Artículo anterior del lunes, 30 de mayo de 2011
Le invito a olvidar la fecha de publicación del artículo. A cambio le invito a leerlo como si fuera el artículo del 2015. Usted opine.
Angel Sandoval.
Diez mentiras sobre el combate al narcotráfico
PRIMICIA DEL LIBRO:
César Cansino y Germán Molina Carrillo, La guerra al narco y otras mentiras, México, ICI/Cepcom, 2011.
En su polémico libro El narco: la guerra fallida (2009), Jorge Castañeda y Rubén Aguilar Valenzuela defienden la tesis de que el presidente Felipe Calderón emprendió su sangrienta y costosa guerra contra el narcotráfico con el único propósito de legitimarse en el poder, tras constatar que su triunfo en la elecciones de 2006 resultó muy cuestionado. En otras palabras, el presidente calculó que —para consolidarse en la presidencia— bastaría con aplastar a los cárteles de la droga mediante un combate fácil, rápido y de bajo costo. Pero el cálculo fue equivocado, pues las mafias siguen operando y el consumo no ha disminuido. Señalan también que la estrategia ha sido fallida. No es que no haya que enfrentar al narco, pero la confrontación no da resultados, genera más violencia. Al narco —concluyen— hay que tratarlo como un problema social, hay que enfrentarlo no desde una perspectiva de seguridad sino de salud pública (como en Estados Unidos). De ahí que proponen: atacar los daños colaterales que padece la sociedad —decapitados, balaceras, secuestros, atentados—, ir despenalizando el consumo de drogas, cabildear con Estados Unidos dicha despenalización, crear una policía nacional única que reemplace a las policías municipales y estatales, sellar el Istmo de Tehuantepec y meter al ejército a los cuarteles.
Ciertamente, la guerra al narco ha sido un desastre: la narcoviolencia, el incremento del consumo de drogas en México, el tráfico de armas desde Estados Unidos, la penetración del narco en las esferas políticas y militares, la corrupción, etcétera. El planteamiento de Castañeda y Aguilar Valenzuela es correcto. Sin embargo, cabe recordar que, a fines de 2006, ambos autores aplaudieron efusivamente la decisión de Calderón que ahora critican, es decir, una vez que las cifras revelan el fracaso de la guerra declarada al narco. Dicen que es de sabios equivocarse y de sensatos reconocerlo, pero en este caso nada justificaba el desliz, pues no había ninguna señal para ser optimistas. Era evidente más bien que Calderón necesitaba legitimarse y que le llenaron la cabeza de cuentos. En lo personal, señalé en un artículo publicado en El Universal, tres días después de que Calderón anunciara la decisión de su gobierno de combatir frontalmente al narco, que la guerra no era viable. El artículo se llamó, curiosamente, “Guerra fallida” (22 de diciembre de 2006), y tuvo un tono anticlimático en aquella coyuntura en la que Calderón concitaba todo tipo de apoyos. En esa ocasión escribí:
Calderón deposita demasiada confianza en su capacidad de legitimarse mediante una operación en sí misma arriesgada, incierta y contraproducente como lo es el combate al narcotráfico y el crimen organizado. Ciertamente, después de las elecciones del 2006 que arrojaron un resultado tan cerrado y poco convincente para muchos, el presidente electo Calderón estaba obligado a legitimarse con golpes espectaculares para intentar neutralizar los embates de sus adversarios y poder gobernar con alguna certidumbre. La situación era tan tensa antes de su toma de posesión y tan pocas las opciones para hacerle frente que muchos creímos que Calderón anunciaría algo espectacular para buscar legitimarse, como la propuesta de un gabinete realmente plural e incluyente que inaugurara una nueva forma de ejercer el poder político y de entender la corresponsabilidad en las decisiones.
