De
Turquía se esperaba en 2011 el modelo para que rimaran, al fin,
islamismo y democracia. Se trataba de que los islamistas participaran en
elecciones y Parlamentos, aceptaran una democracia constitucional
inclusiva, y tras alcanzar el Gobierno lo abandonaran con el mismo
talante a indicación de las urnas.
Muchas eran las dudas respecto a un futuro tan radiante. Pesaba sobre estas esperanzas árabes la experiencia del Frente Islámico de Salvación argelino, que venció en las urnas en la primera vuelta de las elecciones legislativas en 1992, pero no llegó a la segunda porque el Ejército dio un golpe de Estado al que siguieron 10 años de una devastadora guerra civil con decenas de miles de muertos.
Militares y poderes fácticos de un lado; del otro, los islamistas, con sus inquietantes reservas respecto a la democracia, las constituciones, el laicismo y la alternancia; todo semejante a los temores que suscitaban los partidos comunistas durante la Guerra Fría, de los que se presuponía que jugarían limpio hasta alcanzar el poder pero luego ya no lo soltarían.
Cuando estalló la primavera árabe, la Turquía de Erdogan y de su Partido de la Justicia y del Desarrollo (AKP), en el poder desde 2002, había roto el esquema, gracias a su éxito económico y a su vocación europea. Su candidatura a la UE y su política exterior neootomana de cero conflictos con los vecinos cotizaron al alza en el mapa surgido de las revueltas.
Todo ha rodado mal desde entonces, incluso para Turquía. Europa le cerró la puerta en las narices. Erdogan descubrió su espíritu autocrático. La guerra de Siria ha trastocado el escenario geopolítico, hasta convertir Turquía en país de refugio para quienes huyen y a la vez en base para el Estado Islámico (ISIS). La amenaza de un Kurdistán independiente ha excitado los reflejos más nacionalistas y conservadores. Solo faltaban las protestas del parque Gezi en Estambul en 2013 para que fuera evidente la deriva antidemocrática.
Hasta llegar ahora al resurgimiento del Estado Profundo, derin devlet en turco, el auténtico descubrimiento de la Turquía contemporánea, exportada al vecindario árabe y asiático con mayor éxito que la democracia islámica. El profesor de Columbia Jean Pierre Filiou lo ha definido como la confluencia “entre los servicios secretos, una justicia corrupta y el crimen organizado” para “controlar el sistema desde las bambalinas” como alternativa posmoderna a la dictadura militar (en el libro Del Estado Profundo al Estado Islámico. La contrarrevolución árabe y su legado yihadista).
Al Estado Profundo lo hemos visto actuar en uno u otro grado en casi toda la geografía árabe, incluyendo ese Túnez excepcional, merecidamente galardonado con el Nobel de la Paz. Aunque ahora lo más alarmante es su parentesco con el ISIS, que se alimenta en el caso turco de la deriva antikurda de Erdogan, en detrimento del combate contra el yihadismo, y adquiere una escandalosa dimensión en el atentado terrorista de Ankara contra los manifestantes del partido prokurdo HDP (Partido Democrático del Pueblo).
Muchas eran las dudas respecto a un futuro tan radiante. Pesaba sobre estas esperanzas árabes la experiencia del Frente Islámico de Salvación argelino, que venció en las urnas en la primera vuelta de las elecciones legislativas en 1992, pero no llegó a la segunda porque el Ejército dio un golpe de Estado al que siguieron 10 años de una devastadora guerra civil con decenas de miles de muertos.
Militares y poderes fácticos de un lado; del otro, los islamistas, con sus inquietantes reservas respecto a la democracia, las constituciones, el laicismo y la alternancia; todo semejante a los temores que suscitaban los partidos comunistas durante la Guerra Fría, de los que se presuponía que jugarían limpio hasta alcanzar el poder pero luego ya no lo soltarían.
Cuando estalló la primavera árabe, la Turquía de Erdogan y de su Partido de la Justicia y del Desarrollo (AKP), en el poder desde 2002, había roto el esquema, gracias a su éxito económico y a su vocación europea. Su candidatura a la UE y su política exterior neootomana de cero conflictos con los vecinos cotizaron al alza en el mapa surgido de las revueltas.
Todo ha rodado mal desde entonces, incluso para Turquía. Europa le cerró la puerta en las narices. Erdogan descubrió su espíritu autocrático. La guerra de Siria ha trastocado el escenario geopolítico, hasta convertir Turquía en país de refugio para quienes huyen y a la vez en base para el Estado Islámico (ISIS). La amenaza de un Kurdistán independiente ha excitado los reflejos más nacionalistas y conservadores. Solo faltaban las protestas del parque Gezi en Estambul en 2013 para que fuera evidente la deriva antidemocrática.
Hasta llegar ahora al resurgimiento del Estado Profundo, derin devlet en turco, el auténtico descubrimiento de la Turquía contemporánea, exportada al vecindario árabe y asiático con mayor éxito que la democracia islámica. El profesor de Columbia Jean Pierre Filiou lo ha definido como la confluencia “entre los servicios secretos, una justicia corrupta y el crimen organizado” para “controlar el sistema desde las bambalinas” como alternativa posmoderna a la dictadura militar (en el libro Del Estado Profundo al Estado Islámico. La contrarrevolución árabe y su legado yihadista).
Al Estado Profundo lo hemos visto actuar en uno u otro grado en casi toda la geografía árabe, incluyendo ese Túnez excepcional, merecidamente galardonado con el Nobel de la Paz. Aunque ahora lo más alarmante es su parentesco con el ISIS, que se alimenta en el caso turco de la deriva antikurda de Erdogan, en detrimento del combate contra el yihadismo, y adquiere una escandalosa dimensión en el atentado terrorista de Ankara contra los manifestantes del partido prokurdo HDP (Partido Democrático del Pueblo).
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