Nuestra
forma de ciencia se ha convertido en una enfermedad del espíritu
occidental. Nos han enseñado que cavando cada vez a más profundidad
llegaríamos al centro de nuestro mundo. Pero no encontramos más que roca
y fuego, y confundimos la piedra con el corazón y el fuego con la
esperanza. Erwin Chargaff, 1797
El
conocimiento es la base de nuestra existencia. No se trata simplemente
de la mera adquisición de experiencias y técnicas. Hoffmeyer diría “la unidad básica de la vida es el signo, no la molécula”.
La capacidad de sentir, procesar, transducir y almacenar materia e
información (de convertirla, por tanto, en conocimiento) podría decirse
que constituye la piedra angular del fenómeno que llamamos vida.
A
lo largo del proceso evolutivo, los seres vivos hemos adquirido la
capacidad de expandir nuestros sentidos, de encontrar nuevas formas de
procesar y transferir la información y de almacenar el conocimiento
formado a lo largo de la historia. De la difusión de moléculas simples a
la conexión wifi, lo que existe es un salto de escala, no un cambio de
funciones.
Y, sin embargo, el salto no es trivial. Todo lo contrario.
Verndasky introdujo el término noosfera,
la esfera de conocimiento, como un estado de desarrollo del sistema
terrestre por encima de la geosfera (la esfera física) y de la biosfera
(la esfera de la vida). Esta habría emergido como producto de los flujos
de información de una especie en particular, la humana [1].
A
lo largo de nuestra propia evolución, los seres humanos desarrollamos
estructuras corporales, culturales y tecnológicas para manejar el
conocimiento, para expandir la noosfera hasta límites sin precedentes.
Una evolución acelerada, precisamente, al volcar el conocimiento
adquirido sobre las mismas.
El conocimiento permite
suplir necesidades, colmar deseos, evaluar riesgos, anticipar sucesos,
moldear el mundo y, en cierto modo, el tiempo. El conocimiento es poder.
Permite la explotación de recursos y su ordenación. No en vano, la
búsqueda de conocimiento (y las vías para conseguirlo) es inseparable de
la historia cultural, política y socioeconómica de la humanidad. El
conocimiento posibilita el desarrollo de los sistemas sociales, y el
mantenimiento de los estratos de poder que lo poseen. Consecuentemente,
el conocimiento es moldeado por los intereses de quien lo persigue.
El
conocimiento es un proceso emergente, asociado y dependiente de un
modelo de producción, de unas herramientas que moldean la materia para
dotar de formas determinadas a los usos que se producen a través de su
ejercicio.
El desarrollo monopolista de la era moderna ha construido una forma de conocimiento práctica utilitarista y materialista,
basado en la experiencia, la constatación y el análisis, de acuerdo a
sus necesidades. Una herramienta metodológica que nos ha llevado, en
menos de cuatrocientos años de los sistemas de poleas a los satélites
espaciales. De forma genérica nos referimos a esta como ciencia.
Reconocida como un valor universal, la ciencia se ha constituido como uno de los pilares de la civilización.
Sin más cuestiones, se habla de ciencia como de un ente aséptico,
benévolo, que trabaja al servicio de la humanidad como garante de su
desarrollo, como fuente última de un conocimiento plural e
independiente.
Como elemento mágico, la ciencia [2] se
extrae de la realidad social. No encontramos muchas voces críticas
dentro de un ejercicio tan transversal y transcendente para nuestra
sociedad, aún cuando el conocimiento científico se encuentra en la base
de todo el desarrollo industrial y la producción de bienes de consumo
¿Cómo es esto posible?
Una especie de pacto silencioso
parece blindar de críticas, no ya a las investigaciones científicas en
particular, sino a la praxis científica en general. Y sin embargo, no es
difícil entrever que la universalidad de la ciencia esconde preguntas incómodas
que no podemos pasar por alto. Aquellas que tienen que ver con la
explotación de las personas dentro y fuera de su ejercicio, los
monopolios de la publicación científica, la exclusión social en la
participación y el acceso a carreras científicas, y, sobre todo, la
propiedad del conocimiento y el conocimiento en sí mismo.
¿Qué costes y beneficios
tiene la ciencia para el conjunto de la sociedad, en todos sus
estratos? ¿Cuán aséptico es el conocimiento científico? ¿Bajo qué
criterios y con qué fines y estructuras se investiga? ¿Cómo se financia y
qué reproduce la ciencia? ¿Cómo afectan y afectarán los desarrollos
tecnocientíficos inmediatos a la evolución de las sociedades y a la
misma humanidad?
El conocimiento es la base de nuestra
existencia y el principio de nuestra evolución. ¿Cómo elegiremos
conocernos a partir de ahora?
[1] Una exclusividad que podríamos discutir, y discutiremos.
[2] Al hablar de ciencia, en este contexto, separamos dos cuestiones. La referente al Método científico, como conjunto de criterios y herramientas dirigidos a la objetivación del conocimiento; frente a lo que podemos denominar como Sistema Ciencia, o conjunto de estructuras, dinámicas y praxis que rodean al ejercicio científico. Nuestra crítica no es en ningún caso sobre el conocimiento per se, sino sobre las limitaciones y abusos del método, y la praxis en las bases del Sistema Ciencia como una herramienta social, política y económica.
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