jueves, 13 de agosto de 2015

De la dictadura perfecta a la democracia imperfecta

©De la dictadura perfecta a la democracia imperfecta









Primicia de mi libro: La fragilidad del orden deseado. México entre revoluciones (México, BUAP, 2011)

Cuando un régimen político, otrora poderosísimo, empieza a derrumbarse, ¿qué cae primero: los rituales del poder, es decir el conjunto de mecanismos y prácticas consuetudinarias y simbólicas que los detentadores del poder fueron diseñando para reproducirse ahí y eventualmente legitimarse, o el poder de los rituales, o sea la capacidad de esos poderosos para crear y recrear permanentemente esos mismos rituales? Es difícil establecerlo con certeza, pero si aceptamos con Jesús Reyes Heroles —ideólogo y estudioso del viejo régimen priista—, que en política la forma es fondo y el fondo es forma, no queda más remedio que admitir que los cambios en los usos y las costumbres de una particular forma de organización política, o sea de los rituales del poder, anticipan grandes cambios estructurales, o sea de y en el andamiaje institucional y normativo en su conjunto.

Ni duda cabe que México ha vivido grandes transformaciones políticas en las últimas décadas. En particular, el paso de un régimen autoritario a uno democrático, cuyo momento de inflexión puede ubicarse en la alternancia del año 2000, ha supuesto importantes cambios en las formas como se ejercía y distribuía el poder político; muchos rituales del poder comenzaron a derrumbarse incluso antes que el otrora “partido oficial” perdiera el poder, y otros nuevos empezaran a afirmarse tibiamente. Sin embargo, estos cambios morfológicos no siempre se han traducido en prácticas políticas acordes a la lógica de funcionamiento o las exigencias propias de una democracia moderna. Por el contrario, para decirlo en palabras del escritor peruano Mario Vargas Llosa, al pasarse de una “dictadura perfecta” a una “democracia imperfecta” —sobre todo porque la alternancia no ha ido acompañada hasta ahora de una reforma del Estado que haga tabla rasa del pasado autoritario—, los nuevos modos de ejercer el poder distan de ser virtuosos o de haberse sacudido por completo las viejas mañas o estilos autoritarios.

El objetivo de este ensayo es precisamente examinar algunas de estas mutaciones políticas en el México de la transición o, para plantearlo en los términos sugeridos en el preludio: ¿qué tanto se ha renovado nuestro ordenamiento político en sintonía con las nuevas exigencias democráticas?, ¿qué tanto ha pesado la larga tradición política postrevolucionaria a la hora de ensayar transformaciones en clave democrática en los usos y las costumbres políticos?, ¿qué tanto el mantenimiento sin grandes modificaciones del entramado institucional y normativo heredado del viejo régimen vulnera, inhibe o pervierte las prácticas políticas del nuevo régimen democrático en construcción? Mi tesis es que la mayoría de las nuevas prácticas políticas que han venido sustituyendo lentamente a las viejas no necesariamente constituyen avances democráticos sino que hay que ubicarlas en algún punto intermedio entre las prácticas propias de un régimen autoritario y las propias de una democracia liberal. Más aún, en ausencia de reformas institucionales y normativas de envergadura, las prácticas políticas que se han abierto paso en la nueva realidad del país entran con frecuencia en tensión o contradicción con lo que debería ser normal y rutinario en una democracia; es decir, se manifiestan, una vez más, como desviaciones, excesos, patologías o perversiones de la propia democracia, al igual que el viejo régimen priista creó sus rituales de poder para disfrazar su condición autoritaria con afeites pseudodemocráticos desgastados y burdos.

Ciertamente, las transformaciones de las que daré cuenta aquí (casualmente diez en total) no son todas las que se pueden reconocer, pero sí algunas de las más importantes: 1) de la presidencia imperial a la presidencia advenediza, 2) del Congreso sometido al Congreso insumiso, 3) del partido hegemónico a la hegemonía de partidos, 4) del Estado paternalista a la orfandad estatal, 5) del estatismo orgánico al antiestatismo desorganizado, 6) del corporativismo estatal al corporativismo fragmentado, 7) de la corrupción silenciosa a la corrupción estridente, 8) de la politización del derecho a la juridización de la política, 9) del narco-Estado al Estado anti-narco, y 10) del centralismo federal al federalismo centralizado. Por fortuna, paralelamente a estos cambios poco o nada alentadores, hay al menos uno que abre una rendija al optimismo: los mexicanos hemos pasado ya de nuestra sempiterna condición de súbditos a la de ciudadanos (de ciudadanos imaginarios a ciudadanos reales), cuestión a la que destinaré mi reflexión final.

1. DE LA PRESIDENCIA IMPERIAL A LA PRESIDENCIA ADVENEDIZA

El último Informe de Gobierno del presidente Ernesto Zedillo, y en consecuencia el último de la era priista, marcó una evidente ruptura de las formas políticas que antaño solían ser constitutivas del protocolo en el que, además de consumarse y recrearse la tácita subordinación del poder Legislativo al Ejecutivo en la práctica y el imaginario políticos del Estado mexicano, cada presidente en turno ensayaba un discurso totalizador sobre la realidad nacional.

El mensaje del presidente Zedillo en ese crucial año 2000 no fue como aquellos informes faraónicos, omniabarcantes, de un pasado no tan remoto, que pretendían enunciar una verdad totalizadora sobre la situación del país, sino que ofreció apenas un conjunto de “consideraciones” o “reflexiones” sobre el “avance social, económico y político de la Nación”. Después de ese Informe nada sería como antes. En efecto, con la caída del régimen priista todo comenzaría a cambiar, empezando por los rituales que la élite gobernante fabricó durante décadas para perpetuarse en el poder.

Es común que los regímenes políticos recurran a diferentes mitos para ofrecer una imagen de unidad y trascendencia ante la sociedad. El deseo de protección y certidumbre que expresan no pocos grupos y sectores sociales suele ser capitalizado por grupos políticos indistintos que se asumen como portavoces o representantes de la voluntad general. Para ello, inventan o actualizan figuras y rituales que buscan encarnar simbólicamente los sentimientos del pueblo o la nación. Una de las figuras que mejor estelarizó en nuestro país ese montaje político-teatral durante el viejo régimen fue el presidente de la República. Su enorme poder no sólo descansaba en el conjunto de facultades constitucionales o metaconstitucionales de que disponía, sino, sobre todo, en su aura de infalibilidad. El presidente simbolizaba la unidad de los mexicanos; la certidumbre frente a un futuro que no siempre anunciaba mejores tiempos.

Al final de su gobierno, la figura presidencial de Zedillo fue sometida una vez más a la prueba de la democracia, que no es otra que la de la contingencia y la pluralidad. La división de poderes no es una afrenta contra nadie, sino una simple materialización del gobierno democrático. Por fortuna, poco a poco se fueron desmontando públicamente los mitos que le daban a la figura presidencial su condición cuasi divina. Primero, fue interpelado (Porfirio dixit). Más tarde, fue abucheado. Posteriormente, un opositor le respondió su mensaje ante el Congreso (Porfirio dixit-bis). Después, un opositor lo cuestionó. Y ya en tiempos de alternancia, el informe presidencial simplemente se suprimió de la liturgia política dominante.

