¿Para qué sirve un premio Nobel?
La distinción al Cuarteto de Túnez no debe ser usada para desviar la atención de una región llena de claroscuros
El viernes pasado, el Comité noruego
concedió el Nobel de la Paz al Cuarteto del Diálogo Nacional Tunecino,
integrado por el sindicato UGTT, la patronal UTICA, la Liga Tunecina de
Derechos Humanos y la Asociación Nacional de Abogados. El premio busca
reconocer su contribución a una “democracia pluralista” en un país que
estuvo al borde de una guerra civil y esquivó el escenario de un golpe
de Estado a la egipcia. La organización noruega premia así el ejemplo de
una revolución pacífica, con acuerdo entre “islamistas y seculares” y
protagonismo de la sociedad civil, culminada con la aprobación de una
Constitución que reconoce derechos civiles y sociales y las elecciones
del otoño pasado. El premio pretende ser un refuerzo para afrontar los
próximos retos “políticos, económicos y de seguridad” que tendrá que
afrontar el país, y reconoce el impulso dado por la “revolución del
jazmín” a la primavera árabe en su larga lucha por la democracia.
¿Es una buena noticia la concesión de este
premio? Lo es, sin duda, si sirve para recordar que, pese a todos sus
problemas actuales, hay que apoyar la transición democrática en Túnez.
Lo es también por el reconocimiento de esos movimientos que rompieron el
miedo a las dictaduras para expresar de manera contundente que las
poblaciones árabes se merecen, como todos los pueblos de este mundo,
vivir en libertad y decidir su propio futuro. Pero el Nobel no puede
servir para embellecer una historia llena de errores y claroscuros, ni
para desviar la atención de esa espiral de destrucción y muerte que
amenaza a esa misma región que hace cuatro años pedía pan, trabajo,
dignidad y libertad ante la pasividad, la indiferencia y la inacción de
las potencias europeas que hoy lamentan en voz baja su destino.
La realidad es que la transición tunecina languidece
por una mezcla de causas internas y externas. La desigualdad económica y
social sigue siendo el principal problema del país (con los mismos
síntomas que provocaron el alzamiento: corrupción, contrabando,
concentración de los negocios en unas pocas manos, una economía poco
competitiva y demasiado centrada en el turismo y la inversión
extranjera), sin que ningún Gobierno lo haya abordado en sus raíces.
Además, la vuelta de varios elementos del antiguo régimen amenaza las
libertades políticas ganadas en los últimos años: los primeros acusados
por la nueva ley antiterrorista fueron Sihem Bensedrine, presidenta de
la Instancia de La Verdad y Dignidad, encargada de juzgar las
violaciones de las dictaduras de Burguiba y Ben Alí, y el bloguero Aziz
Amani. Mientras, la liberación de altos cargos policiales o la ley de
reconciliación, que permite perdonar los delitos de corrupción durante
la época de Ben Alí, alientan el temor de una deriva autoritaria del
nuevo régimen tunecino.
Sin posibilidades de empleo digno y con espacios
cada vez más cerrados para ejercer derechos, la utilización de la
religión como herramienta de poder político contra los islamistas vuelve
a abonar el terreno para aumentar la exclusión de gran parte de la
población, situación que aprovechan los yihadistas para captar adeptos
en su estrategia de desestabilización. Cerrado el espacio político para
las opciones de cambio, disminuidos los objetivos sociales y
democráticos de la revolución, la frágil transición de Túnez puede verse
atrapada por los viejos demonios que asolan la región: la vuelta al
frontón de las opciones indeseables entre yihadistas, dictaduras y las
intervenciones militares exteriores.
Esta es la clave que el premio Nobel no debe
esconder. Toda la región se resquebraja con unos peligrosos juegos de
destrucción cada vez más conectados. Sucedió en los terribles atentados
de Ankara, a semanas de las nuevas elecciones en una sociedad polarizada
en torno a Erdogan y la lucha por la igualdad de los kurdos. Sucede en
la tensa situación de Palestina, que reproduce una espiral de violencia
cotidiana en el callejón sin salida de la colonización creciente, sin
horizonte de solución alguno. Sigue sucediendo en Siria, donde los
conflictos que enterraron las ansias de reformas lanzadas en 2011, en
una suma de guerras regionales, dejó espacio para el auge del Estado
Islámico. La llegada de cientos de miles de refugiados a Europa ha
puesto sobre la mesa una situación que parecía lejana y que los
bombardeos de las coaliciones de Estados Unidos y Rusia, lejos de
solucionar, sólo agravan.
Para no dejar que este Nobel de la Paz, que reconoce
el bravo proceso de Túnez, languidezca como otros, debe haber un cambio
profundo de la orientación de la política exterior de nuestro país y de
la propia Unión Europea. Continuar con políticas intervencionistas o de
falsa neutralidad es dejar que los conflictos se extiendan, como un
tumor, en países situados apenas a unos cientos de kilómetros de Europa.
Por justicia con las personas que ansían democracia y justicia social, o
por egoísmo para no sufrir las consecuencias en nuestros propios
países, debemos promover un cambio profundo de nuestra política exterior
a corto, medio y largo plazo.
Debemos respetar y promover unas relaciones
económicas más justas a ambos lados del Mediterráneo, con la idea de que
si las poblaciones tienen derechos y una vida digna alcanzarán esa
seguridad humana que propugna la ONU. Hacer que la política cerrada de
intereses geopolíticos deje paso a una mirada más justa y multilateral.
Promover negociaciones políticas para acabar con los conflictos, en vez
de integrar y alentar coaliciones militares lideradas por otros países.
Establecer relaciones en pie de igualdad y aprender de procesos como el
de las Comisiones de la Verdad para las víctimas de las dictaduras
tunecinas, que tanta falta harían en un país como el nuestro, que sigue
añorando a miles de desaparecidos sin palabra, sin memoria y sin
justicia.
Reconocer y premiar al Cuarteto negociador que
desbloqueó el enfrentamiento civil entre bandos de 2013 no debe
servirnos para olvidar los graves problemas que afectan a la región. Más
bien debe incitarnos a honrar, recuperar y hacer nuestros los esfuerzos
de la sociedad civil que, con su lucha ejemplar por la paz, la dignidad
y la democracia, encendieron la mecha de la revolución.
David Perejil y Pablo Bustinduy son miembros de la secretaría de Relaciones Internacionales de Podemos.
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