Sin embargo, esto no ocurrió. Calderón optó por un gabinete mediocre y a modo. Pero no pasaría mucho tiempo para que el presidente enviara señales claras de lo que podría ser el eje de su administración para intentar conseguir los apoyos y la confianza requeridos para gobernar. La apuesta fue el combate al narcotráfico, una causa peligrosa pero que bien explotada mediáticamente podría mostrar la voluntad y fortaleza del presidente para asumir riesgos y responder a un reclamo generalizado por mayor seguridad y contra la violencia.
Sin embargo, intentar legitimarse por esta vía constituye un arma de dos filos. No basta que Calderón manifieste que empleará toda la fuerza del Estado contra el crimen organizado para poder neutralizarlo o derrotarlo. Por el contrario, dado el poderío del enemigo, sin la planeación adecuada, sin reformas judiciales pertinentes y sin la reestructuración de las policías, la guerra contra el crimen se vislumbra imposible y con un alto costo para la nación. Al verse amenazados, los cárteles recrudecerán la violencia y su poder corrosivo, con lo que el Estado será exhibido en sus incompetencias y rebasado por los poderes fácticos más virulentos. Todo ello, en lugar de legitimar al gobierno, lo colocará en una espiral ascen¬dente de desconfianza y falta de credibilidad. Malos tiempos nos esperan a los mexicanos, pues estamos en vísperas de un torbellino de violencia dolorosa y un Estado incapaz de frenarla, un Estado fallido.
En un momento donde imperaba el embeleso con la decisión de Calderón, muy pocos advertimos oportunamente las tempestades que se desatarían. Ciertamente, entre ellos no estaban Castañeda ni Aguilar Valenzuela.
Otra tesis polémica del libro de Castañeda y Aguilar Valenzuela es la que sostiene que en el ámbito local el narcotráfico ha llegado a imponerse en algunas zonas, mediante arreglos y entendimientos con políticos y gobernantes (pactos). En todo caso —sostienen—, lo importante es que dichos acuerdos no se eternicen, que abarquen ámbitos específicos y acotados, y que sean el resultado de un entendimiento tácito, nunca formalizado o verbalizado. Aunque políticamente incorrecto, los autores avanzan aquí una gran verdad que no puede negarse: los acuerdos tácitos entre el Estado y los capos del crimen fueron moneda corriente en el pasado y parecen indispensables para mantener un umbral de estabilidad en el futuro. No hace mucho me comentó irónicamente un amigo español que la única manera de terminar con la narcoviolencia es que regrese el PRI, pues ellos eran los narcos.
Pero, de nuevo, este posicionamiento llega tarde. Varios analistas habíamos escrito muy al inicio del sexenio de Calderón que tal y como se había configurado la red de influencias del narcotráfico en México durante el viejo régimen, con los narcos no se pelea sino que se negocia, so riesgo de incendiar al país, aunque la afirmación sea a todas luces incorrecta políticamente. En lo personal, en un artículo de El Universal de marzo de 2007 (“Del narco-Estado al Estado anti-narco”) escribí:
Con la alternancia no sólo las estructuras políticas han debido redefinirse para adecuarse a una nueva realidad sino también muchos actores que ven amenazados sus intereses con las nuevas relaciones de poder. Este es el caso de las mafias organizadas del narcotráfico que durante décadas tendieron puentes con funcionarios, políticos y militares en distintos niveles para asegurar sus negocios e incrementar sus fortunas.
La posibilidad de que malos funcionarios y ahora también los militares puedan ser sancionados e incluso cesados de sus funciones por motivos de corrupción o por sus presuntos vínculos con el narcotráfico es un fenómeno relativamente reciente. Sin embargo, este hecho no es suficiente para disminuir los efectos del problema de fondo que propicia el narcotráfico y cuyo combate frontal ha colocado al país en una ola de violencia e inseguridad crecientes.
En ese contexto, ha surgido con nueva fuerza el debate sobre la existencia o no de pactos entre el Estado mexicano y los cárteles de la droga tendientes a minar el poder corrosivo y violento del crimen organizado. Obviamente, la respuesta oficial ha sido negar contundentemente cualquier tipo de acercamiento semejante, mientras que muchos analistas se han apresurado a decir que un acuerdo con el narcotráfico amén de imposible es una puerta falsa para abatir la delicada situación que vivimos en materia de seguridad nacional.