De hecho, desde el gobierno de Zedillo la presidencia en México dejó de ser lo que el viejo régimen quiso que fuera, o sea una “presidencia imperial” (según una muy afortunada definición del historiador Enrique Krauze), una presidencia incontrastable y con un poder inconmensurable por encima de todo y de todos. En su lugar, el presidente comenzó a estar cada vez más acotado en sus facultades de acción y ya en la nueva realidad democrática, después de la alternancia y la llegada de Vicente Fox a los Pinos, de plano fue asfixiado y maniatado por el poder Legislativo, en el marco de lo que se conoce como “gobierno dividido”, o sea una situación donde el partido gobernante no cuenta con mayoría absoluta en el Congreso. Se pasó así intempestivamente de una presidencia ilimitada a una limitada, por más que la presidencia como institución sigue manteniendo todas las facultades y prerrogativas que, por disposición u omisión, le otorga la Constitución vigente. La consecuencia de ello ha sido desastrosa para el ejercicio político: parálisis en las decisiones, incapacidad de llegar a acuerdos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, descalificaciones recíprocas entre ambos poderes, entre muchas otras cosas.

Que una democracia cuente con equilibrio de poderes y mecanismos adecuados de pesos y contrapesos es una condición para el buen funcionamiento de la misma. Por eso, que en el México postautoritario se haya pasado de un presidencialismo omnímodo a uno limitado, pero estéril en el terreno de las decisiones públicas, se debe más bien a la persistencia, después de la alternancia, de un entramado institucional que en materia de forma de gobierno fue pensado más para la concentración del poder que para la distribución del mismo. Así, por ejemplo, el marco legal heredado sin modificaciones del pasado autoritario simplemente no está diseñado para lidiar con situaciones de gobierno dividido, una circunstancia inimaginable en la mejor época del presidencialismo imperial y por ello inexistente en cualquier precepto de la Constitución vigente.

En suma, esta primera metamorfosis en el México postautoritario más que acercarnos al ideal de la democracia se transmuta en los hechos en una desviación de la misma. Tan perversa y perjudicial resultaba una presidencia imperial en el pasado, como una presidencia advenediza en la actualidad, una condición que en los hechos inhibe y debilita el liderazgo del Presidente. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que la presidencia imperial cediera su lugar a una presidencia fuerte, aunque acotada en el marco de un auténtico equilibrio de poderes.

2. DEL CONGRESO SOMETIDO AL CONGRESO INSUMISO

Además de los cambios que a nivel federal ha significado la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del 2000, se ha conformado un mapa político inédito en toda la geografía del país, ya sea con gobiernos divididos, en el que el partido del titular del Ejecutivo local no controla el poder Legislativo, como con legislaturas en las que se manifiesta un empate entre la fracción del titular del Ejecutivo y alguna o algunas fracciones de los opositores. En ese sentido, de ahora en adelante lo que menos veremos en el país será el así llamado “carro completo” para algún partido político. Por el contrario, en teoría, lo que veremos cada vez más será la búsqueda de equilibrios entre las fuerzas para evitar parálisis legislativas, pues no se podrán imponer los “mayoriteos” y otras formas de calificación o aprobación de leyes que antaño se daban una vez sí y la otra también. Además, cada vez es más común que el electorado divida su voto en los procesos electorales tanto federales como locales. En suma, para llevar a cabo transformaciones sustanciales en la vida política de nuestro país serán cada vez más necesarios el diálogo y la negociación como herramientas privilegiadas para lograr acuerdos y consensos que permitan la gobernabilidad democrática, o sea que los actores políticos del país han debido redefinir a partir de las elecciones del 2000 todas las formas de interrelación tradicionales y largamente dominantes durante el régimen priista, como las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Como es sabido, uno de los rasgos característicos de los sistemas de gobierno presidenciales es el principio de separación de poderes; condición que implica, por un lado, el origen diferenciado (y en la mayoría de los casos, popular) del Ejecutivo y el Legislativo, y por el otro, la relativa independencia de un poder frente al otro, en el conjunto de responsabilidades públicas. Uno de los planteamientos torales de la crítica al sistema presidencial, conduce a la advertencia sobre los peligros que conlleva una situación donde los poderes Ejecutivo y Legislativo se confronten. Más aún, si se presenta el caso donde el poder Legislativo esté dominado por uno o varios partidos distintos al del titular del Ejecutivo, es decir, cuando se vive una situación de “gobierno dividido”. En el caso de México, resulta indudable que este tipo de experiencias se volverá cada vez más frecuente, tanto a nivel federal como estatal, conforme se incrementa la competencia política, con lo que el mosaico geopolítico se vuelve cada vez más complejo.

Ahora bien, el nuevo papel y protagonismo del Poder Legislativo en la nueva realidad democrática del país quedaría sólo en buenas intenciones si este organismo no es capaz de fortalecer los vínculos entre el Estado, la sociedad y los ciudadanos y recuperar credibilidad en las instituciones y actores políticos. En efecto, si el Congreso de la Unión no es capaz de involucrar a los ciudadanos en la cosa pública corre el riesgo de convertirse en un espacio vacío que sólo será ocupado por los políticos profesionales. Para evitar este posible vaciamiento desde arriba, el Congreso está en condiciones de impulsar iniciativas para, por un lado, publicitar su actividad interna y ejercer austeramente su presupuesto, y por el otro, para democratizar las organizaciones sociales y reconocer el derecho de los ciudadanos a participar en el proceso legislativo a través de las figuras del plebiscito, el referéndum y la iniciativa popular.

Pero independientemente de las acciones que podrían posicionar al poder Legislativo entre los ciudadanos, considerando su nuevo protagonismo en la vida política nacional, una cosa es cierta: el paso de un Congreso sometido a uno dividido después de la alternancia del 2000 no ha estado libre de situaciones anómalas que en lugar de aproximarnos al ideal de la separación de poderes nos alejan del mismo. En efecto, en ausencia de reformas en materia de régimen político y equilibrio de poderes consecuentes con las nuevas exigencias políticas, el nuevo protagonismo del poder Legislativo ha desembocado en una partidocracia, entendida como una perversión de la democracia en la que no existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los partidos mayoritarios. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que el nuevo pluralismo partidista se acompañara de reformas constitucionales que previeran situaciones de parálisis en el caso de gobiernos divididos. En la actualidad, la mayoría de las democracias del mundo contempla este tipo de situaciones y se han diseñado toda suerte de blindajes legales, más o menos eficaces, para neutralizar sus efectos negativos.

3. DEL PARTIDO HEGEMÓNICO A LA HEGEMONÍA DE PARTIDOS

Para los fines de este ensayo, recurrir a las socorridas categorías “sistema de partido hegemónico” y “sistema pluripartidista” para referirnos a los cambios que ha sufrido la vida partidista en México, resulta insuficiente. En efecto, si el interés es reconocer mutaciones morfológicas en las maneras como los partidos buscan legitimarse o en las formas en que se relacionan entre sí o con la sociedad o con el Estado, debemos considerar otras categorías más convenientes como “partido de Estado” o “Estado de partidos”.

De entrada, estas dos categorías hacen intervenir en su seno a dos sistemas interrelacionados: de un lado, el sistema jurídico-político, entendido aquí como un conjunto de órganos cuya estructura, competencias y relaciones recíprocas han sido configuradas jurídicamente; y, de otro, el sistema sociopolítico de los partidos compuesto por organizaciones de formación libre en relaciones de concurrencia entre sí por el ejercicio o la participación en el ejercicio del poder del Estado, dotadas de sus propios objetivos, su propia disciplina y, por tanto, de sus propias relaciones de dominación y subordinación, y obedeciendo a su propia dialéctica. Es sabido que la interacción entre sistemas produce una recíproca adaptación entre ambos frecuentemente acompañada de mutaciones en la estructura, función y relaciones en cada uno de ellos.

