lunes, 13 de octubre de 2014

El día en que los padres de Ayotzinapa se negaron a llorar #Crónica

El día en que los padres de Ayotzinapa se negaron a llorar #Crónica

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Raúl Linares / @jraullinares3_0
(12 de octubre del 2014).- Es la mañana del 4 de octubre del 2014 y en la Normal Rural de Ayotzinapa “Raúl Isidro Burgos” sinceramente se duerme poco y mal. De los mosquitos y la angustia, los habitantes efímeros, estudiantes y padres de familia de los 43 desaparecidos en los hechos del 26 de septiembre, son presa fácil. Se antojan luego las ojeras pronunciadas. También las movilizaciones nocturnas. Los jesuses en la boca. Una consigna que se repite sin descanso: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.
Han pasado 8 días desde que ocurrió la masacre en la que murieron seis personas y a un número considerable se los tragó la tierra, literalmente. La escuela ubicada a unos cuantos kilómetros del municipio de Tixtla, cuna del prócer de la independencia, Vicente Guerrero, a raíz del ataque, se ha convertido en un rosario gigante.
También se ha vuelto un centro de reuniones para quienes esperan a sus hijos. Un centro de planeación política. Un internado para jóvenes de escasos recursos. Un nicho para los fantasmas guerrilleros de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. Velatorio con altar y flores blancas. Festín inagotable para la prensa. Cama para los perros del lugar.
En tanto, en la cancha de basquetbol, decenas de dolientes se apostan, como en una sala de espera a recibir las noticias de los suyos. ¿Y después? Después aparece una llamada inoportuna. Algo que sabía yo, desde hacía al menos una hora pero no me atrevía a decir: encontraron cuatro fosas clandestinas repletas de cadáveres en Iguala. El mismo lugar donde empezó todo.

Vuelta atrás
‒ Buenos días compadre. ¿Qué pasó? No me diga eso… ¿dónde lo vio? ¿Está seguro de lo que me está diciendo? Revísele, ande. No… compadre. No chingue. No me chingue. ‒susurra el hombre de camisa azul que luego remata la frase con un grito agudo; termina rascándose la cabeza, un hilito de sudor recorre sus sienes. No cree:
‒ ¿Cómo que fosas clandestinas? ‒pregunta, en voz alta, sin cuidado de sus vecinos. No advierte que le escuchan, aunque fingen tener intimidad en la plaza púbica escolar. ¿De verdad serán ellos? El rumor se hace carne. Carne roja y abierta. El hombre desaparece pero la duda no.

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La mayoría de los familiares, quienes se resisten a asumir ese estado de anomia, el de la muerte, callan y siguen sus labores cotidianas: tragar el tiempo contando sus vidas. Aguantan y reprimen la irá. No pueden llorar. No pueden. ¿A quién le van a llorar si no hay muerto ni vivo de regreso? A las dos de la tarde, la cancha de basquetbol cubierta por una estructura metálica se antoja más gris de lo que es. Nadie puede asumir lo que ha escuchado con sus propios oídos. La mentira vienen de todos lados y ellos lo saben bien.
“Es sólo un rumor”.
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Desde muy temprano, maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), llegan en decenas de autobuses. El movimiento es constante. A las doce del día anuncian que se dará una conferencia de prensa. La hora se cumple.
A dicha reunión llegan representantes la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) de Tixtla; del Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan; de la la Red Guerrerense de Organismos Civiles Defensores de Derechos Humanos e, “inéditamente”, un representante de los estudiantes de la Universidad Autónoma de Guerrero (UAGro). Todos expresan solidaridad. Aventuran a pedir que más organizaciones se sumen a la causa.

