda proteccionista con la que ha seducido a sus votantes. Con su voto de ayer, los estadounidenses han decidido qué papel desempeñará su país en el mundo, y este no tiene nada que ver con lo que Estados Unidos ha logrado y representado durante los últimos 100 años. Millones de ciudadanos del país que ganó dos guerras mundiales en defensa de la libertad y contra el totalitarismo y que durante medio siglo empleó una ingente cantidad de recursos para proteger a las democracias aliadas han dado su confianza a un hombre que considera que la seguridad de EE UU depende de desentenderse de lo que sucede en el mundo y de sus aliados históricos.
Un auténtico y peligroso infantilismo aplicado a las relaciones internacionales con el que Rusia y China se estarán frotando las manos. Pero no se puede decir que no haya habido señales claras. Por primera vez en mucho tiempo ha habido sobre la mesa dos opciones no solo diferenciadas, sino claramente antagónicas; la internacionalista y multilateral defendida por Hillary Clinton frente a la aislacionista de Donald Trump. Y ambas han sido claramente explicadas durante la campaña.
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El sistema democrático estadounidense ha demostrado funcionar con total limpieza y transparencia y ser accesible a candidatos, como Trump, que niegan ambas características al sistema y que anunciaban de antemano que no reconocerían su derrota. Gracias a las previsiones de los padres fundadores, que siempre tuvieron en mente la idea de que alguien como Trump pudiera llegar a la Casa Blanca, la Constitución dispone de un elaborado sistema de contrapesos destinado a evitar un Gobierno despótico basado en la tiranía de la mayoría. Seguramente dichos mecanismos tendrán que emplearse a fondo con Trump, que como cualquier populista debe aprender que los votos no lo justifican todo y que, en democracia siempre prevalece la ley, la libertad y los derechos individuales.
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