A partir de estas premisas, por partido de Estado se entiende aquel Estado cuya estructura, funcionamiento y ordenación reales están condicionados por un partido único capaz de controlar (o aun monopolizar) la mayoría de las mediaciones políticas de la sociedad y los ámbitos de decisión, gracias a la existencia de una reglamentación, muchas veces ambigua, que le otorga de facto y de hecho esa centralidad. Por su parte, por Estado de partidos se entiende aquel Estado cuya estructura, funcionamiento y ordenación reales están condicionados por el sistema de partidos con relativa autonomía de su configuración jurídico-formal, dejando de lado los indudables influjos del Estado sobre la configuración del sistema de partidos, tales como las leyes electorales —que pueden favorecer la bipolaridad o la multiplicidad del sistema—, la reglamentación de las subvenciones, etcétera. A partir de estas definiciones resulta interesante advertir una suerte de paradoja. Si bien en la situación de “partido de Estado” el partido único tiene una enorme centralidad política, su capacidad de incidir en las decisiones de gobierno permanece acotada puesto que se concibe más como un operador o instrumento del poder que como el cerebro o el vértice del mismo; además, al no descansar su centralidad en una competencia efectiva entre pares, el partido único no tiene manera de apelar a alguna fuente de legitimidad adicional para aspirar a más de lo que es. Por su parte, en el Estado de partidos, ningún partido concentra las enormes facultades o capacidades con los que cuentan los partidos únicos propios de las situaciones de partido de Estado; y sin embargo, en el Estado de partidos, tras las decisiones jurídicamente imputables a los órganos del Estado están las decisiones tomadas unilateral o concordantemente por los partidos, de tal manera que los órganos políticos del Estado podrían calificarse como recipientes abstractos y vacíos de poder para ser concretizados y llenados por los partidos o, dicho de otro modo, como mecanismos y marcos para la conversión de la voluntad de los partidos en voluntad del Estado.

De acuerdo con estas consideraciones, es claro que México ha experimentado con la alternancia del 2000 un tránsito de una situación de partido de Estado a una de Estado de partidos. Sin embargo, en ambos casos, por la ambigüedad que ha caracterizado a sus respectivos andamiajes normativos e institucionales, se ha tratado de situaciones hasta cierto punto híbridas con respecto al modelo teórico. Así, por ejemplo, la situación de partido de Estado que prevaleció en México durante buena parte del siglo XX nunca tuvo como uno de sus componentes a un partido único como el que tuvieron muchos otros países con regímenes totalitarios. En efecto, el PRI, como “partido oficial”, siempre coexistió con otros partidos, aunque las reglas formales e informales impedían de facto que estos partidos pudieran diputarle el poder en manos del tricolor. Por su parte, en la situación de Estado de partidos que sustituyó a la del partido de Estado después de la caída del PRI, los partidos más favorecidos por el electorado (incluido el propio PRI, pero como partido de oposición) han experimentado un crecimiento inusitado en sus atribuciones y prerrogativas capaz de condicionar el funcionamiento del arreglo institucional en su conjunto, incluso por encima de las facultades y capacidades de otras instancias. A este fenómeno también se le conoce como partidocracia y es típico de situaciones en las que la estructura jurídico-formal no se ha dado formas maduras y eficaces de división de poderes, reconocida tanto tácita como expresamente en los textos constitucionales. Más específicamente, una condición no colmada aún satisfactoriamente en nuestro tránsito tardío a la democracia ha sido elevar a cada uno de los poderes a la condición de órganos constitucionales del Estado, cada uno supremo e independiente in suo ordine, de modo que sus decisiones no pueden ser determinadas por otro poder u órgano del Estado. Esta formulación, de indudable validez jurídica, no excluye la posibilidad política de que distintos poderes u órganos sean ocupados mayoritariamente por un mismo partido o coalición de partidos y que, en tal eventualidad, la voluntad que promueve las decisiones atribuidas jurídicamente a tales órganos no radique en ellos mismos, sino en un centro decisorio institucionalmente extraño.

En suma, si en el viejo régimen un solo partido concentraba enormes facultades para condicionar el conjunto de las relaciones políticas existentes, en el régimen postautoritario varios partidos, incluso adversarios entre sí, concentran esta posibilidad, aun en detrimento de los demás poderes formalmente constituidos. Huelga decir que esta mutación refleja más bien una situación anómala que una normal para una democracia, por más que el poder político, por primera vez, se haya descentralizado y desconcentrado. Lo que tenemos es entonces, para decirlo con la jerga convencional, un tránsito de un sistema de partido hegemónico a uno de partidos hegemónicos. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que el partido hegemónico cediera su lugar a un sistema pluripartidista, en el marco de una legislación que restringiera a los partidos las excesivas prerrogativas y privilegios con los que cuentan en la actualidad.

4. DEL ESTADO PATERNALISTA A LA ORFANDAD ESTATAL

El Estado mexicano posrevolucionario heredó sus características definitorias de un largo proceso histórico, en el que cada etapa dejó su impronta. Una de estas características es el patrimonialismo, que se origina en la etapa colonial. De acuerdo con el sociólogo alemán Max Weber, el patrimonialismo es una forma tradicional de dominación opuesta a las formas legal-racionales propias de la modernidad. La forma de dominación patrimonialista basa su legitimidad en la tradición, en lazos consanguíneos y en la costumbre, y se traduce en un poder centralizado en la figura de una persona, en un Estado paternalista, cuya estructura es jerárquica y dependiente del monarca-patriarca, y que básicamente impone relaciones de vasallaje con los súbditos.

Obviamente, que el patrimonialismo sea una forma de dominación premoderna no significa que algunos de sus rasgos no perduren en muchas sociedades contemporáneas. Este es el caso de nuestro país. El patrimonialismo llegó a ser y en buena medida sigue siendo un componente cultural de la vida política en México; es decir, define el modo característico general en que se efectúa la relación entre gobernantes y gobernados. Piénsese si no en la subordinación y veneración al Presidente, en el paternalismo del Estado y en la personalización del poder.

Huelga decir que ahí donde prevalecen fuertes rasgos culturales paternalistas difícilmente puede prosperar la responsabilidad individual del ciudadano, condición sin la cual la democracia occidental del liberalismo clásico no encuentra terreno fértil para su desarrollo. Seamos claros, si bien la democracia moderna no se entiende sin la confirmación política de la ciudadanía, que es mucho más que participación en elecciones, tampoco se entiende si no es en el marco de un Estado de derecho. En ese sentido, el reconocimiento de la soberanía popular, o sea la afirmación de un espacio público para la discusión y toma de decisiones sobre el modo como el pueblo ha de organizar su vida social, supone también que todos los ciudadanos habrán de reconocerse entre sí como iguales y libres, todos ellos han de tener las mismas oportunidades y derechos a ser oídos públicamente y consideradas sus propuestas.

Como se sabe, el paternalismo cultural encontró un caldo de cultivo extraordinario durante el régimen priista, el cual tuteló durante décadas los intereses sociales mediante una compleja estructura clientelista y corporativa, en detrimento de un Estado de derecho democrático. Por ello, la caída del viejo régimen y el ascenso al poder de un partido liberal democrático tenía casi como imperativo existencial reemplazar las prácticas paternalistas de antaño por prácticas encaminadas a responsabilizar a los ciudadanos de sus acciones como ocurre en cualquier Estado de derecho.

La verdad de las cosas es que el primer gobierno de la alternancia no sólo ignoró la importancia de proceder así para ser congruente con la doctrina liberal del nuevo partido gobernante, sino que reprodujo en varias ocasiones las prácticas paternalistas de sus antecesores. Que en la sociedad mexicana prevalezcan culturalmente rasgos paternalistas, no significa que éstos van a condicionar en automático la actuación de un gobierno que se define como democrático, pero el gobierno panista de Vicente Fox no lo pudo entender.