Que las cosas se pongan en esos términos es políticamente correcto y necesario, pero queda la duda. No porque apoyemos salidas negociadas con los delincuentes, sino porque simplemente parece que un día, después de la alternancia del 2000 para ser precisos, algo se rompió en algún lugar donde se acuerdan y toman las decisiones, y ese rompimiento se tradujo de la noche a la mañana en la violencia incontenible que estamos padeciendo todos, algo como un acuerdo que al venir a menos se convirtió en una guerra sin cuartel. Luego entonces, si en el pasado, durante el régimen priista, la violencia no se había manifestado como ahora pese a la existencia de importantes cárteles de la droga, por qué descartar a priori que los acuerdos con los poderes fácticos no son una invención sin sustento arraigada en el imaginario popular.
Si he citado los posicionamientos de Castañeda y Aguilar Valenzuela y los he confrontado con las consideraciones que previamente escribí sobre el tema que nos ocupa, es porque me interesa ejemplificar que el debate intelectual y académico sobre la guerra al narco durante el sexenio de Calderón ha estado atravesado desde el inicio de mucha paja e irresponsabilidad. De algún modo, la tibieza o abierta complacencia con la que reaccionó buena parte de nuestra inteligencia ante la declaración de guerra calderonista, convierte a los intelectuales en cómplices de todo lo que vino después, desde el fracaso de la guerra hasta el incremento de la violencia a lo largo y ancho del país. Por eso, en algunos asuntos, rectificar no es suficiente. Hoy ya no se puede hacer nada, pero alguna vez creí factible un escenario en el que todo el círculo rojo reaccionaba enérgicamente contra la decisión de Calderón, hasta obligarlo a recular. Otra historia muy distinta estaríamos contando si eso hubiera pasado. En ausencia de ello, el debate intelectual y mediático sobre el combate al crimen organizado y sus secuelas sigue propiciando más confusión que certeza, más especulación que precisión. Por ello, una buena manera de abordar el tema es desmitificándolo, o sea, cuestionando los lugares co-munes que ha propiciado y que con frecuencia llegan a confundirse con la retórica gubernamental que poco o nada tiene de veraz. A continuación, ilustraré algunos de estos engaños.
1. La narcoviolencia se desató a raíz de la declaratoria de guerra de Calderón. No exclusivamente. En buena medida, Vicente Fox contribuyó a crear la situación actual, aunque durante su sexenio no se había manifestado tan crudamente como ahora. En efecto, al anunciar Fox la extradición de capos y la purga de funcionarios corruptos, en lo que llamó una “guerra sin cuartel” a los capos en 2001, llevó a que los narcos, al sentirse amenazados, corrompieran a más policías, agentes, jueces y carceleros, y mostraran más abiertamente su fuerza mediante actos de violencia de todo tipo. Ya para 2006 se presentaron 2,100 muertes vinculadas al narco. Aunque también es cierto que esta cantidad se disparó a cifras escandalosas a partir de 2007, según demuestra Fernando Escalante en un interesante artículo (Escalante, 2011).
2. La guerra al narcotráfico constituye una estrategia de razón de Estado. Esta idea podría ser aceptada sin chistar, pero no en el caso de México. Aquí, la principal razón hay que buscarla, como ya se dijo, en la necesidad de Calderón de legitimarse después de las elecciones de 2006. Además, si el incremento de la violencia fuera el argumento de peso para justificar la guerra, está comprobado que la tasa de homicidios generados por el crimen organizado en los primeros años de la alternancia no era tan alta como ciertas percepciones la postulaban, con ayuda del amarillismo de la mayoría de los medios. Quizá la violencia se había intensificado en ciertas ciudades del país, como Ciudad Juárez y Tijuana, pero se mantenía muy por debajo de las cifras históricas de crímenes y homicidios en prácticamente todo el país (Escalante, 2011). Un hecho más para demostrar que los móviles esgrimidos por el gobierno de Calderón para actuar como lo hizo caen por su propio peso.