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De hecho, el representante de la Sección XX en Oaxaca, Rubén Núñez, emplazó a la movilización nacional para el 8 de octubre.
Pese a todo, la “nota del día”, no se produce ahí.
Entre los reporteros de diversas fuentes –a esas horas no hay más que corresponsales locales– se suelta el rumor de las fosas clandestinas ubicadas en Iguala. Nadie confirma el hecho. Sin embargo, el reportero de la revista Proceso, Ezequiel Flórez, aventura a soltar el rumor de que, entre ellos están –“según fuentes consultadas” por el semanario– los cuerpos de los normalistas desaparecidos. La movilización se hace inminente.
A la 1 de la tarde, las caravanas llenas de aventurados arrancan y se esfuman. Ayotzinapa se queda con sus dolientes y sin la atención de quienes van tras la “nota”. Aquí sólo están, a quienes presuntamente pertenecen esos cuerpos.
Atrás están, sin voz por el momento.
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En Ayozti nadie llora, la tormenta se traslada al interior y sólo se advierte en los rostros largos y perdidos. En medio de la cancha, hay un altar católico al que se persignan por las mañanas; es para las ayudas del más allá. Pero para la del más acá, los acompañan las liturgias revolucionarias del marxismo-leninismo que los jóvenes pintan: ahí está Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, el Che Guevara; Marx, Lenin, Engels. La liga de la justicia.
Desde la cinco de la mañana el ajetreo no cesa, representantes de las normales, agrupados en la Federación de Estudiantes Campesinos y Socialistas de México, la FECSM, se emplazaron a huelga en solidaridad con Ayotzi.
‒ Ya uno de los chavos me dijo que esos son sólo rumores, que no hagamos caso, veremos qué es lo que nos dicen en la tarde –atina a decir la madre de Julio Cesar Ramírez Nava. Ella se encomienda al Señor. Acomoda las flores del altar improvisado que se marchita. Tres veladores: una por cada asesinado en el ataque del 26 de septiembre: Yosivani Guerrero, Julio César Mondragón y Daniel Solís Gallardo.
‒ Nosotros no somos ricos, de hecho somos pobres. Pero mi niño es bueno, me cuesta trabajo que él se haya metido en problemas ‒secunda una mujer que me habla, después de ganar su confianza, pero no su nombre, “es por seguridad”. El Comité Central de los estudiantes de la normal, les prohibió que hablen con reporteros.
No necesitan decir mucho tampoco.
Todos sostienen miradas perdidas y platicas colectivas del arroz que comieron, los tamales de la noche, el café y los atoles. Todos. Todos portan un par de ojeras y bolsas en los ojos. Es el estrés del “no pueden estar muertos”. Los más jóvenes, primos, hermanos, amigos y novias, miran el chisme en sus smartphones; tratan de confirmar o desmentir esa posibilidad de que los jóvenes fuesen asesinados vilmente. No hay nada
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De acuerdo a la investigación levantada por la Procuraduría General de Justicia estatal, en voz de su titular, Iñaki Blanco, el 26 de septiembre los policías municipales de Iguala, en coordinación con sicarios del cártel Guerreros Unidos, perpetraron la masacre de los estudiantes.
Como línea de investigación, se estableció el homicidio de la mayor parte de los 43 estudiantes, todavía en “calidad de desaparecidos”, pues no se pudo confirmar la identidad de los 28 cadáveres encontrados en las 4 fosas de Iguala. Proceso que, entonces, tardaría entre 15 días a tres meses.
“Es de destacar que por la mañana del 4 de octubre Martín Alejandro Maceda Barrera y Marco Antonio Ríos Berber (ambos, halcones de la organización criminal), manifestaron haber participado directamente en el homicidio de estudiantes normalistas de Ayotzinapa, para lo cual les dieron seguimiento desde que éstos arribaron a la ciudad de Iguala, dándoles seguimiento a bordo de dos camionetas, una marca Dodge, Ram, color blanco y la otra marca Ford, Lobo, color negra, siendo cerca del centro de dicha ciudad cuando accionaron sus armas en contra de los estudiantes, logrando que descendieran del autobús en que se desplazaban, procediendo a asegurar a diecisiete de ellos, trasladándolos a la parte alta de un cerro de Pueblo Viejo, donde tienen fosas clandestinas, en el que los ultimaron”, según la versión estenográfica.
Los restos encontrados presentaban rastros de haber sido previamente torturados. Al parecer, los sicarios los obligaron a caminar varios kilómetros, posteriormente los sometieron a cavar sus propias tumbas. Una vez concluido el proceso, fueron ejecutados con tiros en la cabeza. Montados en camas de leña. Algunos despedazados. Luego se les prendió fuego. Y por último, enterrados uno tras otro.
“Los detenidos fueron contestes en manifestar que la instrucción de acudir al sitio en que se encontraban los normalistas la dio a quien ubican como el que da las órdenes en la Dirección de Seguridad Pública Municipal, Francisco Salgado Valladares, en tanto la instrucción de llevárselos y ultimarlos la recibieron de un sujeto apodado el ‘Chucky’, integrante y líder de los ‘Guerreros Unidos’”, dicta el documento.