Así, por citar un ejemplo cualquiera, mucha consternación y perplejidad provocaron en su momento los continuos bloqueos de carreteras federales por parte de grupos campesinos durante el sexenio de Fox, así como la ineficaz actuación de las autoridades federales y locales para impedirlo. Consternación, porque un pequeño grupo de individuos, independientemente de la validez o no de sus demandas, fue capaz de violar la ley impunemente y secuestrar la voluntad de millones de mexicanos, y porque el gobierno federal actuó en este caso sin ejercer maduramente la autoridad que el Estado le confiere. Perplejidad, porque terminó imponiéndose en ese sexenio un patrón de comportamiento según el cual la violencia y el chantaje eran los mejores instrumentos para “negociar” con el gobierno, y porque éste cedía dócilmente una y otra vez a las presiones, aun a costa de dañar su ya de por sí deteriorada imagen. Obviamente, no cuestiono aquí el carácter social que debe primar en la actuación del Estado, sino que se sigan reproduciendo desde el gobierno patrones paternalistas de actuación, contradictorios con la democracia y con el Estado de derecho.

El asunto tiene muchas aristas y resulta muy oportuno ventilar sus implicaciones, pues pone en cuestión la vigencia y la pertinencia de nuestro Estado de Derecho. Por una parte, no sólo el Estado enfrentó la amenaza de los campesinos inconformes de manera patrimonialista, sino también éstos mostraron que la percepción paternalista del Estado en términos culturales sigue prevaleciendo en amplios sectores de la población (hay que recordar que la demanda de los campesinos era que el Estado les proporcionara un subsidio para enfrentar la pérdida de sus cosechas debido al mal clima). Por otra parte, el incidente deja ver una contradicción muy curiosa: desde cierta perspectiva, la rebeldía campesina podría interpretarse como una acción de resistencia social y de lucha legítima; sin embargo, desde otra, esto es sólo aparente, pues detrás de las específicas demandas de los campesinos subyace una ancestral condición de servidumbre y sometimiento al Estado, una condición propia de una concepción patrimonialista de la dominación que hace de los ciudadanos menores de edad y del Estado la figura paterna responsable de satisfacer todas nuestras necesidades.

De ahí que es cuestionable la actuación del gobierno federal con respecto a las presiones arbitrarias de los campesinos, pues no sólo consintió la violación de la ley, sino que también cedió plenamente a sus peticiones, dejando ver a un Estado medroso que antes que aplicar la fuerza legítima que le corresponde, prefirió hacerse de la vista gorda para no mostrarse como intransigente o intolerante, algo inconcebible durante el viejo régimen. Pero tan aberrante resulta un Estado paternalista como el del régimen priista —ogro y filántropo al mismo tiempo, para decirlo con Octavio Paz—, como un Estado medroso como el actual —acomplejado y complaciente—. Por ello mismo, el gobierno de Fox dejó entre los mexicanos la sensación de un vacío de poder, mismo que su sucesor en el cargo, Felipe Calderón, trató de llenar con una declaración de guerra al narcotráfico y el crimen organizado, pero que, paradójicamente, muy pronto exhibió las muchas debilidades del Estado mexicano, en abono de la tesis de la actual orfandad estatal. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que los nuevos inquilinos del gobierno hicieran valer en los hechos, sin complejos ni reminiscencias del pasado, el ideario liberal democrático y las exigencias propias de un verdadero Estado de derecho.

5. DEL ESTATISMO ORGÁNICO AL ANTIESTATISMO DESORGANIZADO

A fines de 2003 la Cámara de Diputados rechazó la iniciativa de reforma fiscal propuesta por el Poder Ejecutivo, lo que suscitó, indirectamente, un debate muy interesante y necesario para el México de hoy. Dicho debate tiene que ver con el tamaño ideal del Estado mexicano para que éste pueda afrontar con algún éxito sus responsabilidades en materia social. Sin embargo, a poco andar nos damos cuenta que existe mucha paja al respecto, muchos lugares comunes alimentados más por convicciones ideológicas que por la reflexión madura.

Así, por ejemplo, un senador por el PRD se lamentaba amargamente de la decisión de su partido de no apoyar la reforma fiscal, pues en su opinión más que propinar un revés al neoliberalismo, el rechazo de la reforma constituye un triunfo de las ideas neoliberales. Según esta lectura, el PRD se equivocó, pues la izquierda, para ser consecuente con sus objetivos históricos y distanciarse de la derecha, debe apoyar el fortalecimiento del Estado y no su debilitamiento, y la única vía razonable para hacerlo es asegurándole recursos suficientes que le permitan cumplir con su responsabilidad social. Ante este argumento, algunos analistas nos pronunciamos enérgicamente. En lo personal, señalé entonces que el verdadero problema del Estado se obscurece cuando pasa por el prisma de la querella izquierda/derecha. Para empezar, sostuve, la izquierda mexicana confunde con facilidad Estado social con Estado fuerte, en contrapartida al Estado mínimo del neoliberalismo, donde supuestamente los fuertes serían los grandes capitalistas. De ahí que el PRD empate ahora con el PRI (el más tradicional) en un engaño, en pensar que la justicia social pasa por el tamaño del Estado, siendo que el nacionalismo revolucionario, que tuvo en el cardenismo su expresión más acabada, sólo fue un afeite de la verdadera desigualdad e injusticia que deliberadamente tejió el viejo régimen para perpetuarse.

Evidentemente, el tema da para mucho. Puedo aceptar que la democracia y la justicia son imposibles sin un Estado fuerte, y que no puede haber un Estado fuerte sin recursos (de ahí que soy partidario de una auténtica reforma fiscal que coadyuve a este objetivo). Pero creo que el compromiso social del Estado tiene que ver más con esta última fortaleza —o sea con la capacidad del Estado de allegarse de recursos, de producir riqueza y de distribuirla de manera más equitativa—, que con el tamaño del Estado. En ese sentido, considero que el dilema entre estatismo y antiestatismo es en la actualidad un falso dilema que sólo se mantiene por razones ideológicas. El problema de la pobreza no se resuelve con un Estado obeso que alardeé de su compromiso social por su herencia revolucionaria sino con un Estado responsable en el uso de sus recursos, manejados más con criterios racionales que por intereses clientelistas, corporativos y electoreros, como ha ocurrido históricamente en nuestro país.

El Estado mexicano contemporáneo se ha distinguido por reunir una serie de atributos que no aparecieron en los demás Estados latinoamericanos. Fruto de la primera revolución social del siglo XX y de la confrontación y/o el acuerdo entre las distintas facciones revolucionarias que participaron en la misma, el Estado mexicano postrevolucionario consiguió mantener durante más de media centuria un margen considerable de consenso y legitimidad sin recurrir a prácticas e instituciones democráticas o castristas que dominaron en otros países latinoamericanos.

Durante más de cinco décadas, el Estado mexicano ocupó un lugar estratégico en la vida económica y social del país. Gracias a la escasa infraestructura, a la incipiente actividad industrial, comercial y de servicios, y a la debilidad de los actores productivos, el Estado no sólo se ocupó de la promoción y rectoría de las actividades económicas, sino también participó activa y directamente en las mismas. El modelo de desarrollo aplicado en el país descansó en un fuerte intervencionismo estatal que generó diferentes consecuencias: privilegió la formación de una burguesía nacional, primero industrial y después financiera; fortaleció el mercado interno; garantizó tasas elevadas de crecimiento económico; etcétera. La eficacia del llamado desarrollo estabilizador no fue gratuita. Su viabilidad estuvo asociada directamente a dos fenómenos: por una parte, el control corporativo que se ejerció sobre los sectores sociales (obreros, campesinos, burócratas, sectores profesionales, etcétera), quienes edificaron un peculiar pacto con el Estado que garantizaba la fidelidad y lealtad de los primeros a cambio de que el segundo les ofreciera puestos de representación y mínimos satisfactores a sus líderes y bases; y por el otro, la cerrazón política que se instrumentó contra los opositores al régimen, que comprendió desde fraudes electorales hasta represión y asesinatos.