3. La guerra al narcotráfico la va ganando el Estado mexicano. La estrategia no ha sido la más adecuada. Por momentos parece que la consigna es mostrar un país secuestrado por la violencia para después explotar mediáticamente los logros del combate al narco (captura de capos, asesinato de otros, confiscación de arsenales, etcétera) y de paso mostrar la fortaleza de Calderón y su convicción absoluta por acabar con él. Pero la verdad es que la narcoviolencia parece incontenible (17 mil muertos en los primeros tres años de guerra), la corrupción de policías, militares y funcionarios se ha incrementado escandalosamente, minando la estrategia de combate; se han evaporado en esta guerra inútil millones de pesos de manera irracional, no sólo no se han recuperado territorios perdidos sino que en ellos se ha incrementado la violencia, la extorsión, el secuestro, etcétera. Además, se han minado las garantías individuales, como el libre tránsito, se ha incrementado la tortura, etcétera. Por otra parte, el gobierno federal se ha ido solo a esta guerra, sin el respaldo de los partidos de oposición, del Congreso de la Unión, de los gobernadores (para ellos es mejor lavarse las manos y culpar de todo al presidente), sin una política de seguridad del Estado definida, sin reglas claras para la intervención estatal. Así no se puede ganar. Además, la descomposición social y la inequidad alimentan los circuitos del narco, sin mencionar que han surgido diversos grupos paramilitares que sólo ahondan la violencia.
4. El combate frontal al narco con las fuerzas del orden es la única estrategia posible para minarlo y derrotarlo. De hecho, si la negociación con el narcotráfico no representa una opción, y por lo visto la guerra tampoco, la única manera de combatirlo eficazmente es legalizando la producción y el consumo de los enervantes, o sea, una solución drástica pero eficaz. Drástica, porque al legalizar la droga se derrumba un negocio millonario que vive precisamente de la informalidad y la economía soterrada; eficaz, porque la competencia entre cárteles pasaría de la lógica del control violento de territorios a la del mercado. Sin embargo, debido a que nadie parece dispuesto a sacrificar nada, ni los cárteles ni las autoridades, conscientes de que la economía subterránea es un auténtico salvavidas para la economía formal, este tipo de opciones ni siquiera se vislumbra en el largo plazo. Si no lo hacen naciones poderosas como Estados Unidos, por qué ha de hacerlo la nuestra.
En la actualidad, resulta difícil pensar que economías débiles como la mexicana puedan mantenerse sin sobresaltos sin el dinero que proviene del tráfico de drogas. Tal parece que el narcotráfico adquiere aquí una dinámica propia e incluso irresistible. Alrededor del crimen organizado no sólo se enriquece un puñado de delincuentes y un conjunto de autoridades corruptas, sino que su impacto macroeconómico puede resultar —y de hecho resulta— benéfico desde la perspectiva de su evidente estímulo al crecimiento económico indirecto. No se puede negar que las divisas del narcotráfico estimulan importantes rubros de la economía interna, tales como la construcción, los servicios, el turismo, las finanzas, etcétera.
Por todo ello, vivimos una auténtica descomposición de la política que alienta el fortalecimiento de poderes autónomos que no pasan por el Estado, como el narcotráfico, y que al mismo tiempo obliga a una creciente militarización del país. Huelga decir que en estas circunstancias, la democracia es superada por vía de los hechos. En su lugar, crece la informalización de la política, la represión, los poderes discrecionales, la supresión de garantías, la corrupción incontenible, etcétera. Pero más grave aún, la guerra declarada al narcotráfico induce un ominoso ambiente de desestabilización, amenazando la ya frágil y precaria eficacia decisional y estratégica del gobierno, poniendo además en entredicho su integridad y legitimidad.