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14 kilómetros después y 5 horas de retraso a la noticia mortuoria, la prensa local y nacional especula que podría surgir información oficial sobre la identidad de los cuerpos de Pueblo Viejo, en las inmediaciones de las colonias Jardines del Valle y Las Parotas, al noroeste de Iguala. Noche de contrastes. En la capital del estado, Chilpancingo, las cosas se ven distintas a Ayotzinapa o Iguala, donde la esperanza y derrota luchan a muerte. Aquí las luces de neón prenden y apagan, se resiste a perder su vida nocturna; allá sólo las veladoras enlutadas de coraje.
A excepción de las leyendas que porta el transporte público, “Hasta encontrarlos”, la gente de la ciudad sigue el curso de su vida cotidiana y camina por las calles en una danza borracha de pantalones ajustados. El gobernador, Ángel Aguirre,  también se ve relajado como sus paisanos. Ha salido a dar la cara en medio de una marejada mediática que especula, muy fuertemente, la identidad de esos restos encontrados: ¿son ellos?
Finalmente, frente a los micrófonos que ceden, atina a decir que todavía no hay nada que los lleve a los desaparecidos. La movilización se vuelve estéril y la información oficial se vuelve propaganda: sí hay cuerpos, no sabe cuántos; no sabe quiénes son; mantiene su oferta de otorgar un millón de pesos a quien de información de los chicos. Dice que a los 22 policías detenidos por el secuestro, se sumaron ocho.
La presidencia de la república amenaza, desde luego. Mejor mover aunque sea los dedos.
Sin preguntas de por medio, el jefe de prensa Jesús Nava, nos sacan de la sala donde el gobernador escabulle. Al principio no sabemos por qué. Atrás de nosotros, ingresan una comitiva de padres de familia de los 43 normalistas desaparecidos. Han solicitado una audiencia para obtener información de primera mano. Pero salen 20 minutos después, con los rostros desencajados y lágrimas que se hacen vinagre.
‒ ¡Ustedes ciudadanos de Guerrero deben de tener vergüenza por tener y aguantar este pinche gobierno! –Se escucha un grito; rabieta impotente. ‒Pinche gobernador hijo de su puta madre, nos dijo lo mismo que ya escuchamos en la radio o en la televisión. No tiene madre. No fuera su hijo porque no estaría ofreciendo un millón de pesos, habría movilizado todos sus recursos para encontrarlo. En dos horas estarían libres y seguros.
‒ ¿Qué fue lo que pasó?
‒ ¿Pues qué va a pasar? ¿Qué va a pasar? Que el pendejo ese se hace bestia. Primero nos pasaron por un detector de metales, como si fuéramos delincuentes. Nos recibió, ¿para qué? Para nada. Nada. Ahí estaba el muy cabrón con su sonrisita: “seguimos sin tener información”. Después nos sacaron a la verga. Yo si lo confronté, tuve güevos, le dije: “por qué se hace pendejo sí ustedes los tienen, ustedes son los delincuentes”. A mí no me importa que me maten.
Quien habla es Mario González, originario de Huamantla, Tlaxcala. Su hijo, César Manuel González Hernández, de 19 años de edad, es parte del grupo que fue atacado después de un boteo en esa ciudad disputada por el narcotráfico: Iguala. Desde hace una semana vive en la normal de Ayotzinapa. Ha conocido por fin la escuela donde su hijo, quien cursa el segundo año en la licenciatura en educación, llegó para estudiar en una universidad para “pobres, como yo”.

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Conjura de rabia: a las afueras de Casa Guerrero, donde alquila el gobernador Ángel Águirre por un periodo de seis años, un grupo de normalistas pide entrar. A la negativa de los guardias de seguridad, la emulación de la revolución bolchevique se antoja. Los normalistas resisten y piden la renuncia del gobernador. Bombas molotov y cohetones bombardean la fortaleza. Alguien llora por el trato que les dio el “Gober”, no por la versión de que estén muertos. “Si no abre el pinche gordo ese, quémenlo al hijo de su chingada madre”.
La masa obedece.
Un auto oficial, no muy austero para un gobierno de “izquierda”, sufre las consecuencias de la ira colectiva. El Beattle rojo es volteado y destrozado. Los cristales rotos y el olor a gasolina quemada penetran por la nariz. La artillería también incluye bombardeos con cohetes de feria. Atinan al interior. No se destruye gran cosa pero los signos de ello se revelan catárticos.
Por último se retiran en silencio.
Acabó el día en que nadie llora. La negación a la muerte es constante: “ellos los tienen, que no se hagan pendejos.” Y en tanto, no hay derrota frente a la barbarie.

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