Sin embargo, con la crisis económica de finales de los setenta y principios de los ochenta, el modelo económico empezó a mostrar serias debilidades. El salvamento se encomendó a un nuevo tipo de Estado que empezó a adquirir sus signos distintivos en el sexenio de Miguel de la Madrid y consolidó sus características durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. A partir de la premisa de disminuir las funciones y reducir el tamaño del Estado, es decir, pasar del Estado máximo al Estado mínimo, el Estado neoliberal ha instrumentado un conjunto de políticas económicas y sociales que se han dirigido a debilitar el intervencionismo del Estado, fortalecer al mercado como mecanismo regulador de la economía y garante de la distribución de bienes y servicios, y desmantelar el pacto social postrevolucionario. El nuevo modelo estatal, caracterizado por la apertura indiscriminada de las fronteras a las mercancías y capitales extranjeros, la venta de empresas paraestatales y la implementación de programas sociales selectivos y clientelares, ha provocado, sin embargo, desastrosas consecuencias para el tejido económico y social del país: cierre de pequeñas y medianas empresas; pérdida de conquistas sociales (empleo, salario, prestaciones); profundización de la brecha entre ricos y pobres, entre otras, sobre todo porque persistieron intactos los esquemas autoritarios del pasado. En conclusión, el estatismo orgánico de otros tiempos se transformó en un anti-estatismo, pero absolutamente desorganizado e irresponsable si lo evaluamos por sus resultados.

Pero además de esta constatación, el Estado mexicano no ha sido sometido todavía a una reforma integral de sus órganos e instituciones internos. Ni la emergencia de una sociedad más plural y participativa ni la consolidación de un sistema de partidos competitivo, han propiciado una reforma profunda de las bases y pilares constitutivos del Estado mexicano con el objetivo de adecuarlo a los nuevos tiempos políticos. De ahí que el verdadero problema no es cuánto Estado sino cómo modernizarlo. Lo patológico está entonces en que el antiestatismo desorganizado que por necesidad sustituyó al estatismo orgánico del viejo régimen no se ha hecho cargo responsablemente de promover un desarrollo sustentable. Lo normal hubiera sido que la nueva realidad democrática proveyera al Estado un nuevo piso normativo sin los lastres del corporativismo estatal y el clientelismo asfixiantes del pasado. Bastardo

6. DEL CORPORATIVISMO ESTATAL AL CORPORATIVISMO FRAGMENTADO

Es ampliamente conocida la relación corporativa que a lo largo del viejo régimen mantuvieron el movimiento sindical y el Estado. Los diferentes gobiernos del PRI (partido integrado por sectores que representan en bloque a los grupos sociales) sustentaron muchas de sus acciones y políticas públicas con base en el apoyo aportado por instancias como la Confederación de Trabajadores de México, la Confederación Regional Obrera Mexicana, la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos y demás centrales que se pierden en el mar de siglas de organizaciones con escasa representación efectiva.

El sistema político posrevolucionario no se explica sin el concurso del corporativismo antidemocrático; los subsistemas partidista y electoral encontraron sustento en la utilización clientelar de los contingentes obreros, cuyo apoyo político al régimen explica mucho de la estabilidad social y la gobernabilidad que prosperaron en nuestro país, salvo movilizaciones y protestas esporádicas, por más de setenta años.

De la misma manera que la relación entre ciudadanos y Estado estuvo mediada por un partido oficial; la relación entre el Estado y los trabajadores estuvo mediada por sindicatos más o menos oficialistas que controlaban a los trabajadores mediante instrumentos caducos de representación autoritaria. La separación efectuada por el sindicato entre condición ciudadana y condición productiva del trabajador, permitía la expropiación de la ciudadanía, despojada de la cual, los trabajadores quedaban inermes y limitados para ejercer efectivamente su participación y representación colectiva.

En el pasado autoritario era normal que se omitiera que los sindicatos estaban integrados no por meros trabajadores, sino por ciudadanos con problemáticas y demandas específicas que no se agotaban en lo laboral, sino que lo trascendían en sus dimensiones de género, educación, edad y perfil cultural. Por eso, el fin del régimen priista, con su estructura corporativa tutelada por el Estado, representaba en teoría la posibilidad de rescatar la condición ciudadana de los trabajadores y de esta manera avanzar en la transformación de los mecanismos de representación y control en manos de las estructuras sindicales antidemocráticas.

Pero el relajamiento de los controles corporativos a partir de la derrota electoral del PRI, que plantea la existencia de condiciones más propicias para que las bases ensayen nuevas formas de representación sindical, más propositivas y participativas, implicaba también el debilitamiento de las estructuras tradicionales y un agotamiento de los esquemas dominantes de representación y control, cosa que no ha ocurrido, no al menos con la velocidad que muchos esperaban.

De entrada, muchas organizaciones como la CTM y otras de igual talante no quisieron desmarcarse del PRI para adscribirse a otro partido, aunque el hecho de afiliarse en bloque a un partido carece cada vez más de sentido y peso político efectivo. En segundo lugar, ha habido un “éxodo” de trabajadores y de organizaciones de trabajadores de las grandes corporaciones obreras para adoptar formas de representación por rama o empresa, lo que resta capacidad de negociación cupular y debilita la fuerza política del sindicalismo tal como se le conoce ahora; pero que en el mediano plazo podría significar un relanzamiento del actor sindical en la medida que logre contar con dirigencias democráticas, responsables y representativas.

A lo largo de su historia, el movimiento sindical mexicano no basó su fuerza política en su membrecía efectiva, sino en su condición de actor estratégico en la definición de la agenda política y económica. Sin embargo, esta fortaleza decayó en la última fase del régimen priista al grado de que el movimiento obrero organizado en torno al PRI dejó de tener cuotas políticas asignadas a representantes obreros en órganos de representación y cargos de elección popular. Este debilitamiento corrió paralelo a una cada vez mayor obsolescencia de los sindicatos en las negociaciones salariales y en el diseño de la política social y económica del régimen, situación que los orilló a avalar políticas públicas contrarias a los intereses obreros y a asumir pasivamente la conversión de la agenda laboral en instrumento de la política económica.

Instalado el PRI en la oposición (lo que implica la clausura de los canales de acceso a recursos públicos, un limitado apoyo oficial a liderazgos poco representativos, y la desarticulación del aparato de control clientelar); el sindicalismo mexicano enfrenta la necesidad histórica de cancelar o reformular su “alianza histórica” con el régimen que en el 2000 llegó a su fin. Entablar una relación en iguales términos con los gobiernos postautoritarios no será una tarea sencilla ni una rápida maniobra política, además de que, para lograrlo, se requeriría contar con la pasividad y/o aquiescencia de los trabajadores. Por lo pronto, lo que queda del otrora poderoso sindicalismo oficial no sólo se encuentra debilitado debido a las nuevas condiciones políticas, económicas y sociales del país, sino muy desarticulado y desprestigiado. Huelga decir que lo normal para una transición democrática, donde el partido único es sustituido por una pluralidad de partidos, hubiera sido que el corporativismo estatal del viejo régimen fuera reemplazado por un corporativismo social, o sea autónomo y democrático. Pero si hay un lugar donde sobreviven los actores políticos más retrógrados del ancient regime ese es el sindicalismo de viejo cuño, cuya desestructuración actual no le han restado poder e influencia a líderes antediluvianos, como en el conocido caso del magisterio.

7. DE LA POLITIZACIÓN DEL DERECHO A LA JURIDIZACIÓN DE LA POLÍTICA

En lo que va del nuevo régimen político hemos presenciado un hecho inédito en nuestro país: un creciente protagonismo del Poder Judicial de la Federación en situaciones de controversias constitucionales o de desacuerdos de difícil solución que involucran al gobierno o a los partidos políticos. ¿Cómo interpretar este hecho?, ¿qué implicaciones tiene y puede tener para el avance de la democracia en nuestro país?