5. Legalizar las drogas es una estrategia equivocada que puede incrementar la violencia y el consumo interno. Falso, pues legalizar constituye la única opción viable para neutralizar las expresiones del crimen organizado. Sin embargo, el asunto permanece cargado de especulaciones que inhiben cualquier avance en esa dirección. Se dice, por ejemplo, que legalizar en México sería contraproducente mientras no se legalice en Estados Unidos y Europa, pues la disputa de mercados seguirá vigente, fortaleciendo a las mafias locales. Pero esto es una quimera. Por algún lado debe comenzarse, ¿por qué no por México? A grandes males, grandes remedios. Se dice también que al legalizarse las drogas, el crimen organizado buscaría otros giros ilegales para hacer dinero, lo que generaría una nueva espiral de violencia. Sin embargo, este planteamiento no tiene ningún sustento, sobre todo si constatamos que ya pocas cosas subterráneas están fuera de las manos de los capos del crimen. Si acaso, al no tener que destinar tantos recursos y efectivos al combate al narco como se hace ahora, el Estado podría canalizarlos con mayor eficacia hacia otros ámbitos y esferas delincuenciales. El hecho real es que a nadie le interesa legalizar, ni al Estado ni mucho menos a los narcos, pues afectaría las finanzas del país y de los capos.
6. El gobierno combate a todos los cárteles por igual y sin distinción. Este planteamiento no pasa de ser una retórica gubernamental. Si bien es difícil desmentirlo, basta hacer un somero recuento de los capos caídos en los últimos años para inferir que algunos cárteles han sido más castigados que otros. Para decirlo con nombres y apellidos, muchos infieren que al caer recientemente Beltrán Leyva, se afianza el cártel del Chapo, quien permanece impermeable a las fuerzas del orden. Si esto es así, contrariamente a lo que sostiene el discurso oficial, cabe la posibilidad de que, considerando los pobres resultados alcanzados hasta ahora en el combate al crimen organizado, algún tipo de acuerdos se haya realizado entre las autoridades y algunos grupos criminales, intercambiando protección por información privilegiada.
7. La estrategia de apoyarse en el ejército es una garantía para combatir el narco. Este argumento encierra una paradoja. La fortaleza de las organizaciones criminales nace de la debilidad del Estado, pero la lógica de guerra alimenta la guerra. De ahí que la estrategia de Calderón es errónea. Todo lo que está ocurriendo es prueba del fracaso de la política militar contra el crimen. El ejército no está preparado para realizar labores policiacas y de investigación, sólo lo está para la guerra. De ahí que su intervención nada más genera violencia. Además, los fracasos acumulados en la guerra y la corrupción por efecto del narco terminan contaminando al propio ejército, el cual se desacredita ante la opinión pública. Además, siempre cabe la pregunta, ¿y quién vigila a los militares?
Durante el régimen priista, el tema de los nexos entre los poderes político y militar fue tratado con extrema cautela por parte de muy escasos analistas. El Ejército mexicano fue más bien una institución hermética y de la que muy poco trascendía al espacio de la discusión pública. Tras la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la proliferación de varias organizaciones armadas en el territorio nacional se fue incrementando la presencia y la visibilidad del Ejército: comenzó a ocuparse cada vez más de actividades policiacas y de inteligencia, y su intervención en la lucha contra el narcotráfico pasó en tiempos recientes de meras funciones de rastreo, detección, interceptación y destrucción de estupefacientes a funciones de búsqueda, persecución, enfrentamiento directo y detención de narcotraficantes, por disposición del presidente Felipe Calderón, quien al inicio de su gestión declaró la guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado.
Sin embargo, el elevado precio pagado por el Ejército mexicano por intervenir en los aspectos más turbios de la gobernabilidad (seguridad, narcotráfico, inteligencia, contrainsurgencia, etcétera) ha sido indudable. Puede expresarse sobre todo en términos de su desgaste institucional y el desprestigio que le provoca la negligente y corrupta participación de algunos de sus miembros. De esta manera, los elevados índices de confianza de los que tradicionalmente gozaban las fuerzas armadas se ven severamente afectados por los ilícitos en que se ven inmiscuidos algunos militares, lo que muestra la necesidad de evaluar la conveniencia política de utilizar al Ejército en funciones policiacas de seguridad e inteligencia.