En varias ocasiones el Poder Judicial ha sido convocado para dirimir situaciones políticas muy delicadas, por lo que su veredicto, al tocar intereses políticos muy concretos, termina vulnerando al propio Poder Judicial. De ahí que es importante advertir con energía que el nuevo protagonismo del Poder Judicial en la vida política del país, lo que se ha dado en llamar la “juridización de la política”, lejos de aproximarnos al ideal de la división y el equilibrio de los poderes propio de la democracia, conlleva un riesgo para la nueva institucionalidad democrática que se intenta abrir paso en el país. Es decir, si no reconocemos la atipicidad de nuestra transición a la democracia y del momento que estamos viviendo después de la alternancia, es muy fácil dar por normal lo que en realidad representa una situación anómala e incluso contradictoria.

Ciertamente, nadie puede negar la contribución que el Poder Judicial ha tenido para que la transición democrática en nuestro país avance por cauces mínimos de legalidad y estabilidad. Sin su valiosa participación como árbitro ante controversias de todo tipo, seguramente estaríamos viviendo en la zozobra y la incertidumbre permanentes. Sin embargo, la juridización de la política desvirtúa el sentido clásico de la idea de la división de poderes, pues el Poder Judicial está pensado única y exclusivamente para aplicar la ley, no para hacer política, como de hecho ocurre cada vez que se ve impelido a fallar sobre controversias que van a afectar o favorecer intereses políticos en pugna. Además, el creciente protagonismo del Poder Judicial en México más que resultado de una evolución sana y normal de nuestra democracia, es resultado de una transición atípica que no ha terminado de edificar por las vías normales de la negociación su nuevo piso normativo e institucional que haga tabla rasa de las viejas prácticas y normas autoritarias del pasado.

En estas circunstancias, cuando la actuación del Poder Judicial en una democracia comienza a ser cada vez más frecuente, esto se puede deber a cualquiera de las siguientes razones: porque los demás poderes no son capaces de ponerse de acuerdo en decisiones estratégicas, o porque infringen la ley, o porque la ley vigente presenta amplias zonas de ambigüedad o de obsolescencia, lo cual conduce a controversias constitucionales que sólo el Poder Judicial puede dirimir.

Me temo que en México este último es el problema de fondo, pues las leyes vigentes en nuestro país, incluyendo las electorales, no sólo ya no corresponden a la lógica de funcionamiento de un régimen democrático sino que lo confrontan permanentemente además de poner en riesgo la gobernabilidad. En efecto, el entramado normativo vigente fue funcional al viejo régimen pero ha dejado de serlo en el actual régimen postautoritario. Que la ley, por ejemplo, fuera sumamente ambigua en muchos aspectos, tenía una razón de ser: que la autoridad, el poder en el vértice del sistema político, pudiera interpretarla y aplicarla discrecionalmente y a su conveniencia. En una democracia, por el contrario, la ley no puede dejar nada oscuro o a la interpretación interesada y subjetiva.

8. DE LA CORRUPCIÓN SILENCIOSA A LA CORRUPCIÓN ESTRIDENTE

La corrupción ha sido un componente habitual de la vida política en México. Sin embargo, a diferencia del pasado, cuando el viejo régimen priista gozaba de estabilidad y la elite gobernante disponía a su favor de los mecanismos institucionales para manipular a los medios y ocultar las evidencias, hoy resulta cada vez más difícil contener el creciente flujo de información sobre casos particulares de enriquecimiento, soborno, contubernio con el narcotráfico, abusos de autoridad, y otros fenómenos de corrupción.

Muchas cosas tuvieron que pasar en el país en los últimos años para que esto fuera posible. Pero sobre todo un proceso gradual de apertura política en dirección democrática que terminó generando mejores condiciones para la competencia y la participación. Es decir, por la vía de una liberalización política se edificaron nuevos equilibrios de poder entre el partido gobernante y la oposición así como mayores espacios de contestación a un régimen no democrático que supo preservarse en el poder por más de setenta años. Simultáneamente, los medios masivos, por razones de credibilidad, tuvieron que mostrarse más plurales y críticos ante una sociedad mucho más sensible y exigente que en el pasado. De hecho, las elecciones fundacionales del 2 de julio de 2000, que marcaron la derrota del longevo PRI por la vía de la alternancia, fueron ante todo un triunfo de la ciudadanía que votó por el cambio debido a un verdadero hartazgo hacia un régimen político que hizo de la corrupción y los abusos de autoridad su modus vivendi.

Durante los últimos años, las evidencias sobre casos de corrupción en México se multiplicaron como nunca antes. Por momentos, parecía que ningún político quedaría inmune de este virus. A veces las informaciones llegaban del extranjero, como en el caso de algunos prófugos de la justicia mexicana, o de la propia dinámica interna, donde día a día se destapaba una cloaca. El hecho es que durante años hemos vivido instalados en el escándalo político.

En países como México existe un conjunto de condiciones culturales e históricas que hacen de la corrupción un asunto muy difícil de neutralizar desde el espacio público. Para una clase política acostumbrada a no rendir cuentas a nadie de sus actos, el cinismo se convierte también en una costumbre. La frontera entre el cinismo y la impunidad es casi imperceptible. En ausencia de los canales institucionales apropiados de contestación y disenso, es frecuente que las autoridades adopten un lenguaje irónico y retórico al referirse a sus actos (“un político pobre es un pobre político”, sentenció alguna vez un funcionario de la vieja guardia). Huelga decir que un discurso de este tipo supone casi siempre para el emisor un receptor acrítico y pasivo, incapaz de vulnerarlo o contestarlo. Así, el cinismo de las autoridades tiene como condición una masa silenciosa incapaz de responder, ya sea por conformismo, por costumbre, o por ausencia de los canales apropiados.

México ha sido tradicionalmente un país de cínicos. Los políticos por no rendir cuentas de sus actos y abusar de la retórica, y los ciudadanos por permitirlo. Este diagnóstico, sin embargo, debe reconocer también que ha sido precisamente la sociedad mexicana el verdadero motor de las transformaciones que ha venido experimentando el país durante los últimos años. La creciente concientización política de los ciudadanos contrasta cada vez más con el estancamiento de la clase política, que en su gran mayoría sigue actuando con los patrones autoritarios tradicionales.

Precisamente por esta contradicción entre un reclamo democrático creciente, que hoy ha obligado a introducir en la legislación electoral mejores condiciones para la competencia y la participación, y una clase política atrapada en su propia retórica, sorprende cada vez más el cinismo con el que siguen moviéndose algunas autoridades y funcionarios. Ciertamente, la impunidad ha sido durante muchas décadas un componente de nuestro régimen político, pero hoy la sociedad mexicana ya no acepta tan dócilmente como en el pasado el engaño y la burla.

En síntesis, la permanencia de la corrupción aún después de la alternancia del 2000, constituye un signo más de la inmadurez democrática de nuestro ordenamiento político (teóricamente, el grado de corrupción en un país mantiene una relación inversamente proporcional con el grado de democratización alcanzado en términos institucionales). En efecto, todos los mexicanos hemos sido testigos involuntarios de grandes escándalos de corrupción que involucran a muchos políticos y partidos, mismos que no tardamos en calificar de “videoescándalos”. Obviamente, más que un problema de cantidad —establecer si ahora hay menos o más corrupción que en el viejo régimen— es una cuestión de visibilidad o sonoridad de las prácticas corruptas. Si antes permanecían soterradas ahora se ventilan en el espacio público, incluso motivadas por los propios actores políticos para saldar cuentas con sus adversarios.

Frente a la corrupción desmedida de nuestros políticos, que sólo revela la ausencia de instituciones apegadas a derecho y capaces de articular a la sociedad, sólo cabe anteponer la defensa de la sociedad civil. En los hechos, frente a la incapacidad del Estado no sólo para legitimarse sino para obtener resultados mínimamente coherentes, ha sido precisamente la sociedad civil, con sus iniciativas, con sus reclamos, con sus formas todavía incipientes de contestación, la que ha empezado a ocupar el espacio público político.

9. DEL NARCO-ESTADO AL ESTADO ANTI-NARCO

Durante el régimen priista, el tema de los nexos entre los poderes político y militar fue tratado con extrema cautela por parte de muy escasos analistas. El Ejército Mexicano fue más bien una institución hermética y de la cual muy poco trascendía al espacio de la discusión pública. Tras la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la proliferación de varias organizaciones armadas en el territorio nacional se fue incrementando la presencia y la visibilidad del Ejército: comenzó a ocuparse cada vez más de actividades policiacas y de inteligencia, y su intervención en la lucha contra el narcotráfico pasó en tiempos recientes de meras funciones de rastreo, detección, interceptación y destrucción de estupefacientes a funciones de búsqueda, persecución, enfrentamiento directo y detención de narcotraficantes, por disposición del presidente Felipe Calderón, quien al inicio de su gestión declaró la guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado.

Sin embargo, el elevado precio pagado por el Ejército Mexicano por intervenir en los aspectos más turbios de la gobernabilidad (seguridad, narcotráfico, inteligencia, contrainsurgencia, etcétera) ha sido indudable. Puede expresarse sobre todo en términos de su desgaste institucional y el desprestigio que le provoca la negligente y corrupta participación de algunos de sus miembros. De esta manera, los elevados índices de confianza de los que tradicionalmente gozaban las fuerzas armadas se ven severamente afectados por los ilícitos en que se ven inmiscuidos algunos militares, lo que muestra la necesidad de evaluar la conveniencia política de utilizar al Ejército en funciones policiacas de seguridad e inteligencia.

Con la alternancia política no sólo las estructuras políticas han debido redefinirse para adecuarse a una nueva realidad política sino también muchos actores que ven amenazados sus intereses con las nuevas relaciones de poder. Este es el caso de las mafias organizadas del narcotráfico que durante décadas tendieron puentes con funcionarios, políticos y militares en distintos niveles para asegurar sus negocios e incrementar sus fortunas.

La posibilidad de que malos funcionarios y ahora también los militares puedan ser sancionados e incluso cesados de sus funciones por motivos de corrupción o por sus presuntos vínculos con el narcotráfico es un fenómeno relativamente reciente. Sin embargo, este hecho no es suficiente para disminuir los efectos del problema de fondo que propicia el narcotráfico y cuyo combate frontal ha colocado al país en una ola de violencia e inseguridad crecientes.

En ese contexto, ha surgido con nueva fuerza el debate sobre la existencia o no de pactos entre el Estado mexicano y los cárteles de la droga tendientes a minar el poder corrosivo y violento del crimen organizado. Obviamente, la respuesta oficial ha sido negar contundentemente cualquier tipo de acercamiento semejante, mientras que muchos analistas se han apresurado a decir que un acuerdo con el narcotráfico amén de imposible es una puerta falsa para abatir la delicada situación que vivimos en materia de seguridad nacional.

Que las cosas se pongan en esos términos es políticamente correcto y necesario, pero queda la duda. No porque apoyemos salidas negociadas con los delincuentes, sino porque simplemente parece que un día, después de la alternancia del 2000 para ser precisos, algo se rompió en algún lugar donde se acuerdan y toman las decisiones, y ese rompimiento se tradujo de la noche a la mañana en la violencia incontenible que estamos padeciendo todos, algo como un acuerdo que al venir a menos se convirtió en una guerra sin cuartel. Luego entonces, si en el pasado, durante el régimen priista, la violencia no se había manifestado como ahora pese a la existencia de importantes cárteles de la droga, por qué descartar a priori que los acuerdos con los poderes fácticos no son una invención sin sustento arraigada en el imaginario popular.

De hecho, si la negociación con el narcotráfico no representa una opción, y por lo visto la guerra tampoco, la única manera de combatirlo eficazmente es legalizando la producción y el consumo de los enervantes, es decir una solución drástica pero eficaz. Drástica, porque al legalizar la droga se derrumba un negocio millonario que vive precisamente de la informalidad y la economía soterrada; eficaz, porque la competencia entre cárteles pasaría de la lógica del control violento de territorios a la del mercado. Sin embargo, debido a que nadie parece dispuesto a sacrificar nada, ni los cárteles ni las autoridades, conscientes de que la economía subterránea es un auténtico salvavidas para la economía formal, este tipo de opciones ni siquiera se vislumbran en el largo plazo. Si no lo hacen naciones poderosas como Estados Unidos, por qué ha de hacerlo la nuestra.

En la actualidad, resulta difícil pensar que economías débiles, como la nuestra, puedan mantenerse sin sobresaltos sin el dinero que proviene del tráfico de drogas. Tal parece que el narcotráfico adquiere aquí una dinámica propia e incluso irresistible. Alrededor del crimen organizado no sólo se enriquece un puñado de delincuentes y autoridades corruptas, sino que su impacto macroeconómico puede resultar y de hecho resulta benéfico desde la perspectiva de su evidente estímulo al crecimiento económico indirecto. No se puede negar que las divisas del narcotráfico estimulan importantes rubros de la economía interna, tales como la construcción, los servicios, el turismo, las finanzas, etcétera.

Por todo ello, vivimos una auténtica descomposición de la política que alienta el fortalecimiento de poderes autónomos que no pasan por el Estado, como el narcotráfico, y que al mismo tiempo obliga a una creciente militarización del país. Huelga decir que en estas circunstancias, la democracia es superada por vía de los hechos. En su lugar, crece la informalización de la política, la represión, los poderes discrecionales, la supresión de garantías, la corrupción incontenible, etcétera. Pero más grave aún, la guerra declarada al narcotráfico induce un ominoso ambiente de desestabilización, amenazando la ya de por sí frágil y precaria eficacia decisional y estratégica del gobierno, poniendo además en entredicho su integridad y legitimidad.

A estas alturas, son patentes las muestras de incapacidad del gobierno federal para concebir una estrategia de seguridad pública y combate al narcotráfico integral, progresiva, por lo que es previsible que las energías y los recursos gubernamentales sigan gastándose en operativos vistosos, mediáticamente explotados, pero ineficaces, y que no auguran una mejoría sustancial en las condiciones de la gobernabilidad en México.

10. DEL CENTRALISMO FEDERAL AL FEDERALISMO CENTRALIZADO

Por momentos parece que en materia de democracia todo está por hacerse en México, desde el perfeccionamiento de nuestras leyes y normas electorales, hasta el rediseño institucional de nuestro sistema político en su conjunto. Los pendientes y déficit democráticos son tantos que la tarea parece titánica. De todos ellos destaca por su importancia estratégica repensar y redefinir todo lo concerniente al federalismo y el municipalismo.

Después de dos siglos de centralismo político y concentración del poder en el vértice del ordenamiento institucional mexicano, suele pensarse que lo normal en política es lo que se mueve del centro a la periferia. Pero bien miradas las cosas, el federalismo que quedó plasmado en nuestra Constitución muy temprano en la vida independiente del país, bajo el influjo del federalismo estadounidense, proponía exactamente lo contrario. Ciertamente, no es fácil desandar concepciones y prácticas tan arraigadas, pero ya es tiempo de llenar al federalismo de contenidos más acordes a los principios originales que lo animan y dan sentido y que se diluyeron en el camino. La construcción de la democracia en México también pasa por revalorar en ámbito de lo local, no como el residuo de la política sino como su basamento.