8. Estados Unidos es el principal interesado en que acabe el narcotráfico. En realidad, para Estados Unidos lo primordial es el negocio, ¡y vaya que el narcotráfico lo es! Lo mismo puede decirse del tráfico de armas, el cual le reporta a Estados Unidos ingresos millonarios, por lo que el gobierno estadounidense prácticamente no ejerce controles en el mismo. En cuanto al tráfico de drogas, la gran mayoría de los ingresos generados por esta actividad se queda en Estados Unidos, es aquí donde se invierte y se lava la mayor parte del dinero. Sólo así se explica que, pese a ser ilegal, la droga se distribuye de manera eficaz en todos los rincones de su territorio y que cualquiera pueda tener acceso a ella teniendo dinero para adquirirla. Así se explica también la porosidad de varias garitas estadounidenses ubicadas en la frontera, por donde sigue ingresando sin mayores restricciones la principal cantidad de estupefacientes que se venden en su mercado, tal y como lo demuestra el periodista Ignacio Alvarado en su colaboración en este mismo volumen.
9. Si se legaliza la droga en México nuestras ciudades fronterizas del norte se llenarían de estadounidenses adictos y peligrosos. He escuchado este argumento hasta la saciedad, pero no tiene ningún sustento. Y aún en el caso de que ese escenario ocurriera, son más los beneficios que los perjuicios que acarrearía. De entrada, generaría ingresos que se quedarían en el país, sería una fuente de divisas nada despreciable, se disputaría en parte a Estados Unidos el rentable mercado de las drogas, etcétera. Por eso, argumentos como ese sólo enturbian las cosas. Ya es hora de sacudirse la paja para comenzar a ver más allá de prejuicios y moralinas que sólo paralizan e inhiben las soluciones de fondo. De hecho, como hemos visto hasta aquí, si algo ha estado ausente en todo este entuerto del combate al narco ha sido la congruencia y la ética, empezando por las mentiras articuladas desde el poder.
10. El combate al narcotráfico es una guerra del Estado contra el crimen organizado. En realidad, más que una guerra parece por momento un exterminio indiscriminado de toda la delincuencia, bajo la premisa de que el mejor delincuente es el delincuente muerto. A juzgar por testigos y sobrevivientes en varias entidades del país donde el ejército ha intervenido directamente, su modus operandi es atacar y después averiguar, no importa que en los operativos caigan civiles e inocentes. En abono a esta percepción está el hecho de que las bajas del ejército son insignificantes en comparación con la de narcotraficantes, sicarios y población en general. Para muchos, siguiendo con las percepciones sociales, la supuesta confrontación entre cárteles para ocupar territorios en disputa es más una pantalla empleada por el gobierno para justificar sus operativos de arrasamiento que una realidad. Al parecer, si algo tienen claro los capos es que la guerra no es entre ellos sino en contra del Estado. Además, en estricto sentido, el combate al crimen organizado emprendido por Calderón no puede denominarse “guerra”, pues toda guerra supone adversarios similares: países, ejércitos, comunidades, etcétera, amén de existir una declaratoria formal de guerra por parte de uno o de ambos. En el caso del combate al narco, el enemigo del Estado es un ente borroso, difuso, heterogéneo, enmascarado. No se sabe con precisión contra quién se está luchando. De ahí que en lugar de guerra sería mejor hablar de escaramuza, choque, ataque, acometida, ofensiva, etcétera.
Además de estas diez mentiras, varios intelectuales y periodistas irresponsables han filtrado una insidia vulgar y falaz consistente en culpar a la propia sociedad por el incremento de la violencia asociada con el crimen organizado o en hacerla corresponsable de la misma en la medida que no se ha organizado de manera consistente para repudiarla o contrarrestarla o porque buena parte de la misma la acepta por temor a represalias o incluso porque obtiene directa o indirectamente algún tipo de beneficio económico por parte del narcotráfico, ya sea cultivando o almacenando droga en sus propiedades o encubriendo a delincuentes. Es cierto que muchos mexicanos están involucrados voluntaria o involuntariamente con el narcotráfico y que muchos han optado por el silencio, pero sería irresponsable culpar a toda la sociedad por la violencia que hoy padecemos. Culpar a la sociedad o hacerla corresponsable de la tragedia es un ardid muy sucio y tramposo mediante el cual se diluyen las responsabilidades o se transfieren a quien nada debe, pues si todos somos culpables nadie lo es. Por esta vía, los políticos incompetentes se curan en salud, y los intelectuales y periodistas cínicos y lambiscones quedan bien parados con los poderosos. Para estos mercenarios mediáticos, como Héctor Aguilar Camín (véase, por ejemplo, “Las culpas de Juárez”, Milenio, 15 de febrero de 2010) o Ciro Gómez Leiva (véase, por ejemplo, “¿Por qué somos tontos?”, Milenio, 12 de febrero de 2010), la sociedad no sólo tiene los gobiernos que se merece sino también la violencia que se merece. ¿Cómo hacerles entender que la sociedad mexicana no escogió vivir en la actual vorágine de violencia e inseguridad provocada por una guerra que nadie quiso ni nadie autorizó?, ¿cómo convencerlos de que la inmensa mayoría de los mexicanos somos auténticos héroes por el simple hecho de vivir en este país secuestrado por una casta política voraz y cínica, por soñar con un México más justo y con mejores leyes, con paz y seguridad, por llevar a nuestros hijos a la escuela con la esperanza de que en el futuro sean hombres y mujeres de bien, por trabajar de manera digna y honrada soportando todo tipo de atropellos laborales, por ir a nuestros trabajos o escuelas sin saber si regresaremos a casa sanos y salvos…? ¿Acaso no se dan cuenta que los ciudadanos vivimos en la total indefensión, en un país donde las leyes y los jueces no nos protegen, donde el narco lo ha contaminado todo por lo que no se puede confiar en las autoridades ni en los cuerpos de seguridad, donde reina la total impunidad y el soborno, donde los políticos nos engañan todos los días…? Hay que ser sinvergüenzas para negar lo obvio. O díganos de una vez a los ciudadanos qué esperan exactamente de nosotros, que nos armemos como los delincuentes y los combatamos en su propio terreno, que nos organicemos en guardias civiles armadas para proteger nuestras vidas y pertenencias, que hagamos justicia por nuestra propia mano… ¿Sólo así seremos dignos a sus ojos? Por favor, dejen de engañarnos y mentirnos. Al culpar a los ciudadanos por la violencia que padecemos estos repetidores de la cochambre no sólo muestran un profundo desprecio por la sociedad, sino que crean una cortina de humo que enrarece aún más el ya de por sí turbio panorama nacional. Los ciudadanos de este país no queremos violencia ni enfrentarla con más violencia; bajo ninguna circunstancia somos cómplices de la misma, sino víctimas; simplemente queremos vivir en un país de leyes no en uno donde reina la inseguridad propia de un Estado fallido (para mi sorpresa, en una línea de argumentación similar a La de Aguilar Camín y Gómez Leyva está el artículo de Carlos Ramírez en este volumen).
En síntesis, lo único real en esta guerra de mentiras es la incapacidad del gobierno federal para concebir una estrategia de seguridad pública y combate al narcotráfico integral, progresiva y definitiva, por lo que es previsible que las energías y los recursos gubernamentales sigan gastándose en operativos vistosos, mediáticamente explotados, pero ineficaces, y que no auguran una mejoría sustancial en las condiciones de la gobernabilidad en México.
Referencias
Aguilar Valenzuela, R. y J. G. Castañeda (2009), El narco: la guerra fallida, México, Punto de Lectura.
Escalante, F. (2011), “La muerte tiene permiso”, Nexos, México, núm. 397, enero, pp. 36-49.
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