En los hechos, el federalismo mexicano sigue siendo una simulación. Así, por ejemplo, la ley no otorga a las legislaturas de los estados la facultad para darle a su entidad el régimen interior que más le convenga con las prescripciones de la Constitución Política como único límite; impide trasladar a dichas legislaturas las facultades que les ha usurado el gobierno federal así como reordenar las facultades de los tres órdenes de gobierno, generando incentivos para la cooperación en ellos y entre ellos; no concede plena autonomía político-administrativa a los estados y municipios; y no establece al municipio como un orden de gobierno depositario de la soberanía ni lo define como parte integrante del Estado federal.

En virtud de estas deficiencias y omisiones, el centralismo federal del viejo régimen no ha podido reconvertirse hasta ahora en un federalismo descentralizado más congruente con la realidad democrática plural y múltiple del país. Si acaso, se ha transitado a un federalismo centralizado en función de las presiones que muchos gobiernos locales han debido ejercer hacia el gobierno federal para obtener de éste ciertos apoyos o compromisos. Algo simplemente impensable en la era del presidencialismo omnímodo, donde la primera regla era el sometimiento dócil y servil a los designios del centro. Con todo, el interlocutor de las autoridades políticas estatales sigue siendo por necesidad el titular del Ejecutivo federal. A él llegan todas las propuestas y de él emergen todas las decisiones.

UNA REFLEXIÓN FINAL

La democracia no es sólo un conjunto de reglas y procedimientos formales sino sobre todo una forma de legitimación del Estado que tiene como base a los ciudadanos. Si en un régimen autoritario le son conculcados a los ciudadanos sus derechos civiles y políticos, en un régimen democrático existen las condiciones mínimas de igualdad y libertad para que los ciudadanos puedan cuestionar y enfrentar cualquier norma o decisión que no haya tenido su origen o rectificación en ellos mismos. Los representantes políticos sólo son legítimos cuando ejercen el poder en tensión creativa con la sociedad que los elige. Si las autoridades no toman en cuenta las propuestas que emanan de la sociedad, entonces el poder corre el peligro del totalitarismo. En síntesis, la esfera pública es el factor determinante de retroalimentación del proceso democrático.

En el terreno concreto, la afirmación de la ciudadanía a través de iniciativas sociales de todo tipo nos enseña que la democracia es siempre un proceso inacabado. La soberanía popular no puede ser congelada en el momento de su institucionalización jurídica o legislativa. Adquiere su verdadera condición en la infraestructura de una esfera pública política en permanente transformación. Esto no significa que las agrupaciones de la sociedad civil (movimientos sociales, iniciativas ciudadanas, asociaciones políticas no gubernamentales y otras asociaciones de base social) puedan cambiar a corto plazo los procesos de aprendizaje y decisión de los sistemas políticos, aunque, eso sí, son portadores de impulsos y señales decisivas para transformar el sistema político hacia un mayor desarrollo democrático.

En ese sentido, la democracia no depende exclusivamente de una transición exitosa o de una nueva política económica. Lo que el resurgimiento de la sociedad civil demuestra en muchos países es que corresponde precisamente a ella llenar de contenidos a la política real. La democracia nace pues de las propias iniciativas ciudadanas y sus expresiones de lucha. Este proceso de confirmación política de la ciudadanía se opone claramente a las visiones que reducen su participación a una mera legitimación a posteriori vía el sufragio de lo que las elites políticas previamente acordaron.

La democracia no es entonces, un orden social dado de una vez por todas, plasmado en una Constitución inamovible, sino un conjunto de instituciones y leyes sujeto a constante revisión por el pueblo, único detentador legítimo de la soberanía política. Hablar hoy de democracia es hablar de individuos cuya acción libre y contingente, más o menos asociada, define cotidianamente los contenidos simbólicos de lo político. La contingencia es el supuesto de la libertad democrática, la libertad. De ahí que la democracia nunca esté cumplida; la democracia como el Estado de derecho que le da cobijo siempre está insatisfecha, sometida al vértigo de un “desarrollo” jamás cumplido en modo absoluto. Pero eso no significa que la democracia sea sólo conquista, sino que también es supuesto de más y mejor democracia. Como el ejercicio de la libertad siempre trae más libertad, también la genuina democracia siempre ha de traer más democracia, pero con el riesgo, también inherente a toda acción libre, de traer lo contrario. El desarrollo, quiebras y sin-sentidos de la historia de la democracia representativa, sometida a todos los avatares de la conflictividad social, es un ejemplo del vértigo de la libertad democrática.

El entero orden político no puede fundamentarse en la obediencia inespecífica de los ciudadanos al Estado, sino en el compromiso recíproco de crear una Constitución y defenderla en la vida cotidiana de modo conjunto. La democracia, por lo tanto, no es sólo un régimen político sino, sobre todo y fundamentalmente, una forma de vida.

Sirvan estas consideraciones para evaluar los avances alcanzados en México en materia de participación y afirmación ciudadana. De entrada, observamos que tampoco en este caso las categorías o definiciones convencionales sobre ciudadanía encajan perfectamente. Así como en el viejo régimen priista no podemos hablar en estricto sentido de “súbditos”, tampoco en la nueva era postautoritaria podemos hablar de ciudadanos en pleno uso de derechos y garantías democráticas. De hecho, en ambos casos lo que tenemos son formas híbridas de ciudadanía, lo que ha llevado a los especialistas en el tema a introducir todo tipo de adjetivos para calificarnos antes y después de la alternancia: “ciudadanos imaginarios”, “ciudadanos pasivos”, “ciudadanos de baja intensidad”, etcétera. Y sin embargo, si ha habido un ámbito de la realidad nacional realmente dinámico en nuestro tránsito del autoritarismo a la democracia ese ha sido precisamente la sociedad mexicana, tal y como quedó de manifiesto en el hecho de que fuimos precisamente los ciudadanos los que decidimos derrocar al régimen priista en las urnas. Que en el pasado la sociedad haya sido sometida o manipulada o controlada por las prácticas clientelistas y corporativas dominantes no significa que no latiera en su seno una vocación de renovación y emancipación, aunque fuera reprimida sistemáticamente; y que ahora esa misma sociedad haya hecho valer su voluntad de libertad electoralmente no significa que cuente ya con un marco legal (léase un Estado de derecho democrático) apropiado para hacer valer sus garantías y libertades.

Lo que estos datos contradictorios nos revelan es que sigue existiendo un corto circuito entre las elites y la sociedad en general. Mientras que las elites, por la vía de los hechos, siguen sustrayendo o negando a los mexicanos su condición de ciudadanía (piénsese si no en las elites políticas, cuando actúan impune y arbitrariamente a espaldas de la ciudadanía; en los medios, cuando manipulan la información a su conveniencia; en los empresarios, cuando excluyen a sus trabajadores de beneficios laborales, etcétera), la sociedad ha dado muestras fehacientes de madurez política.

En conclusión, así como dormita en buena parte de la sociedad mexicana un dinosaurio alimentado por décadas de represión y autoritarismo (que se traduce en conformismo, inmovilismo, desinformación y desinterés), en otra parte cada vez mayor terminó por anidar una idea de democracia que llegó para quedarse (que se traduce en acciones sociales de todo tipo, participación y cuestionamiento constante a las autoridades). Sin embargo, la clase política le sigue debiendo a la ciudadanía la edificación de un marco legal y normativo (reforma del Estado) que coloque al ciudadano en el centro del andamiaje político e institucional, y que deje en el pasado cualquier rémora de su antigua condición de súbditos o siervos. Baste con mencionar la ausencia de leyes adecuadas en materia de democracia directa, rendición de cuentas, medios de comunicación, federalismo, etcétera.

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